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Para el sábado noche (LXVIII): Sesión continua, de José Luis Garci

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Una particularidad, no exclusiva pero sí característica del cine de José Luis Garci (1944), ha sido ofrecer espacio, valga la expresión, al escenario urbano donde acontecen sus relatos. Con ello no me refiero únicamente al paisaje que acompaña a los personajes durante la puesta de escena, sino a los insertos de ciudades, calles o descampados que se suman a esta por medio del montaje. Se trata de un aspecto que, aunque parece sacar al espectador de la acción, cuando no un mero añadido estético, sin embargo, sitúa con mayor precisión el microcosmos de los personajes en el interior de un macrocosmos más amplio (y abrumador).

De este modo, y como sucedía en El crack (Nickelodeon, 1981), Sesión continua (Nickelodeon, 1984) se abre con varios planos de la capital de España, que evidencian que la vida de y en la ciudad fluye de forma perpetua e incesante, indiferente a las preocupaciones de cada individuo que la habita. Una ciudad nocturna, mortecina y escéptica, aunque no necesariamente insensible. Puede no ser la idea más original del mundo, pero a mí siempre me ha resultado especialmente sugerente.

Pues bien, a ese paisaje que aprisiona unas veces, o se limita a ser contenedor otras, se añade un marco de referencia alternativo, pero igual de sustantivo, que es el cine. No en vano, Sesión continua se adscribe, ya desde su título, a ese pequeño pero atractivo género del cine dentro del cine. Lo confirman las fotografías de los distintos realizadores que desfilan al comienzo de la película y a los que va dedicada la misma.

Parte de ese paisaje urbano y ontológico es recorrido por Graciela, apodada la Mala (María Casanova), un personaje axial para el resto de los protagonistas, portador de otro mundo particular, esta vez, en el terreno de lo esotérico: Graciela es vidente y echadora de cartas; hasta se comenta que posee virtudes como sanadora.

Pues bien, sabedor de que una película se viste por los pies, esto es, que se construye principalmente por el guion, el productor, director y coguionista José Luis Garci, junto con su colaborador habitual Horacio Valcárcel (-), nos presenta a dos personas que profesan su amor al cine mientras elaboran el guion de una película.


Ellos son el escritor de cine y de teatro Federico Alcántara (Jesús Puente), y el guionista y director José Manuel Valera (Adolfo Marsillach). Su entusiasmo por el séptimo arte es vivido como una realidad alternativa, ante las insulseces, compromisos y obligaciones de la vida ordinaria. Como pueda ser, en palabras de José Manuel, la asistencia a la jodida boda de la hija de no sé quién. Abundando en ello, insiste en que paso de bodas, bautizos, comuniones y otros festejos sociales.

Para Federico y José Manuel, todo lo que queda fuera de los márgenes del cine se les escapa de las manos. Lo que incluye el matrimonio de Federico con Pilar (Encarna Paso), que hastiada de una existencia que la condena a vivir sola, una vez cumplida su misión de criar y educar a los niños, como ella misma recuerda, buscará refugio en otro ámbito igual de privado, el monacal, para que su vida no deje de tener algún significado en la madurez.

En efecto, Pilar no participa de la pasión y forma de vivir (o entender la vida) de su marido, no esforzándose la pareja en comprenderse el uno al otro, pues como se suele decir en el ámbito pugilístico, hace tiempo que ambos decidieron arrojar la toalla.

Federico y José Manuel trabajan para Balboa Films, una productora modesta pero eficiente, dirigida por Dionisio Balboa (el excelente José Bódalo), con lo que las apreciaciones de la ficción se irán entrecruzando con los acontecimientos cotidianos, que caracterizan el final de uno de los capítulos de la vida de los personajes.


Es el de Federico y José Manuel otro de esos matrimonios bien avenidos del cine (es decir, entre dos guionistas que se entienden), o al menos, mejor dispuesto que los reales, como queda dicho, ya que ambas vertientes se sitúan en dos niveles distintos de la realidad. En efecto, Federico y Pilar no se comunican; a diferencia de José Manuel, que lo hace en voz alta y de forma desenvuelta con su fallecido padre, como último asidero familiar (excepción hecha de su amistad con Graciela).

Por su parte, Dionisio Balboa no desea auspiciar experimentos de autor. En este sentido, todos los personajes están perfectamente delineados, y la espléndida encarnadura de los actores hace que estos sean accesibles y creíbles en todo momento. La defensa del cine de género clásico es manifiesta, lo que conlleva la irónica prevención de no gustar en exceso a los críticos, algo que, como comenta Dionisio, es el principio del fin.

Asimismo, como reza una de las anotaciones que José Manuel posee en su apartamento, a modo de recordatorio, el cine es un arte industrial. Es decir, no reñido con la calidad y la profundidad, ni con el gusto del público. Sus creaciones forman parte de un arte siempre atento a la humana necesidad de contar historias, pese a lo cual, José Manuel reconoce que, como parte del precio a pagar, en nuestras vidas ya no hay historias (las hay, aunque no las que él quisiera). Un afán que se traslada a la sencilla trama que pretende filmar, con una historia muy a ras de suelo, en torno a la relación de un ministro con una chica joven.

Entre tanto, Federico aguarda la representación teatral de una de sus piezas de juventud, puesta en escena por un altanero argentino (Pablo Hoyos), que convierte la obra en un recital entre existencialista y reivindicativo-social, para espanto de su creador.


El buen equipo técnico que acompaña a José Luis Garci en la elaboración de la película (que quedó a pocos votos de poder lograr un segundo Oscar), se completa, además de con Horacio Valcárcel, con la fotografía del veterano Manuel Rojas (1930-1995), el manejo de la cámara del operador Ricardo Navarrete (-), y el acompañamiento musical, siempre portador de una nostalgia jubilosa afín a Garci, del recientemente desaparecido Jesús Gluck (1941-2018). Una nostalgia que queda patente en la soledad de José Manuel en su apartamento.

Soledad repleta de libros, eso sí, y que le pronostica Graciela con el tarot, consciente de que, para poder crear, a veces es preciso sacrificar otros apartados de la vida, por doloroso que pueda resultar; y que, por lo tanto, se hace tan necesaria como inevitable cierta incomunicación con el exterior, cierta incomprensión por parte de los demás. Un aislamiento (solo de cara a quienes no comparten la misma afición), que manifiesta la incapacidad de poder relacionarse salvo a través del lenguaje -en esta ocasión- del cine. Personaje críptico pero radiante, la Mala le lee fragmentos de su propio guion a José Manuel en un determinado momento, con objeto de ayudarle a encarar las dificultades familiares. Como si, en última instancia, no existiera diferenciación entre la vida y dicho guion.

Además, como todo buen realizador, José Luis Garci sabe -y pone en práctica- eso de que lo que los rostros pueden transmitir, no es necesario subrayarlo con los diálogos. De este modo, palabras y pensamientos se reparten por igual argumental y visualmente. Valga como ejemplo de lo primero la excelente escena del garaje, previa al estreno de la película, y de lo segundo, los instantes en que Pilar transmite sus interiorizadas emociones a Graciela o a su poco receptivo marido.


De forma ineludible, Federico y José Manuel acaban más solos de lo que empezaron, pero también más abiertos a comprender todo lo que les ha sucedido hasta entonces; como si una fase de la vida diera paso a otra, y se reafirmara su compromiso personal y difícilmente transferible por las creaciones de la imaginación. Instalados en la ficción, a los personajes principales de Sesión continua les golpea la vida, en forma de aquello que se ha ido acumulando y no se ha resuelto con los años. Hasta que José Luis Garci constata de forma visual que ambos protagonistas ya se han convertido en unos peculiares intérpretes de ficción, cuando la imagen vira del color al blanco y negro. El blanco y negro del cine, no el de la vida.

Escrito por Javier C. Aguilera





La llamada, de Javier Ambrossi y Javier Calvo

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En los últimos años se ha impuesto como formato típico de comedia aquella basada en los comportamientos  más deleznables y pasados de vuelta. Hace gracia la parodia extrema en muchas ocasiones más basada en la burla soez y evidente que en la inteligente, es decir, el chiste de pedos y sexo más que el elegante y audaz. Quizás por eso nos sorprende encontrar una pieza como La llamada (2017), donde el humor y la crítica no están carentes de respeto y dignidad.

No obstante, es bastante lógico que suceda así, porque vista la trayectoria de sus creadores, Javier Ambrossi y Javier Calvo, con la miniserie Paquita Salas (2016) a la cabeza, podemos comprender que detrás de una propuesta aparentemente cómica, se esconde en realidad un acercamiento a personajes humanos, un drama sobre nuestras aristas más personales. Si en Paquita Salas hubiéramos podido encontrarnos la típica parodia estereotipada de la agente sin escrúpulos, como aparentaba, en La llamada nos podríamos haber encontrado una sátira desmedida sobre la religión o un remake a la española de Sister Act (Emile Ardolino, 1992) o de su secuela, y en ninguno de los dos casos se queda en esa fachada.

La historia se inicia con el retrato de dos chicas jóvenes de nuestro tiempo, Susana (Anna Castillo) y María (Macarena García), que deciden fugarse del campamento religioso en el que están para ir a una fiesta en una discoteca donde no faltan las drogas, el reggeaton o el electro-latino. En esa antítesis se sitúa la acción cuando María comienza a tener una visión con un extraño hombre (Richard Collins-Moore) que le canta por Whitney Houston. Castigadas por su fuga, ambas compañeras tendrán que afrontar junto a las monjas sor Bernarda de los Arcos (Gracia Olayo) y sor Milagros (Belén Cuesta) esa particular llamada divina mientras sus vidas se resquebrajan.


La propuesta resulta original, pero pronto comenzará a desinflarse cuando nos percatemos del desarrollo vacío de sus tramas y personajes. A pesar de mostrar en un principio un elenco mayor, todo queda reducido a cuatro personajes centrales: las dos jóvenes y las dos monjas, cada una representante con su trama particular. Por una parte, tenemos a Susana como la chica rebelde que trata de seguir el sueño que tenía con María, que no duda en enfrentarse a nadie ni en disfrutar de los placeres que hay a su alcance, aunque ninguno de ellos les proporcione la satisfacción que busca. En cierta forma, parece anhelar una profundidad que no encuentra en su vida ni en su relación con Joseba (Víctor Elías). 

A su vez, sor Milagros está cada vez más insatisfecha con su vida monjil y, en una de las mejores secuencias de la película, muestra su nostalgia por una juventud perdida relacionada con la música. A través de ambos personajes se inserta una atracción que provocará un cambio definitivo en las dos. Sin embargo, el cambio de actitud se siente brusco, no se profundiza apenas en el pasado de Milagros o en el camino que la ha llevado al punto en el que está ni se atiende a por qué Susana toma la decisión de romper con su vida. 


Por su parte, María asista con preocupación a esas visiones de lo que ella considera que es Dios. Unas visiones que no comprende y que tan solo encontrarán cierta explicación y refugio en Sor Bernarda de los Arcos, la nueva directora del campamento. Esta monja, devota y estricta, no comprende a las nuevas generaciones, se encuentra anclada en una época pasada, como demuestran los casetes que lleva consigo, que no es peor que la actual, pero que no conecta con la realidad que la rodea. Ambas tratarán de convertirse en discípula y maestra respectivamente para tratar de comprender qué le está pasando a María y poder comunicarse, a la vez, con la divinidad. Sin embargo, en una de las escenas más irónicas, el Dios que canta en inglés se desternilla de risa frente a una confusa María que, Biblia en mano, sigue las indicaciones de sor Bernarda. Los tiempos han cambiado hasta para Dios. Ahora bien, si el retrato de estas características de María y sor Benarda está conseguido, no sucede lo mismo con sus personajes. No sabemos cómo era nuestra protagonista antes de este estado melancólico, ni tampoco acabamos por advertir si en Bernarda se ha producido algún cambio definitivo. 

Es decir, estaban los personajes, hay diálogos bien realizados, pero falta más calado en el desarrollo dramático. La historia avanza por impulsos demasiado repentinos para llegar a un final donde encajen todos los cambios producidos en los personajes, a pesar de que esas metamorfosis sean superficiales y su desarrollo no haya sido adecuado, no por falta de lógica, sino de profundidad. Ello impide que alcancemos la catarsis necesaria o que podamos considerar La llamada como algo más que una propuesta argumental original, pero desaprovechada. 


El guion apuesta porque todos los personajes obtengan la libertad que desean, una libertad que les permita la felicidad. Por ello, acepta todas las opciones: sor Milagros puede dejar los hábitos y buscar el amor allá donde antes no se le había ocurrido buscarlo, María puede responder a la llamada, aunque esta resulta extraña e incomprensible para las religiosas, dado que no es una llamada al estilo marcado por las tradiciones o por las sagradas lecturas, pero además, se respeta que sor Bernarda viva feliz en su devoción, pero sin negarle un poco de desarrollo en forma de apertura mental ni crítica a su falta de modernización, extensible a todo el orden religioso. Hasta se consigue marcar cierta redención en Susana, quien encuentra su madurez cuando decide ser libre y no atarse a la vida cliché que se había marcado.

Ahora bien, todo esto sucede de forma repentina. Resulta curioso que tan solo un personaje secundario, menor en importancia, como es la cocinera del campamento, sí consigue una evolución más acorde al tipo de personaje, otorgándole cierta profundidad con dos o tres diálogos puntuales y un final lógico que encaja con la tónica de la película. En este sentido, cabe esperar más, mucho más, de esta pareja de directores, capaz de abordar con desparpajo y respeto temas como la falta de entendimiento entre las generaciones, marcada por ejemplo por los diferentes gustos musicales, el peso de la religión en la sociedad o la deriva en la que a veces se encuentran nuestros jóvenes, no por incapaces, sino por sentirse presos de nuestras etiquetas. Bien por el fondo, pero carente en la forma.




Clásicos Inolvidables (CXLIX): Poesía de sor Juana Inés de la Cruz

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Cuando contemplamos la historia de la literatura en español, acudimos a los nombres que todos conocemos y que se han reiterado gracias a nuestro sistema educativo, aunque en muchas ocasiones falten autores y obras. Estas ausencias están motivadas por diversos aspectos en los que no queremos entretenernos, pero una de las más llamativas en España corresponde a la poeta barroca sor Juan Inés de la Cruz (1651-1695). Por lo general, ha sido considerada una autora mejicana, a pesar de que su obra engarza a la perfección con la tradición literaria de nuestro país, pudiendo incluirla con facilidad entre autores tan prestigiosos como Luis de Góngora (1561-1627) o Francisco de Quevedo (1580-1645) gracias a una gran trayectoria poética que aúna creaciones clásicas y poesía popular.

La falta de apoyo o visibilidad fue patente también a lo largo de su vida, tanto por lejanía con la corte española como por ser mujer. A pesar de ello, logró erigirse como una gran intelectual ya desde su juventud, con apenas diecisiete años, gracias a su precoz afán por la cultura. Precisamente, adoptó su rol de monja para mantener su independencia incluso con cierta rebeldía, pero finalmente acabaría siendo doblegada por sus superiores.

En concreto, el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, en su lucha con un rival eclesiástico, la atacaría públicamente al recriminarle que escribiera textos profanos, debido a lo cual sor Juana escribió su Respuesta a sor Filotea (1691), reivindicativa obra con fragmentos biográficos que defendía su forma de entender la libertad creativa, señalando ejemplos de mujeres intelectuales. Gracias a su carácter y su erudición, logró un gran reconocimiento por parte de la nobleza criolla, especialmente por los virreyes que le permitieron publicar sus obras gracias a su mecenazgo. No en vano, la mayor parte de sus poemas fueron encargos a los que nunca se negaba. 


En su obra poética logra elaborar una voz crítica y capaz de romper con los esquemas establecidos, lo cual no quiere decir que no resulte cercana. Al contrario, uno de los principales temas de su poesía fue el amor, entendido sobre todo como una unión de almas a nivel intelectual. Debemos tener en cuenta que no hay constancia de relaciones románticas reales, debido a su condición religiosa, por lo que, como otros autores al estilo de santa Teresa (1515-1582) o san Juan de la Cruz (1542-1591), reelabora el amor desde una visión platónica, reconstruida a partir de la propia tradición poética y de su vida, no tanto real como imaginada.

Ahora bien, no entendamos tan solo su tratamiento del amor como romántica o cursi, sino que llegó a ser satírica y burlesca, hasta lograr una poesía moral que parte del propio humor. Por ejemplo, su célebre sátira escrita en redondillas, Hombres necios que acusáis, se ríe de la hipocresía de los hombres a la par que censura su actitud, mostrándonos lo adelantada a su tiempo que estaba sor Juana al atreverse a realizar este tipo de obras. Pero no es el único caso, también algunos de sus sonetos, como Al que ingrato me deja, busco amante o Feliciano me adora y le aborrezco, donde expone la insatisfacción del amor no correspondido, tanto por parte del amante como del amado o amada. En el estilo nos recordarán a Quevedo, sobre todo por la mordacidad.

El sueño del caballero (1650), de Antonio de Pereda
Sin embargo, también tiene poemas morales más cercanos al culteranismo en la forma y por recoger los tópicos más usuales del barroco, como el carpe diem o el tempus fugit. Trata en estas poesías de advertir de la importancia de la razón frente a los sentimientos, como podemos observar en el soneto Que consuela a un celoso, en el que advierte del dolor que puede causar el amor cuando te dejas llevar ciegamente por él. En esta misma línea, debemos mencionar, Este, que ves, engaño colorido, donde además de demostrar su dominio del hipérbaton, consigue elaborar un excelente soneto en torno a la fugacidad de la vida en imitación de Góngora, como bien revela el verso final (es cadáver, es polvo, es sombra, es nada). Ahora bien, como otros poetas de su tiempo, no solo se dedicó a la poesía elevada, culta y clásica, sino que también cultivó la sencillez de la poesía popular, que dominaba con facilidad y entre las que destacan sus villancicos.

Su obra magna es, sin duda, Primero sueño (1962), donde demuestra su gran habilidad poética siguiendo los pasos de las Soledades gongorinas. Escrito en silvas, este sueño es una demostración de conocimientos sobre mitología, teología, filosofía o fisiología por parte de sor Juana. En imitación a una tradición que procede del Renacimiento, como pudimos ver con el Sueño de Polífilo(1499), la autora se embarca en el terreno de la noche y lo onírico para justificar toda una serie de visiones metafísicas, en las que el alma es incapaz de conectar con el universo y aprehenderlo, pero ello no impide alcanzar ciertas metas, conquistando los sentidos para empezar el dominio del día. Es decir, a partir del terreno del sueño, justifica un necesario viaje en busca del conocimiento como forma de liberación de un mundo engañoso, aún cuando ese conocimiento resulte inalcanzable. Para transmitir a sus lectores todo este recorrido despliega toda una serie de referencias culturales que remiten tanto a la mitología como a referentes renacentistas y teológicas, empleando alegorías a partir de mitos como el de Ícaro o metáforas más llanas, como la barca que se pierde al naufragar, en alusión al alma que no encuentra el conocimiento.


Por último, cabe destacar también su auto sacramental El divino Narciso (1689), donde parte de un mito grecolatino para reflexionar sobre la redención cristiana a partir de personajes alegóricos. No obstante, tiene la particularidad de plantear no solo la unión entre mitología grecolatina y católica, sino también entre las culturas indígenas y la española, en un sincretismo que se demuestra incluso con el uso de palabras de origen náhuatl insertas en sus versos castellanos con naturalidad. De esta forma, en el auto encontramos referencias al mito de Narciso, a la historia de Jesucristo y a la leyenda de Quetzalcoatl.

En resumen, la obra de sor Juana Inés de la Cruz posee entidad suficiente para situarla como una de las autoras imprescindibles del barroco en español, de forma paralela a otros grandes maestros de su tiempo. Si bien aquí tan solo hemos repasado algunos de sus elementos sin ser excesivamente exhaustivos, podemos afirmar con rotundidad que estamos ante una trayectoria de dominio formal aunado a un contenido que aún hoy nos sigue interesando y cautivando. 




Salomé, de William Dieterle

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Al igual que otros estudios, Columbia Pictures también quiso contribuir al género de relatos bíblicos, tan cercano al péplum. La elección recayó en el episodio de Salomé (15 o 5 – 62 D.C.), la princesa semita, hija de Herodes Antipas (4 A.C. – 39 D.C.) y de Herodías (15 A.C. – 39 D.C.), adaptado por Harry Kleiner (1916-2007) y Jesse Lasky Jr. (1910-1988); autores, respectivamente, de las excelentes Bullit (Peter Yates, 1968) y Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. De Mille, 1956).

A un elenco extraordinario se sumó un competente equipo técnico y artístico, que proporcionó una muy entretenida y bien filmada lectura del relato original, y en el que sobresale la fotografía de Charles Lang (1902-1998).

El primer punto de interés reside en el hecho de que, atendiendo a la naturaleza humana sobre la que se construye el mito, nada es blanco o negro en esta historia. Por ejemplo, el personaje principal que la articula, pese a quedar en una discreta posición narrativa, es Juan el Bautista (siglo I A.C. – 31-36 D.C.), que se debate entre la observancia de la ley de Moisés y la predicación de la llegada de un mesías que expandirá la doctrina cristiana. En este sentido, su discurso ya es universal (es decir, paulino). En concreto, declara que Dios es un Padre común y que todos somos hermanos. Una línea en la que se inserta su llamada a asistir a los oprimidos, arrepentirse del mal (los pecados) y buscar la virtud.

Tales males los enfoca en el rey Herodes (el excelente Charles Laughton), casado con Herodías (una genial Judith Anderson). Herodes, cuyo padre condenó a muerte a todos los primogénitos, según reza la severa tradición, ya lleva un tiempo desunido de su consorte, pese a que ambos se mantengan en sus cargos. Ante la amenaza que supone Juan el Bautista (Alan Badel), se hace necesario prenderlo. Pero ni siquiera en este extremo se pone el matrimonio de acuerdo ya que, si bien Herodías desea castigar la osadía y maledicencia del molesto profeta (y no cuesta empatizar con la dama), Herodes teme que, al ejecutarlo, un terrible castigo se cierna sobre él, como anteriormente le sucedió a su padre.


En este entorno emponzoñado tienen gran peso las prácticas ancestrales y las profecías. Sin embargo, ¿cómo distinguir al mesías auténtico cuando existen tantos profetas? ¿Será el Bautista el tan ansiado enviado? El propio emperador Tiberio (sir Cedric Hardwicke) se queja de que asegurar la paz resulta mucho más trabajoso e ingrato que hacer la guerra. Además, tercia para que el compromiso que su sobrino, el senador romano Marcelo Fabio (Rex Reason), mantiene con la princesa Salomé (Rita Hayworth), no llegue a buen puerto. De resultas de lo cual, la princesa es expulsada de la capital romana, regresando a Galilea, la tierra de la que procede pero que no visita desde muy niña. Se trata de un territorio que le provoca una sensación especial, pese a las circunstancias de su imprevisto regreso. Extraño esto como si nunca antes hubiera estado aquí, asegura.

A su llegada es recibida por su madre, Herodías, y despierta la pasión de su padrastro Herodes. No obstante, y pese al recelo de confiar nuevamente en un romano, la atracción de la princesa hallará correspondencia en el centurión Claudio (Stewart Granger).

Esta arribada de Salomé coincide con la del nuevo gobernador de Judea, el pretor Poncio Pilato (Basil Sydney), destinado a regir las provincias orientales del Imperio. El viaje con los galeotes pone de manifiesto la humanidad y apertura de Claudio, frente al servil pragmatismo de Pilato, a pesar de que ambos se conocen desde hace algún tiempo y han guerreado juntos. Así sucede también durante la acampada en el Jordán y la posterior charla mantenida acerca de la inmortalidad.


Entre tanto, Juan persevera, sirviendo al propósito de la fe “sin la espada” pero con la lengua bien afilada, mientras William Dieterle (1893-1972) concentra la iniquidad de la corte de Herodes, más en actitudes y gestos que en actos explícitos (sorteando con eficacia los espinosos escollos de la crónica original). No por ello dejan de estar presentes -de palparse en el ambiente, como se suele decir-, intrigas de palacio, conciliábulos y reuniones secretas; en definitiva, bichos venenosos tanto de cuatro como de dos patas.

La red de sentimientos y relaciones que se establece es compleja y no siempre correspondida. O se revela fatal, caso de Herodías y su hija, o se construye con perseverancia y esfuerzo, caso de Claudio con Salomé. De todas formas, siempre resulta grato poner rostro a los personajes de la historia; su humanización es algo que el cine ha sabido emprender con acierto en numerosas ocasiones, con afán de hacernos disfrutar de ella y reflexionar, aún a riesgo de engalanarla cinematográficamente (con pleno derecho). De tal modo que Salomé acaba bailando ante el rey -sabedora de lo que tal acto supone en su relación con el monarca-, no para pedir la cabeza del Bautista, sino para salvarlo. Por algo, de lo que no cabe duda es de la inmortalidad de un arma tan efectiva como la belleza.

Por su parte, Herodes, que se halla entre la espada de Roma y la pared del sanedrín, aspira a mantener el orden a mi manera. Su administración prefiere no injerirse en los asuntos de religión, salvo cuando esta afecta de forma directa al orden establecido y a la (frágil) convivencia. Este es el escenario donde predica Juan, que aunque defiende la libertad de elección de Salomé, la condiciona moralmente indisponiéndola con los padres. Poco después, el realizador muestra al auténtico mesías, de espaldas (a la cámara y a Roma), y ejerciendo como sanador (del poder abusivo y los descreídos).

Cuando Herodes al fin prende al Bautista, habiendo este declarado que no es el mesías esperado, el rey se adelanta por primera vez en toda la narración, apartándose del cúmulo de acontecimientos profetizados. Contempla la solución intermedia de encarcelar y juzgar al Bautista por los representantes de su propio pueblo, aunque, una vez más, los libres albedríos actúen rubricando de forma dramática situaciones ya anticipadas.

¿Es esto lo que tenía que pasar, pues como se suele justificar, estaba escrito, o pudo haber sido evitado? Más aún, ¿está Juan en contra de la casa de Herodes por quebrantar la ley hebrea o por imponer unos impuestos abusivos? Lo cierto es que más parece conducirse por lo primero que por lo segundo. Sea como fuere, es destacable el plano en el que un soldado se lleva discretamente al profeta, aprovechando la circunstancia de un tumulto, con objeto de decapitarlo.

En suma, Salomé expone lo fina que es la línea que separa la fe del fanatismo, la iluminación de la provocación, y advierte de las diferencias entre instruir a la multitud o instigarla. La música como vía de expresión del fervor religioso (además de las fanfarrias de rigor), también se halla presente por medio de un bello cántico nocturno. No en vano, la banda sonora de la película corrió a cargo del competente George Duning (1908-2000), en colaboración con Daniele Amfitheatrof (1901-1983), encargado de musicar la célebre danza de los siete velos.

Escrito por Javier C. Aguilera


Tierra de faraones, de Howard Hawks

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Una cosa es que tengamos un destino y otra que sepamos a dónde vamos. Así pasa con Egipto, receptora de millares de turistas, pero portadora de infinidad de misterio y grandiosidad, centro de elevada espiritualidad… y poder: la particular maldición que acompaña siempre a las personas.

Qué tendrá la civilización egipcia que fascina tanto. Cómo vivía la muerte esta cultura para la que el cuerpo físico no lo era todo. Nos separan muchos siglos, pero no demasiadas zozobras.

Entre la historia y la leyenda sitúa Howard Hawks (1896-1977) Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, Warner Bros., 1955), relato de las pasiones humanas más universales, por mucho que se adscriban a un tiempo y una geografía determinadas, el Egipto antiguo. De este modo, una cultura que sigue siendo conocida solo en parte, sirve de escenario a las cíclicas, intemporales y más reconocibles ambiciones (en un sentido positivo como negativo) del ser humano. Si tal cultura desafía al tiempo, también parecen hacerlo nuestras cuitas, aunque Tierra de faraones demuestra que tales tan solo son un espejismo, y que a diferencia de nuestras mejores creaciones artísticas, somos perecederos.

Joan Collins, Jack Hawkins y Howard Hawks
De hecho, lo que recrea Tierra de faraones es parte de esa fascinación concentrada en una historia de celos y ambición, de engaños y de amor (a una persona o a una tierra), como forma de retratar esa cultura tan ajena y próxima al mismo tiempo. Las multitudes, los ejércitos, los abalorios y los tocados, son aditamentos inevitables; sin embargo, la película de Howard Hawks funciona a modo de relato de cámara, como por otra parte lo son la mayoría de los mejores péplums y relatos en torno al pasado.

El faraón Keops, o Khufu en el egipcio arcaico (Jack Hawkins), regresa victorioso de una batalla. Un plano que aprovecha el formato panorámico del cinemascope muestra la inmensidad de su ejército, que se pierde en lontananza. Poco antes, la cámara se ha acercado a Hamar (Alexis Minotis), sumo sacerdote de Egipto, introduciéndonos literal y visualmente en este nuevo mundo. Aquí los meses se cuentan por lunas y el entendimiento de la otra vida ampara a ciudadanos, trabajadores, castas sacerdotales y la familia del faraón.

En este sentido, la película acepta algunos lugares comunes matizados hace tiempo por los entendidos, aunque no por ello el núcleo dramático varía. Por ejemplo, se da por sentado que la Gran Pirámide fue tumba, lo que sigue sin estar nada claro (en ella no se haya ni una sola inscripción del faraón, salvo en la última cámara de descarga -la quinta- por encima de la estancia del rey, y todo apunta a que es falsa). Tumba simbólica, en cualquier caso, calendario astronómico y astrológico, campo energético y expresión de una compleja técnica constructiva, la edificación de este monumento se yergue como símbolo viviente de la creatividad y el tesón. Un escenario sin parangón para determinadas ceremonias de muerte y resurrección (esto es, iniciáticas), en un momento de la historia en que Egipto es la nación más poderosa del mundo, y como nos informa Hamar, desde su posición difícil pero lúcida, en una coyuntura en que la riqueza es poder, y el poder siempre deseado. La inmortalidad de los conceptos no puede ser más absoluta.


El catalizador de todo ello es el faraón, cuyo poderío desciende directamente de los dioses. Aún así, pese a toda la pompa y circunstancia, revestida de fanfarrias, es tan mortal como los demás; al menos, en lo que se refiere a la corrupción del cuerpo. Su ambición material no parece tener límites. ¿Todavía no tienes bastante?, le espeta Hamar, voz de la conciencia del faraón cuando este se halla de buen humor. El caso es que, pese a ser tenido como dios viviente de Egipto, por cuya boca hablan sus iguales, el faraón adora el contacto con el oro, pues ambos aspectos no le resultan incompatibles. El excelente decorador Alexandre Trauner (1906-1993) dedica un importante espacio a las salas donde Keops acumula sus resplandecientes riquezas. Por desgracia, estatuas y monumentos no están coloreados, como era lo propio, con lo que el conjunto visual acaba siendo algo grisáceo (lo que sucede en la mayoría de películas ambientadas en esta cultura). Con una notable excepción, el interior -no así el exterior- de la Gran Pirámide, bien iluminado por la fotografía de Lee Garmes (1898-1978) y Russell Harlan (1903-1974), que se afanan en revestir el resto de decorados más íntimos.

Ni siquiera el desierto lo era tanto entonces. Pese a todo, destacan bellos momentos como la ceremonia de los ataúdes sobre el Nilo, así como la imagen de los faluchos que transportan los enormes bloques destinados a la construcción, junto a la introducción del sarcófago (o lo que fuera realmente) en la base de la pirámide. Todo este segmento está muy bien filmado y montado, si bien, en palabras del cautivo arquitecto Vashtar (un estupendo James Robertson Justice), la vida que los egipcios esperan alcanzar parece más importante que la presente. Lo cierto es que los antiguos egipcios tenían un gran apego a esta vida (física y espiritualmente), y por eso deseaban continuarla más allá, pues la parte invisible era consustancial a la existencia visible. Con todo, aparcar esta cosmovisión permite una desviación del discurso que no por ello deja de resultar atractivo.


Preocupado por la inviolabilidad de su morada pétrea y eterna, el faraón hace que Vashtar, conocedor del secreto de la tumba, haya de sacrificarse para obtener a cambio la libertad de su pueblo. Un destino en el que se involucra su decidido hijo Senta (Dewey Martin). El desenlace de este aspecto argumental es uno de los mejores aciertos del guion de Harry Kurnitz (1908-1968), Harold Jack Bloom (1924-1999) y William Faulkner (1897-1962), aunque la contribución de este último parece ser un mero nominalismo.

Otros logros puntuales los hallamos en el trato comprensivo que un capitán del ejército (Gianfranco Bellini) dispensa a Vahstar y su hijo, así como en el retrato terrenal y muy humano que se confiere a otro capitán de la guardia, el sometido Trana (Sydney Chaplin). O en el hecho de que la monumental edificación la lleven a cabo obreros y no esclavos (como así era). La larga panorámica en la cantera da testimonio de la magnitud de la empresa, en tanto que el tópico del júbilo por parte de la mano de obra, entonando cánticos -no diegéticos-, es empleado por Hawks para hacer notar el paso del tiempo y el cambio de sentimiento que ha operado en esta. La voz en off asegura que los cantos cedieron su puesto al timbal y al látigo, en una narración que es tan precisa como los actos de una obra de teatro.

Unos actos que, como decíamos, se concentran en la historia de una ambición. La de Keops por confiscar y amontonar los tesoros que le han acompañar en su segunda vida, pero también la de la princesa y embajadora de Chipre Nélifer (Joan Collins) que, al fin y al cabo, ha sido enviada en sustitución del tributo reclamado por el faraón. La avidez de esta no le anda a la zaga. Únicamente el oro tiene este tacto, declara en contacto directo con el metal.


Esto provoca, a la larga, un enfrentamiento entre la materialidad y la espiritualidad. Perspectiva última que, no por menos mostrada, deja de estar presente. Pese a todo, la belleza terrenal parece que se sigue llevando la palma, al ser el motor indiscutible de las acciones de la mayoría de los personajes. Hasta que Hamar interviene (o intercede) en favor de la justicia. No en vano, este salto que conlleva el prescindir de lo material, más allá del propio cuerpo físico, es el que no da el faraón. Lo que, así mismo, sentencia a su primera esposa, la reina Naila (Kerima [sic]).

El realizador, además de productor, también ofrece otros acertados momentos visuales, como los planos que conectan la melodía que interpreta el hijo del faraón, Thani (Piero Giagnoni), con la amenaza que supone un encantador de serpientes. Al fin y al cabo, Nélifer es lo más parecido a una mujer fatal, la horma de la sandalia del faraón.

No obstante, y como ya anticipaba, es la aparentemente despreciada vida de ultratumba la que se toma la revancha por medio de Hamar. Como sucede en el mejor cine policiaco, el final de Tierra de faraones es enérgico y difícilmente olvidable.

Escrito por Javier C. Aguilera



Noticias: Próximamente en BdC

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Catedral de Málaga, conocida popularmente como la Manquita (Fotografía de LJ)
La lluvia ha arreciado en nuestras ventanas, pero siempre nos queda el refugio del arte, de nuestras historias favoritas. Continuamos en nuestra línea de combinar tanto últimos estrenos como clásicos que no deberíamos olvidar, aunque quizás no con tanta cantidad como desearíamos. A pesar de ello, nos habéis acompañado con algo más de 13000 visitas, mientras que mantenemos seguidores en Blogger, con 179, en Twitter con 617 o en nuestra página de Facebook, con 176.

Entre los artículos de este marzo hemos situado algunas películas relacionadas con la Semana Santa: Tierra de faraones y Salomé. Nos hemos acercado también al cine español con Sesión continuaLa llamada. Pero, además, tuvimos dos escritoras como referentes literarias de este mes: Mary Shelley con su archiconocido Frankenstein y Sor Juana Inés de la Cruz.

Terence Fisher, Hazel Court y Peter Cushing

Proseguiremos durante la primavera con más artículos culturales. Esperamos tener un excelente Día del Libro a finales de abril y que nos acompañéis como hasta ahora.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Os invitamos a conocer el canal de DayoScript, donde se comenta generalmente videojuegos, pero también aspectos relacionados con la narración y el cine. Su último vídeo es una exploración sobre el uso de la cuarta pared.



"Ser escritor es robarle vida a la muerte"
                  - Alfredo Conde (1945-)



El planeta de los simios, de Pierre Boulle, y adaptación de Franklyn J. Schaffner

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Una de las cosas que más llaman la atención en la novela de Pierre Boulle (1912-1994), El planeta de los simios (La planète des singes, 1963; Plaza y Janés, 1968; Orbis, 1985; Suma de Letras, 2001), es cómo se establece un marco de referencia desde sus primeras líneas, en un tiempo en que ya han sido habitados otros rincones de la galaxia y los exploradores espaciales se mueven a través de ella como pez en el agua. Algo de lo que prescindirá la posterior adaptación cinematográfica con objeto de incrementar la inquietud; en la película, los protagonistas no parecen disponer de elementos de anclaje emocionales o incluso espaciales.

Siquiera para acabar dándole la vuelta a dicho marco, Pierre Boulle comienza su relato con el hallazgo de un manuscrito en una botella, por parte de una pareja de ociosos adinerados, Jinn y Phyllis, que disfrutan de unas vacaciones anclados en la inmensidad del espacio. El manuscrito fue redactado por el periodista Ulysse Méron, y en él da cuenta de su viaje a un planeta habitado de la estrella Betelgeuse, en compañía del profesor Antelle y su discípulo Arthur Levain, además del chimpancé Héctor. Para parafrasear a Brian Aldiss (1925-2017), se trata del segundo a partir de Betelgeuse, un planeta de sorprendentes similitudes con la Tierra.

A partir de ahí, Ulysse narra a Jinn y Phyllis su llegada a este mundo, y su traumática toma de contacto con la gente que lo habita, desde unos seres de aspecto humanoide, pero carentes de voluntad, hasta los inteligentes y evolucionados simios. De entre los primeros, Ulysse establece una relación muy especial con Nova (I: V), que, como el resto de sus compañeros, tan solo es capaz de emitir unos sonidos inarticulados. Especialmente cruel es la batida de estos humanoides (I: VIII-IX) a manos de los simios, aunque el protagonista halla una inesperada aliada en la doctora Zira (I: XIII) y, posteriormente, en su prometido Cornelius. Todos ellos se enfrentan a la arrogante mirada del científico jefe Zaïus, al que Ulysse describe, durante su permanencia entre rejas, como un viejo pontífice(I: XV).


Los simios también poseen un acusado sentido de la jerarquía. ¿Y qué dirían ustedes que se halla en la cúspide? Exacto, la política y la altanería científica. Y digo altanería científica y no ciencia porque son dos cosas muy distintas, y bien diferenciadas en el texto de Pierre Boulle. Uno de los personajes más “humanos”, valga la expresión, resulta ser la chimpancé Zira, y casi en igual medida, Cornelius. La parte desdeñosa de su clan queda representada, como decía, por el monolítico Zaïus, aunque su presencia en la novela es menor -o menos trascendente- que en la película, desde el momento en que su comparecencia se hace innecesaria: tantos son sus errores que acaba siendo cesado, si bien, trata de recuperar el control sobre la verdad oficial de su planeta. Como recalca Ulysse,se negaba manifiestamente a dejarse convencer(I: XV). Categórico y dogmático, Zaïus pertenece al peor tipo de escéptico: el que niega la posibilidad de una certeza que conoce, convirtiendo la duda sistemática en un prejuicio. Está completamente impregnado de método científico, añade Ulysse (I: XVII).

Sometido a pruebas y testes de inteligencia, Ulysse no ha perdido la capacidad del habla. Lo que sucede es que no se puede comunicar con sus captores, al desconocer su lengua. Sin embargo, pronto aprenderá el protagonista el idioma de los simios, mientras la comunicación se hace efectiva a través del lenguaje de la mímica y la geometría (II: I).

Ilustración de Dave Karlen
Un acierto del texto de Boulle es que en ningún momento justifica los malos tratos en nombre de la ciencia, por el hecho de ser llevados a cabo por unos o por otros. El mal, digámoslo así, es malo en cualquier cultura o comportamiento. Lo que Boulle hace es darle la vuelta a la teoría darwiniana de la evolución, no para desacreditarla, sino para reafirmarla y arrojárnosla a la cara (lo que incluye el empleo de cobayas). De este modo trastoca, ejerciendo la crítica en ambos sentidos, las teorías comparativas de superioridad e inferioridad (en este caso, del simio o del ser humano); sobre todo, en el ámbito de la experimentación científica.

Pero además de malvados, hay simios benévolamente inteligentes, hasta el punto de ser aceptado Ulysse por la sociedad antropoide y borrar de su mente toda diferenciación entre las razas, pese a sus cuatro meses de cautiverio (II: IX). En el otro extremo, sin embargo, queda el trágico destino del profesor Antelle, o el detalle sutil de los personajes que se hallan en el espacio y que se atrancan con palabras de raíz antropomorfa como misántropo (I: II). Podemos añadir algunos apuntes sobre el arte simio y la dolorosa visita a un zoo (II: VI).

Respecto a la citada jerarquía, está bien descrita la idiosincrasia de cada especie de la raza simia, habiendo diferenciaciones de carácter entre chimpancés, gorilas y orangutanes, que son los principales habitantes del planeta junto a los malhadados humanoides. En todo momento, prevalece el misterio que atañe a los orígenes de esta civilización caprichosa y sorprendente, hasta que se desvelan, en la tercera y última parte en que se divide el libro. En ella, Ulysse acompaña a un grupo de arqueólogos hasta unas ruinas recién descubiertas. Las revelaciones no se hacen esperar, y conllevan una serie de reflexiones de nuestro protagonista y narrador (III: III-IV), también como consecuencia de la visita a un instituto de experimentación.

Ilustración de Alex Ross
En este pabellón de experimentos médicos (III: VII) se desata la imaginación de los horrores, desde el punto de vista de un visitante que se reconoce en las víctimas; esto es, en los sujetos de experimentación. Lo que además plantea cuestiones como: ¿funcionaron los antiguos simios únicamente por imitación? ¿Qué los indujo, o qué factores de selección natural entraron en juego, para que acabaran siendo el linaje más avanzado de este mundo?

La explicación que aclara la evolución de los simios indica un origen natural, y se produce en un momento en el que el humanoide inteligente del pasado de este planeta se hubo arrojado en brazos de la técnica, abandonando toda ocupación instructiva, dominado por la fatiga intelectual(III: VIII). De ahí el estupor que causa el que, siglos más tarde, Ulysse se presente y hable en un congreso científico, con la lengua aprendida de los simios (II: VIII). Si a ello añadimos que Nova queda embarazada de Ulysse, el cuadro se ramifica en otras probabilidades. ¿Será inteligente el hijo del viajero espacial? ¿Supondrá el renacer de la especie humana en este planeta?

En suma, lo que prevalece en la novela El planeta de los simios es el terror a advertir que el descrito no es un universo reconocible, sino una involución de buena parte de sus habitantes, que han renegado de su propia cultura y tradición, favoreciendo la evolución del resto, en este caso, los primates. Dicho de otra manera, Pierre Boulle recalca cómo en esta selección natural participan factores de tipo sociocultural aparte de los estrictamente innatos. Como constatará el final de la novela, esto permite dos mundos paralelos pero en una sola dirección, es decir, con una de las especies definitivamente dominante. Al fin y al cabo, es el de Ulysse un viaje de no retorno, aunque retorne. Pese a todo, y como el propio personaje acaba reconociendo al referirse a Zira, qué importa la envoltura material, es su alma la que coincide con la mía(III: X).

Ya que hemos traído a colación los caprichos del tiempo y el espacio, permítanme exponer el gran respeto que siento hacia los pioneros de cualquier ciencia o arte; muy especialmente, en cuanto al cine se refiere: los cambios de formato o las meras imitaciones (¡humanas o simiescas!) no me emocionan tanto. Mi interés por el llamado cine clásico reside en su capacidad de transportación, en su equiparación a una maravillosa máquina del tiempo que nos permite recorrer espacios a veces desconocidos (no hablo solo de ciencia ficción) y viajar imaginariamente en compañía de los personajes de nuestro pretérito (para la actualidad del presente ya tengo las calles o la televisión). Lo que propone dicho clasicismo es, por lo tanto, un viaje continuado en el tiempo, siempre estimulante. Pero naturalmente, esta es una apreciación personal.

En el caso que nos ocupa, la adaptación de El planeta de los simios no habría sido posible sin el tesón personal de su productor, Arthur P. Jacobs (1922-1973), la apuesta del jefe del estudio Twentieth Century Fox, Richard Zanuck (1934-2012), el excelente guion de Rod Serling (1924-1975) y Michael J. Wilson (1914-1978), que como iremos viendo, supone una inteligente paráfrasis del relato original; la intervención directa del binomio Charlton Heston (1923-2008) y Franklyn J. Shaffner (1920-1989), y la contribución del fotógrafo Leon Shamroy (1901-1974), el ortopédico John Chambers (1922-2001), especialista en prótesis, y el músico Jerry Goldsmith (1929-2004), que cuando la música de cine era eso, música de cine (es decir, desde sus comienzos hasta los años noventa, y ahí me planto, con todas las excepciones que a cada cual le apetezcan), procuró una partitura experimental, en los límites de lo tonal, rica en sugerencias y matices primordiales.


Desde el primer momento de El planeta de los simios (Planet of the Apes, Fox, 1967; estrenada al año siguiente), queda claro el juego con el tiempo ya propuesto por la narración original, a través del monólogo que deja grabado el astronauta George Taylor (Charlton Heston). Como señala, hace una hora que habrán transcurrido seis meses desde nuestra partida. Tras este prolegómeno, Taylor y sus compañeros aterrizan de forma accidentada en el lago de un planeta de aspecto desértico.

Más que unos astronautas, semejan ser unos forzosos elegidos para la gloria, casi unos desertores. Al menos, Taylor se muestra de vuelta de todo. Es pragmático y despreciativo, al límite de lo indolente, hasta que se enfrenta a su propia supervivencia, como último representante de su especie, que ha de luchar por su condición y dignidad.

En efecto, desde la fecha de partida, en 1972, hasta la de llegada, en 3978, han transcurrido dos mil seis años. Antes del periodo de hibernación, Taylor se ha preguntado si sus hermanos continúan combatiendo entre ellos. Piensa que tiene que haber algo mejor que el hombre en la inmensidad del cosmos. Nuestro protagonista hallará respuesta a ambas preguntas.

El caso es que la nave se precipita en el agua y acaba hundiéndose, con lo que el regreso se hace imposible. Shaffner introduce un expresivo plano que enlaza el enorme lago con la vastedad del terreno que lo circunda, despoblado (aunque habitable), y sumamente reseco. No en vano, los viajeros entrarán en contacto con una población tan árida como el planeta mismo. Pero antes de que eso suceda, otro plano significativo muestra a los tres expedicionarios internándose en esa otra vastedad desértica, después de haber transitado la del espacio.

A su vez, la idea de una zona prohibida en el planeta es excelente, como expresión de un pasado que se intuye, pero no se permite desenterrar. Los exploradores del espacio no tienen la menor idea de dónde se encuentran, ya que no han tenido suficiente tiempo para revisar los datos de sus computadoras.


El primer encuentro es con los cazadores-recolectores de aspecto humano, una bifurcación sin apenas arbitrio o disposición, en un estadio primitivo y animalizado. Privado del habla tras ser capturado por los simios, Taylor es tenido por habilidoso gracias a la mímica. El extraño ejemplar forma parte de un estudio sobre la etología del hombre, que pasa a contemplarlo como un ser pensante, gracias a la doctora Zira (Kim Hunter). Considerado poco menos que una alimaña, solo la pareja formada por Zira y el arqueólogo Cornelio (Aurelio en la versión doblada), aboga en su favor. En otro talentoso momento visual, el realizador introduce las manos de un humano enjaulado, que demanda azucarillos, en un plano donde el doctor Zaïus (Maurice Evans) proclama la inferioridad de la raza humana, ante el atónito Taylor y los benévolos Zira y Cornelio. Pese al empleo del teleobjetivo, aquí no tan gratuito, no obstante, como en otras ocasiones, no existe confusión en la planificación de Franklyn J. Schaffner. Su ejecución es limpia, como demuestran las escenas de la batida y el intento de fuga de Taylor.

En cuanto al personaje de Zaïus, este azote de herejes advierte claramente a Cornelio que cuidadito con lo que desentierra, respecto al pasado del hombre y de los simios. Es decir, que sea precavido con aquello que busca y encuentra. Literalmente, Zaïus borra las palabras que Taylor ha dibujado en la arena, así como otras pruebas de la inconveniente inteligencia del humano.

Entre tanto, la matización del punto de vista de Taylor respecto a su propia estirpe sufre un vuelco, hasta que las evidencias conclusivas le golpeen de nuevo, una vez ha redescubierto el valor de su humanidad. De hecho, su individualidad se verá nuevamente confrontada a la barbarie colectiva de su especie. Aunque este final parezca darle la razón a Zaïus, en su parlamento final, el que no se considera como eslabón perdido de ninguna raza, y menos en lo tocante a la evolución simia, puede que lo acabe siendo si continúa ahondando en el pasado o lega una descendencia (derivada no contenida en la película).


Así, mientras que en la novela, el pueblo simio se muestra más abierto (cacerías aparte), en la película se trata de un grupo más cerrado. Además, la nave queda dañada, en tanto que en el original permanece en órbita y facilita el regreso de Nova y Ulysse con su descendiente.

Lo que no varía es el hecho crucial de que los simios se enfrentan a la posible procedencia evolutiva de seres inferiores (los humanos), en una traslación fiel a la idea de Pierre Boulle. Su superioridad admite la impostura, el sostenimiento de una falsedad y la arrogancia de un interrogatorio tendencioso y apriorístico, donde a Taylor apenas se le permite hablar. Una parodia de juicio que niega los derechos del hombre.

Mantenedores de una interpretación acomodaticia y anquilosada de la historia, el interrogatorio se prolonga -y sincera- entre Taylor y Zaïus, a solas. Al punto de que Taylor es irónicamente salvado por una Sociedad Protectora de Animales. En cualquier caso, no deja de resultar penoso el tratar de convencer a un fanático, capaz de rebatirlo todo retorciendo las palabras, y que hasta posee su equivalente bíblico en las Leyendas del Legislador. Pero no solo en este sentido no parece la civilización simia tan avanzada. Salvo por los fusiles, esta manifiesta cierto estancamiento en un estadio medieval, tal y como se desprende de los, por otra parte, efectivos decorados. Imagino que con objeto de no sobredimensionar la trama con todas las ideas y conceptos del libro. A cambio, como ya advertía, la adaptación de El planeta de los simios incorpora estupendos matices no desarrollados en la novela, pero que se desprenden de esta.



El autocine (XLVIII): Videodrome, de David Cronenberg

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El pensamiento libre es cada vez más difícil. Determinados mecanismos sociales constituyen una aceptación de dependencia voluntariamente dirigida. Apenas queda espacio para ser independiente de ideario, porque algunos han decidido que esto es una agresión al orden disciplinariamente ideológico, cuando no al bien común (tan particularista siempre). Sin embargo, tal separación entre individuo y comunidad no ha de existir forzosamente: la individualidad reevalúa pero no anula la relación entre la persona y el grupo, ya que donde no hay consciencia individual de ser, no puede existir experiencia (toda experiencia necesita de un experimentador en primera persona). Sin embargo, ahora el hombre masa se exhibe en redes que son capaces de predecir (de maldecir, más bien) lo que va a pensar un sujeto (más que una persona), sobre un determinado asunto, incluso antes de que este se haya manifestado al respecto. Basta con pinchar un contenido.

De este modo, lo que antes se quedaba en el ámbito de la taberna, ahora recorre el mundo. Esta predicción del comportamiento ideológico (político, religioso, social…), que abarca a toda la población mundial, hace que los políticos y líderes mediáticos estén actualmente dirigidos por las muchedumbres, dejándose arrastrar por lo que otros dicen, y no por el que sobresale en una materia (y además sabe transmitirla). Las suyas ya no son propuestas, sino inducciones. Por algo vivimos la desaparición del criterio. Con lo que se hace brumoso el delimitar de la mejor manera posible aquello que se ajusta a la verdad, de lo que conforma la mentira más pura y simple, más rampante y prefabricada. Para afirmar algo, antes había que demostrarlo; ahora ya no es requisito imprescindible, prevalece el algo queda. 

Tales son las nuevas claves de estructuración del mundo de lo visible. A lo que se añade aquello que no es visible, como la mente del hombre. Como consecuencia, las ciencias y tecnologías actuales son incapaces de predecir su peor riesgo. Por ejemplo, el que planeta Videodrome (Filmplan – Guardian Trust / Universal, 1982), inquietante pero plausible propuesta del realizador y guionista canadiense David Cronenberg (1943).

En esta película, el perfil de Max Renn (James Woods) responde al de un emprendedor decidido. Es el presidente de un modesto canal de televisión, y su despertador es ya un aparato de televisión. Su vida está organizada en torno a lo que se muestra en una pantalla (da igual que sea de televisión que de un iPad o una tableta). 


A Renn no le interesan las recreaciones preciosistas de corte erótico, busca unos contenidos más rompedores y agresivos para su distribución en el canal. Y de este modo, topa con las grabaciones de Videodrome, en forma de una señal pirata. Son imágenes impactantes pertenecientes a snuff movies (películas donde acontecen torturas y asesinatos, como piensa Max honestamente, recreadas con absoluta apariencia de realidad). Nada se esconde, todo queda a la vista, salvo el peligro de la propia señal y el propósito de dichas imágenes.

De hecho, para Max, la pesadilla comienza cuando su empleado Harlan (Peter Dvorsky) capta una señal no identificada. Al tiempo, Max entra en contacto con una locutora, o como se especifica, una estrella radiofónica, Nicky Brand (Deborah Harry), que no por casualidad presenta un espacio titulado El rescate emocional. La deshumanización ha llegado hasta las pequeñas emisoras locales de radio y televisión, que de algún modo, han de hallar el medio de poder sobrevivir. Pronto tendremos nombres especiales, anticipa el profesor y comunicólogo Brian O’Bivlion (Jack Creley), por vía televisiva, en un debate en el que participa Max Renn.

Por supuesto que el emprendedor Max desea quedarse en el ámbito de alimentar las perversiones de la gente de a pie, esa otra realidad que cada cual se crea, hasta que topa con el underground de la mente, y finalmente, el sacrifico (metafórico o no) de la propia carne. Como el propio protagonista empieza a comprobar, hasta Nicky está descubriendo el goce a través del dolor.


¿Adicción mental o necesidad fisiológica? Las imágenes pasan a ser una parte de la estructura física del cerebro, tal y como comenta el profesor O’Blivion, refiriéndose a los efectos del soporte Videodrome, e interrelacionando con la pantalla como si de un holograma se tratara. Entre tanto, la señal que causa el daño prosigue, provocando a la larga el nacimiento de un nuevo órgano que cambiará la realidad humana.

Así lo constata en propias carnes Max Renn, cuando él mismo se convierte en receptáculo del soporte físico (el formato video en este caso), transformándose en el medio y el mensaje al mismo tiempo.

No busquemos más lógica narrativa en las imágenes planteadas por David Cronenberg. Quiero decir que ya es bastante, y que en el universo simbólico y alucinatorio que nos propone, bien está elucubrar y percibir antes que pormenorizar. Su sentido es el mismo que encontramos en el hecho de exhibir la vida privada, como (casi) todo el mundo hace. Pese a todo, Cronenberg lo muestra en una forma más directa y dinámica, sacando ilimitado partido a sus límites presupuestarios, resultando al cabo mucho más efectivo que la mayoría de las reflexiones metafísicas con que el maltrecho cine nos ha regalado en los últimos tiempos (¡nunca mejor dicho!). Razón por la que Videodrome se alinea, salvando las distancias que se quieran, junto a otros títulos interesantes y escasamente considerados como Agency (George Kaczender, 1980) o Están vivos (They Live,John Carpenter, 1988), respecto a la publicidad subliminal. Unos trampolines de denuncia bien entendida y ejecutada con gracia y desenvoltura.


Denuncia de los medios que tratan de convencer a la gente de lo que sea, dando la vuelta a las teorías de la comunicación y planteando una sociedad de la información alternativa. Ejemplo de ello es un Max drogado con cintas (insisto que da igual el formato, si es que lo hay), por unos y por otros, mientras que la mayoría ruidosa se limita a claudicar. Sin saber distinguir lo real de lo falso, Max se siente atraído irremisiblemente, y cuando desea rectificar, el daño ya está hecho. Teledirigido y literalmente programado (y contraprogramado) por vía de Videodrome, Max trata de rebelarse, pero la adicción es demasiado grande, y lo que resulta aún más peligroso, no se ve venir. Mientras nuestro protagonista se adentra más allá de la mecánica del cuerpo físico, para tratar de llegar al origen de lo que ha desencadenado, la película propone una voltereta final (narrativamente hablando), de lo físico a lo metafísico. Esto es, procesando una carne que se siente agredida por el entorno, y que somatiza de forma pirotécnica los desequilibrios mentales.

No en vano, ningún factor técnico es en sí mismo portador de valor moral, todo depende del uso que se le dé. Pero, ¿quién tira de los hilos de quienes tiran de los hilos? Los personajes de Videodrome tratan de averiguarlo, sin saberse esclavos de la red, y posteriormente, sabiéndose parte de un circuito.

Todo ello es posible y creíble gracias a los vigorosos efectos especiales de Rick Baker (1950), bien acompañados por la fotografía de Mark Irwin (1950) y la música de Howard Shore (1946; editada en su día por el sello Varèse), obsesiva y perturbadora, sin llegar a caer en el latoso dodecafonismo o la severidad de lo serial (todo un logro); su modesto pero rentabilizado sintetizador se asemeja en algunos pasajes al tenebroso órgano de una catedral.

En definitiva, ¿qué nueva servidumbre deparará al ser humano la futura tecnología?




¡A ponerse series! (XXXI): Galáctica, estrella de combate

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Unidades coloniales de Galáctica, preparados para interceptar (los cylones).

Una introducción evocativa, con la estupenda voz en español de Carlos Revilla (1933-2000), hace referencia a aquellos que enseñaron a los humanos, fuesen quiénes fuesen, y nos introduce en el universo de Galáctica, estrella de combate (Battlestar Galactica, Universal 1978-1979), una de las series más apreciadas y recordadas por toda una generación de televidentes (no haré referencia a su posterior remake porque nunca me ha apetecido verlo: no quiero decir que sea malo, sencillamente lo desconozco).

Lo curioso de este prólogo es que se sitúa fuera del escenario dramático de la serie; es decir, que es terrestre y no galáctico, siendo una reflexión desde la Tierra, que habla de nuestros posibles hermanos del cosmos.

Ideada por Glen A. Larson (1937-2014), responsable de muchas series icónicas de la época, Galáctica, estrella de combate cuenta con una potente banda sonora de calidad, compuesta por Stu Phillips (1929). La mejor edición, desde mi punto de vista, es la original de 1978 (editada en CD por un sello privado del propio Phillips, y más tarde, reeditada por Geffen Records e Intrada). Y lo es porque recogía todo el material sonoro del capítulo piloto, así como del resto de la serie. La posterior grabación de Varèse Sarabande (1999), dirigida nuevamente por el compositor, era eficiente, pero le faltaban los temas setenteros (disco) incorporados al mencionado piloto.

En realidad, este capítulo introductorio conformaba los tres primeros episodios de la serie. Fue producido por el especialista de efectos especiales John Dykstra (1947), y por Leslie Stevens (1924-1998), y dada su calidad, montado en forma de largometraje para su exhibición en las salas comerciales. En España fue editado en video y DVD de tal modo, como película independiente, rescatándose el resto de capítulos en formato DVD (en todas las ocasiones por Universal).

El director de este material al que se dio forma de película fue Richard A. Colla (1936), aunque a lo largo de la serie también intervinieron realizadores afines al medio televisivo, como Christian I. Nyby II (1941), Donald Bellisario (1935), Daniel Haller (1926), Vince Edwards (1928-1996), Rod Holcomb (-) o Alan J. Levi (-).


Los principales protagonistas de este épico retorno a casa son el capitán Apolo (Richard Hatch), el teniente Starbuck (Dirk Benedict), alérgico al compromiso amoroso; los pilotos Boomer (Herb Jefferson Jr.) -luego teniente- y Yoli (Tony Swartz), miembros todos del Escuadrón Azul; y por descontado, el comandante Adama (un estupendo Lorne Greene), padre de Apolo y Atenea (Maren Jensen), el coronel Tigh (Terry Carter), y el alevoso Baltar (John Colicos). A ellos se sumarán otros personajes de interés como la técnico de enfermería (y ex prostituta) Casiopea (Laurette Spang), uno de los personajes más entrañables de la serie; el sargento Greenbean (Ed Begley Jr.), la teniente Sheba (Anne Lockhart), la ex reportera Serina (Jane Seymour), el demoniaco conde Iblis (Patrick McNee, asimismo, voz del prólogo en la versión original), el simpático y farfullero capitán Dimitri (Fred Astaire), el profesor Ravashol (Dan O’Herlihy), los doctores Wilker (John Dulaghan), científico, y Salik (George Murdock), cirujano; los renegados Croft (Roy Thinnes) y Thane (James Olson), el androide Tenna (Britt Ekland), el alienígena Maga (Lance LeGault), la terráquea Brenda (Melody Anderson), el angélico John (un estupendo Edward Mulhare), y para aderezar aún más la grata macedonia, el quisquilloso y estricto Cronus (Paul Fix), comandante de la nave Celestra; los consejeros Sir Anton (Wilfrid Hyde-White), Sir Montrose (John Williams) y Sir Domra (John Hoyt), el fatuo comandante Cain (Lloyd Bridges), y al fin, el comandante Leiter (Lloyd Bochner), hostil representante de la extraterrestre Alianza del Este.


Los descartes de montaje en la edición cinematográfica, respecto al material que se pudo ver en la televisión, no son relevantes, aunque sí puede ser entretenido consignarlos. Básicamente, estos hacen referencia a algunas conversaciones privadas entre el coronel Tigh y el comandante Adama, en los aposentos de este último, así como entre Atenea y Starbuck, o Atenea y su padre; además de una nueva invocación a destruir nuestras armas por parte del desquiciado Uri (el estupendo y divertidamente paródico Ray Milland) en el bar galáctico. Lo más destacable, pese a todo, son algunas imágenes de Serina ejerciendo su profesión de reportera en el planeta Capricornio, y el epílogo entre el líder supremo de los cylones y Baltar, con el ajusticiamiento de este último. Huelga decir que, a diferencia del montaje cinematográfico, Baltar no muere en la serie, para proseguir con sus fechorías.

A lo largo de la misma también encontramos planos intercambiables, entresacados de otros capítulos. Incluso imágenes de archivo, como las recurrentes astronaves de Naves misteriosas (Silent Running, Douglas Trumbull, 1971), incluidas en los capítulos Los magníficos guerreros (The Magnificent Warriors) o La guerra de los dioses (War of the Gods), por medio de insertos y transparencias, denotando los problemas que sufre la flota para poder abastecerse de alimentos.

Pese a echar mano de estos planos, la realización ofrece a cambio secuencias de vuelo y batallas bien coreografiadas, además de un atractivo diseño de las naves, incluida la de los dioses celestes. Pero característica de Galáctica, estrella de combate es que no superpone el aspecto tecnológico al humano. Así sucede durante la escena del encuentro, a puerta cerrada y micrófono abierto, entre Tigh y Adama, en el hangar de lanzamiento, o con la charla padre e hijo, o la camaradería desplegada en el puesto galáctico, o antro de juego, que sirve de coartada a los oviones (unas hormigas grandotas) y los cylones, en el planeta Carillón (momentos del capítulo piloto).


Los nombres de las colonias responden a los doce signos zodiacales, y en verdad es una pena que no se incidiera más en este aspecto a lo largo de la serie, porque la aportación es magnífica. Aun así, se trata de una característica que trata de trasladarse, siquiera de forma somera, al carácter de algunos de los personajes de soporte.

Estas doce colonias, se piensa que fueron originarias de una cultura común, el llamado pueblo de Kobol, que será visitado por nuestros protagonistas en el doble capítulo El planeta de los dioses (The Planet of the Gods). Siguiendo con esta lógica, se cree que de él también partió una treceava colonia, que sería la correspondiente a la Tierra. De este modo, Kobol es el mundo madre de todos los seres humanos; no por casualidad, un émulo del Antiguo Egipto.

Entre los momentos más destacados, podemos citar el del cylon escacharrado y el posterior duelo en la calle de un poblado, en El guerrero perdido (The Lost Warrior). O el rayo de la “estrella de la muerte” de un mundo cubierto por la nieve (Un cañón en el planeta de hielo Zero: Gun on Ice Planet Zero). También la escena del paso por la minada Nova de Madagón, en el capítulo piloto, o la imagen de Apolo y Starbuck flotando en el vacío del cosmos en Fuego en el espacio (Fire in Space). Y aunque el compromiso entre Apolo y Serina descoloca un tanto a Starbuck, en El planeta de los dioses, queda claro que nada empaña la sólida amistad entre ambos.


Otros buenos momentos los encontramos cuando las estrellas desaparecen en un océano de oscuridad, en El guerrero perdido, donde, a lo largo de una maniobra de distracción, Apolo se ve forzado a aterrizar en un planeta con gente que habla el mismo idioma: humanos desperdigados por toda la galaxia serán una constante a lo largo del periplo de la Galáctica. Ello plantea situaciones ya clásicas en muchas series (salvando las distancias siderales), como el acercamiento a una viuda ranchera (Kathy Cannon) y su influenciable hijo (Johnny Timko), al estilo de Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1952), en el antedicho capítulo, así como un incendio a bordo de la Galáctica tras el ataque kamikaze de los cylones, mientras tiene lugar una delicada operación quirúrgica, en Fuego en el espacio; la rivalidad con una latosa leyenda viva, en este caso, el presumido comandante Cain, en el capítulo homónimo (The Living Legend; al menos servirá para que a su hija Sheba se le bajen los humos); o un asesinato en la flota, con el avieso fiscal de rigor (Brock Peters), y el consiguiente juicio (en el que Apolo actúa como esforzado defensor), en Asesinato en el Rising Star (Murder on the Rising Star); o en fin, el inevitable motín a bordo, seguido de un sepelio en el espacio, en Tomar la Celestra (Take the Celestra).

Por cierto, que el nombre del asesino en el señalado Asesinato en el Rising Star, -no desvelo la identidad del actor- es Caribdis, apelativo que responde al monstruo marino de la mitología griega, al igual que sucedía con uno de los nombres que se barajaban en un capítulo de la serie original de Star Trek(1966-1969), titulado Un lobo en el redil (A Wolf in the Fold, 1967).

A todo ello podemos añadir la atractiva particularidad de un Adama que consigna sus dudas y avances en un magnetofón (el diario de a bordo), o la bonita idea de un perro artificial, cuidado por Boxie (Noah Hathaway), un niño adoptado, como casi todo el mundo lo ha sido en este éxodo.


Pero no solo la Galáctica se ve asediada por los cylones. También lo es por el llamado Consejo de los Doce, órgano de gobierno cuyos delegados no comprenden (por algo son políticos), que la paz no se alcanza a cualquier precio, y menos al de sacrificar la dignidad, anulando los medios de defensa y claudicando ante los cylones (en suma, teniendo miedo a aplicar las leyes que han sido promulgadas). En este sentido, la soledad del comandante Adama es total, y responde a la de todo líder-guerrero que sí sabe establecer la diferencia entre atacar y defender; en definitiva, que se hace necesario para luego ser desechado. Su situación de desamparo queda bien expuesta cuando manifiesta, ante el presidente del Consejo (Lew Ayres), en el citado capítulo piloto, que nosotros amamos la libertad, la independencia, sentir, aprender y combatir la opresión. Por desgracia, sus palabras caen en el saco roto de un Consejo ajeno a toda realidad. Tras la emboscada a las colonias y sus emisarios de paz, solo la nave base Galáctica se mantiene en el aire.

Pero las amenazas no se han extinguido para sus supervivientes. El buenismo contraataca en la figura del consejero Uri, portavoz del no a la guerra; por descontado, en su vertiente más demagógica e irresponsable. Además, a la Galáctica se suman otros cruceros desperdigados de aquí y de allá, y el convoy espacial emprende el camino, sostenido más por la leyenda que por la certeza, hacia el mítico planeta llamado Tierra.

A esta esperanza de descender de una civilización común se aferran estos auténticos hermanos del espacio, ya que es duro imaginar que todo lo que constituye nuestra cultura perviva únicamente en una nave nodriza y en sus acompañantes.


Al asunto de destruir nuestras armas volverá a aparecer en otros capítulos, como el referido El planeta de los dioses o La fuga de Baltar (Baltar’s Escape), donde padecemos otra ventolera del Consejo, en forma de diálogo con unos criminales irredentos que repudian todo lo que represente el cumplimento de la ley. Política del Consejo, insiste la asesora Tinia (Ina Balin), en lo que es una fragrante falta de respeto a quien detenta la autoridad logística por derecho propio (Adama). Precisamente, será el comandante quien destruya los misiles que han sido enviados a la colonia de Terra, para devastarla, en Experimento en Terra (Experiment in Terra). En definitiva, el episodio se ceba en el ridículo de cierta diplomacia, ya puesta en entredicho en otro de los capítulos de Star Trek, titulado El apocalipsis (A Taste of Armageddon, 1967).

Claro que peor que Uri y el resto de consejeros es el conde Baltar (el impagable John Colicos), responsable de la aniquilación y ruina de las colonias, en lo que es una traición a su propia raza. Un malo como mandan los cánones, puro y desorbitado, aunque sus “razones” queden envueltas en las brumas de la imaginación y el pliegue espaciotemporal de los guiones. De hecho, elementos humorísticos se van incorporando a lo largo de la serie, de la mano del irónico robot Lucifer (Jonathan Harris), subalterno de Baltar, que asegura que los humanos están mal construidos, enseguida se estropean (Los jóvenes guerreros: The Young Lords), por no hablar de la megalomanía y cobardía del propio Baltar, que lo acercan más al universo de los dibujos animados antológicamente desprejuiciados, dando al traste con todos sus planes. Algo así como el Coyote del Correcaminos.


Especialmente interesante es La guerra de los dioses, donde el sibilino y omnisciente conde Iblis pasa de ser contemplado como un representante de lo paranormal en la galaxia, a ser tenido por el ángel caído. Sin embargo, lo extranatural persiste en la forma de unas luces espectrales, auténticos objetos volantes no identificados, tanto para humanos como para cylones. De hecho, los pilotos coloniales son literalmente abducidos por esta inmensa nave luminosa e interdimensional.

Como queda demostrado, Iblis no es precisamente una divinidad. Estamos luchando contra algo que no comprendemos, resume Adama, ante un Iblis que anticipa, esta vez de forma honesta, que la muerte no es el final. No obstante, será Apolo quien plantee la cuestión vital: si Iblis forma parte de una realidad ya establecida o predecible, ello significa que humanos (y humanoides) no tienen el control sobre sus destinos, añadiendo que la libertad de elección es piedra angular de nuestra civilización. Ejemplo de ello es Baltar, que cree estar a bordo de la Galáctica por propia voluntad, como un invitado, cuando lo cierto es que ha sido Iblis el que ha propiciado su entrega. ¿O es todo ello producto de la capacidad de Iblis para poder conocer el futuro de forma anticipada? La conclusión es que, como la polaridad forma parte del universo, el mal se hace necesario para dicha capacidad de elección. Así, como todo componente se bifurca en lo bueno y lo malo, el populista Iblis hace atractiva la idea de lo fácil, lo aparente, lo falsamente benigno, para lograr sus propósitos, que no son otros que los de crear adeptos. Le ha dado al pueblo lo que quería, precisa Tigh, a lo que Adama se pregunta por el precio que todos habrán de pagar. Curiosamente, será el comandante de la Galáctica quien demuestre poseer ciertas habilidades telequinéticas, contempladas en su adiestramiento militar, en otro simpático acierto del guión. Como lo es que Iblis no permita a Sheba contemplar el cuerpo de su padre, desaparecido en combate; o finalmente, la equiparación de las luces atrayentes y misteriosas con entidades angélicas.


El antedicho podría haber sido el último capítulo de la serie, narrativamente hablando, al poseer los tripulantes de la Galáctica los parámetros espaciales que permiten acceder al emplazamiento de la Tierra (dados por los seres angélicos). Pero aún quedan varias aventuras destinadas a los tripulantes y pasajeros de la Galáctica y su flota, y más particularmente, a los integrantes del Escuadrón Azul. En El hombre de las nueve vidas (The Man with Nine Lives), el trapisondista capitán Dimitri (recordemos, Fred Astaire), se postula como posible padre de Starbuck, ya que, como tendremos ocasión de saber, el teniente es huérfano y ni siquiera conoce su verdadera edad; solo que es oriundo de Capricornio.

Por otro lado, en Saludos desde la Tierra (Greetings from Earth), la Galáctica topa con unos (descendientes de) humanos hibernados, un procedimiento de suspensión curiosamente desconocido por nuestros protagonistas. Además, tales humanos resultan ser incompatibles con la atmósfera de la nave, debido a la diferencia de presión. Según parece, los nacidos en las colonias de Terra (a su vez, otra colonia de la Tierra), no pueden regresar a ella debido a esa diferencia con la atmósfera.

En otro acierto de guión, las patrullas de largo alcance se ven en la necesidad de establecer periodos de sueño. Además, el capítulo plantea un interesante interrogante, al advertir acerca de por qué no establecerse en cualquiera de los mundos habitables que la Galáctica va encontrando a su paso, camino de la Tierra. Son comunidades rurales remotas, aunque aptas para la vida. Pese a lo cual, la Galáctica continuará colisionando con la jurisdicción del Consejo de los Doce.


La serie concluye de forma algo abrupta pero adecuada con La mano de Dios (The Hand of God). En este episodio se plantean nuevas cuestiones de interés. Como, ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que se ha captado una señal terrestre a bordo de la Galáctica? ¿Y a qué distancia de ella se encuentra? ¿Es esta señal una trampa de los cylones, o también son ellos receptores de la transmisión? Y en última instancia, ¿y si a la Tierra llega antes una avanzadilla cylona o una de sus destructivas naves base?

En La mano de Dios son bonitas las imágenes de Apolo y Starbuck, solos en el observatorio de la Galáctica. En cualquier caso, así puede cada uno completar la historia de su recorrido a través de su propia imaginación. Enfrentándose a los cylones y a las ocurrencias del Consejo, prosigue la Galáctica su esperanzado viaje por el espacio.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (LXIX): El hombre de las pistolas de oro, de Edward Dmitryk

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El sheriff de Warlock, Ray Thomson (Walter Coy) es dejado solo ante el peligro. Así, El hombre de las pistolas de oro (Warlock, Fox, 1959) se inicia con un duelo en el que el representante de la ley está sentenciado de antemano. Sin embargo, Ray pierde el duelo pero no el honor o la dignidad, auténticos soportes del relato. El realizador y productor Edward Dmytryk (1908-1999) ha mostrado antes al personaje, en uno de los momentos más dramáticos de la película, contemplado su nombre inscrito en una lista con los antecesores en el cargo, caídos en el cumplimiento del deber. Desde el principio queda establecido que Warlock es un pueblo de cobardes.

Johnny Gannon (Richard Widmark) también forma parte del grupo de alborotadores que, finalmente, se decantan por el asesinato (de un indefenso barbero). Pero algo lo distingue de los demás, y es el hecho de que Gannon sabe que, igual que puedes ganar, puedes perder, y que donde no hay ley y orden, como reclaman los ciudadanos (los que se atreven), ha de haber otro quid pro quo antes o después.

Algo que no todos comprenden, como el engorroso juez Holloway (Wallace Ford), que es incapaz de aceptar que no es lo mismo atacar que defenderse, por mucho que se sigan pretendiendo equiparar ambos procederes. Total, entre que la ley forma parte de un rito sacrificial, y los ciudadanos no se atreven a tomar cartas en el asunto, el pueblo de Warlock permanece varado, a merced de los maleantes capitaneados por Abe McQuown (Tom Drake).

A pesar del clima de tensión y confusión que atenaza al pueblo, la solución apunta a un comisario a sueldo, Clay Blaisedell (Henry Fonda). De hecho, la señorita Jessie Marlow (Dolores Michaels) diagnostica bien la situación al preguntar a sus conciudadanos si esperan que el tal Blaisedell haga frente a la banda de desalmados enarbolando únicamente su fama, su mirada… o sus revólveres de oro. Forma parte de un reducido grupo que se aviene a la imposición de la ley como mal menor, aunque tal exigencia se suela revestir de connotaciones estrictamente negativas; sobre todo, teniendo en cuenta la naturaleza del ser humano (un conflicto universal, el del mal necesario, magníficamente sostenido en El hombre que mató a Liberty Valance [The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962]).


Como podemos ver, el camino hacia el orden y la disciplina no está libre de escollos e incomprensiones. El propio Blaisedell es consciente de ello cuando, en uno de los momentos más sublimes de una película que no carece de ellos, relata a Jessy la cadena de acontecimientos que les aguarda, a él y toda la población de Warlock, por haberlos vivido antes (lo que se suele llamar la voz de la experiencia).

Clay no se encuentra solo, le acompaña en su devenir casi legendario su amigo, el jugador Tom Morgan (un espléndido Anthony Quinn), que padece una severa cojera. Un alegórico impedimento, más que un defecto, aunque en la película haya quien no lo entienda así. Al igual que sus pistolas, Tom transporta de ciudad en ciudad el cartel de una casa de juegos, The French Palace. Más que esclavo del pasado, Morgan es el satisfecho portador de una vida íntima plena, que pretende sea inmutable. El ex crupier cuida con enorme celo la salvaguardia de Clay y recela de la compañía femenina.

Pero antes de que llegue la hora de las pistolas se hace necesario haber hecho cierto alarde de coraje, honestidad y resolución. Los colts son para lucirlos los domingos, especifica Clay, en el sentido de formar parte de su realidad cotidiana; como queda dicho, ambos están fabricados o bañados en oro. El primer enfrentamiento es verbal, acontece en el saloon y está servido admirablemente en sus prolegómenos. No obstante, es solo cuestión de tiempo que los asesinos conducidos por el líder McQuown vuelvan a atacar.

En tanto Clay se hace respetar, Tom Morgan y Johnny Gannon quedan al margen de dicha sociedad o vida doméstica, como la califica Tom. No en vano, ambos personajes no son invitados a una boda. Respecto a Morgan, el ser un tullido, como a su vez lo define Lily Dallas (Dorothy Malone), puede entenderse como un sinónimo de su (¿platónica?, ¿compartida?) relación con Clay. Conocer a uno es conocer al otro, reconoce Lily, la cual, resabiada contra Clay, ha efectuado muchos kilómetros para ajustarle las cuentas a este último, en nombre de su malhadado prometido.


El caso es que todos necesitan de la tarea ingrata y mal vista que desempeña el comisario a sueldo, pero una vez cumplida su misión, este es despreciado. Para Clay, la compensación resulta, con todo, bastante grande, pues consiste en su libertad de criterio y de movimientos. Pero la narración va más allá. Johnny Gannon acaba aceptando el puesto de sheriff de forma legal (o así), en tanto que Tom libra a Clay de una amenaza de muerte (un contratado por Lily).

Además, Dmytryk muestra el progresivo sinceramiento entre Johnny y Lily, y entre Clay y Jessy, una pareja tras otra. Son cuatro vidas distintamente alteradas por la violencia (pese a que defenderse no sea defenderla), que tratan de salir adelante, mientras comienzan a conocerse mutuamente, en sendos almuerzos: ese echar raíces que teme Tom.

Lo celos de este último no hacen esperar. Si no eres comisario no eres nada, le recuerda a Clay, a lo que este replica que quizá hayamos agotado todas las ciudades. Aún así, Clay reconoce que, fenecida una parte de sí mismo (Tom), siempre he vivido de esta forma; por lo que me tendré que buscar otro Morgan. Como un gesto simbólico de lo que hasta ahora ha sido su vida, Clay arroja sus famosos revólveres dorados al suelo (para abrazar la parte más convencional que le ofrece el relato: su establecimiento definitivo con Jessie). Veamos si Warlock sabe defenderse a sí misma, concluye el comisario que ha despertado a la ciudad de su agónico letargo.


Entre Tom y Clay, e incluso entre Clay y el pueblo de Warlock, queda Johnny Gannon, defensor autorizado de la ley. Ambas vertientes, oficial y oficiosa, pero siempre del bando de la legalidad, se reúnen sin intermediarios en la prisión del pueblo, para charlar y exponer sus puntos de vista, poco antes del enfrentamiento definitivo con los secuaces de McQuown. Un encuentro propiciado por la inhabilitación física que ha sufrido el redimido y voluntarioso Gannon. Con lo que, mutilada tal posibilidad de hacer justicia por segunda vez (la primera lo fue gracias a la cobardía de los propios ciudadanos), la población habrá de recurrir nuevamente a Clay (y Tom). Hasta que, al fin, recibe Gannon el apoyo de una ciudad que despierta, tras haber asistido a los últimos y merecidos reproches que les dedica Clay, con toda justicia.

El segundo enfrentamiento es en la calle, mostrando Johnny su apoyo a Clay, tras haber mediado sin resultado (como representante oficial de la legalidad, recordemos), ante los secuaces de McQuown. Ubicado cada uno en su lugar reglamentario, tan solo queda la soledad de Tom Morgan, que es lo más parecido a un suicidio sentimental.

Magnífica esta película de Edward Dmytryk, basada en una novela de Oakley Hall (1920-2008), adaptada para el cine por Robert Alan Aurthur (sic) (1922-1978), con fotografía en cinemascope del estupendo Joseph McDonald (1906-1968).

Escrito por Javier Comino Aguilera


La familia Bèlier, de Eric Lartigau

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Una tendencia común a toda una serie de películas es la transmisión de un ideal de superación y de sueños cumplidos gracias a la aceptación de los demás. Hablamos de obras positivas e idealistas donde los personajes resultan agradables, el conflicto nunca llega a ser excesivo o demasiado tétrico, y donde el final pretende una catarsis en la que el espectador sienta que, como sus personajes, también puede alcanzar sus metas pese a la adversidad.

La película francesa La familia Bèlier (Eric Lartigau, 2014) entra dentro de esta categoría aportando además un planteamiento original cuyo desarrollo se decanta más por la comedia de enredos que por otras posibilidades más atrevidas.

Para empezar, nos sitúa en la vida de Paula (Louane Emera), una joven adolescente que vive en la una familia marcada por dos factores relevantes: su apego a la vida campestre, dado que tienen y viven de su granja, y la sordera de todos sus miembros, salvo de la propia Paula.

No obstante, no pretende el argumento acudir a melodramas baratos, dado que no hay ningún trauma en esta situación, más bien es la normalidad para Paula que debe tratar de justificarla o explicarla a quienes la desconocen. Ella se encarga de todo lo relativo a comunicarse con el mundo: banco, médico y hasta el uso del teléfono. Ahora bien, llegada ya la adolescencia, comienza un primer interés amoroso que la llevará a descubrir su talento para la música. Un talento que su familia no puede comprender, pero que a ella la impulsaría para un futuro brillante.


Esta sencilla historia tiene además varias subtramas que nos sitúa a cada personaje en un panorama poco común, a fin de evitar caer en tópicos en relación a los miembros sordos de la familia: el hermano menor de Paula tiene buena capacidad para ligar, además de una simpatía peculiar, el padre trata de impulsar su carrera política como alcalde de la ciudad y su madre sueña con mantener los lazos familiares en un momento crítico. Todo ello enmarcado en la peculiaridad de que la protagonista es extraña dentro de su familia por un rasgo más que evidente, pero que marca una distancia difícil para su sueño. No se aleja mucho de convertirse en una metáfora de los sordas que están algunas familias a la auténtica identidad y vida de sus hijos.

Como resulta obvio, el argumento avanzará en torno a la cada vez más pronunciada ausencia y rebeldía de Paula mientras oculta a su familia la verdad de unos ensayos que, de ser descubiertos, serían prohibidos. Sin embargo, también nos muestra cómo todos tratan de sobrevivir sin su ayuda, aunque para ello caigan en errores obvios. Tanto su familia como ella deben aprender de la situación y afrontarla, algo que hacen sin temor, como bien representa el carácter del padre al enfrentarse a una candidatura política. Todos los detalles de creación de personajes provocan que sean simpáticos para el espectador, pero no complacientes.


Paula quiere brillar y para ello, deberá afrontar uno de los grandes retos de la vida, es decir, salir de su área de confort, adentrarse en un mundo que le resulta ajeno y romper en cierta forma con el status quo de su familia, lo que podría suponer una ruptura para todos. Como resulta evidente, la película trata de transmitirnos buenas sensaciones y su resolución es más que obvia, pero en este caso, la valoración depende más del camino realizado que de la meta. 

En resumidas cuentas, aunque previsible, es agradable, tiene un buen y original planteamiento y personajes bien definidos, pero en ningún caso arriesga más de la cuenta ni propone sensaciones más agridulces que hubieran beneficiado al conjunto. Tampoco acaba por decantarse en hacer una valoración más social, aunque apunta a ello en ciertas escenas, y en muchas ocasiones, el drama adolescente salpicado de bromas varias acaba siendo la nota predominante de la cinta. Música, esperanza, familia peculiar y una tarde sin grandes expectativas son los componentes a tener en cuenta para acercarte a La familia Bèlier


La daga, de Philip Pullman

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Luces del norte (1995) transmitía la sensación de ir acumulando aventuras para la pequeña Lyra sin importar demasiado el rumbo a seguir. Había ciertos pasajes que nos hacían vislumbrar algo mayor, pero como si acaso todo lo vivido por la protagonista no sirviera de forma directa a ese fin determinado al que se dirigían los libros. En cierta forma, La daga (1997) confirma estas sospechas, porque, de pronto, nos encontramos desligados de ese mundo que ha creado Pullman que no se aleja tanto del nuestro y chocamos con la realidad del multiverso, de un mundo bisagra y de una Tierra que bien podría ser la nuestra. 

Y aún con todos esos elementos, en esta más breve obra, se consigue dignificar todos los elementos que la componen sin avasallar, siendo una novela más centrada, más madura y más enfocada a un futuro inmediato. No obstante, sigue arrastrando el problema de las incógnitas que se amontonan: ¿qué nos quiere contar Pullman realmente y cuáles son sus dimensiones? ¿Por qué estas historias más o menos pequeñas pretenden estar conectadas con una guerra de dimensiones divinas?

La novela se inicia de forma trepidante con la presentación de un nuevo personaje, Will Parry. Este muchacho de doce años arrastra consigo la enfermedad de su madre, que vive aislada en su propia cabeza, la ausencia de un padre explorador y la persecución a la que es sometido por un grupo de personas misteriosas. En una de esas ocasiones, acaba con la vida de uno de estos hombres de forma accidental y, en su huida, encuentra una ventana hacia otro mundo, un lugar misterioso donde los niños se mantienen con vida mientras los adultos deben huir de los espantos, criaturas que les arrebatan la cordura... o el alma. Allí conocerá a Lyra, la portadora del aleitómetro. Ella confiará en él y llegarán al acuerdo de colaborar mutuamente, aunque sin sospechar que sus destinos ya están marcados y que son muchos quienes tratarán de impedir que logren sus metas.

Sin duda, uno de los puntos interesantes de esta novela es la incorporación de Will, que a pesar de ser un niño, otorga una trama más realista y seria que las aventuras fantásticas, pero algo infantiles de Lyra. En este nuevo personaje notamos una percepción del mundo más sombría, lo que conjuga bien como contrapunto con el idealismo tan puro y blanco de la protagonista de Luces del norte. En gran medida, la oscuridad de este segundo volumen supone una mejora con respecto a la primera historia, donde a veces escaseaba cierta madurez, perdida más por la sensación de encontrarnos ante un cuento. Aquí se han dejado atrás los largos viajes con gipcianos o los osos polares, se ha reducido en un tipo muy determinado de fantasía para potenciar elementos más enigmáticos, como la susodicha daga (objeto bastante interesante que hace buena dupla con el aleitómetro), las ventanas a otros mundos, los espantos, los ángeles o incluso la reaparición de las brujas, personajes de gran importancia que se deciden a buscar y proteger a Lyra.


Lamentablemente, de nuevo existe la sensación de que lo relevante está oculto o alejado de las aventuras que estamos leyendo. Lord Asriel vuelve a estar ausente en gran parte del relato, a pesar de que se suponía que Lyra lo perseguía. De nuevo, hay menciones a la profecía que influye a Lyra, sobre lo que casi al final de la novela se da un paso más, pero no es suficiente. La historia global avanza excesivamente despacio para la cantidad de pequeñas aventuras que sufren los personajes. Incluso en ocasiones son aventuras motivadas por acciones tontas de estos protagonistas: la forma en que se pierde el aleitómetro o no se hace uso de él pese a lo útil que resultaría, la misión que les encargan a cambio de poder recuperarlo o la permanencia de Lyra y Will en la ciudad de los niños a pesar de ser conscientes del peligro en que se encuentran. Ello sin contar lo incoherente que resulta la rapidez con la que la villana, la señora Coulter, consigue todo aquello que necesita o quiere para perseguirlos o viajar entre mundos, que contradice todo lo que sí tardan las brujas, por ejemplo, o Lee Scoresby. De este último debemos resaltar su trama, que a pesar de tener un inicio anodino, va ganando tanto en su desarrollo como en su devastador final, que se convierte en uno de los mejores y más álgidos momentos de la saga. Incluso en emotividad supera el desenlace de Roger en Luces del norte, más caótico y repentino.

En definitiva, La daga abrevia el camino tortuoso en que podría convertirse la saga si seguía encaminada el exceso de aventuras y viajes sin un fin determinado, otorgándonos además situaciones más dramáticas, un mejor entendimiento del multiverso y del telón de fondo de la historia, incluyendo un refinamiento de las críticas a la autoridad religiosa, en este caso, y varias escenas duras, pero más sentidas que las vistas en el final de Luces del norte. Sin embargo, sigue ofreciéndonos algunas aventuras originadas de forma pueril o algo tonta, algunos momentos de clímax que, en realidad, pueden resultar ridículos o cierta incoherencia en el desarrollo de los acontecimientos, especialmente entre los villanos. Se desaprovecha, por otra parte, el juego que podría haber dado el contraste entre mundos, dado que todos parecen adecuarse bastante rápido a la nueva situación. En cierta forma, La daga arrastra algunos problemas que, supongo, estarán presentes en toda la saga literaria, pero consigue sentirse más cautivadora, mejor escrita y más centrada. 




Noticias: Próximamente en BdC

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Torre de la Vela, fotografía de LJ
Con una primavera desorientada, hemos pasado abril con el alivio de encontrar siempre un buen libro, una buena película o algún episodio que nos satisfaga. Por ello, nos habéis seguido acompañando con más de 13000 visitas, tanto los lectores anónimos como aquellos que nos seguís por distintas redes: Blogger, con 179, en Twitter con 617 o en nuestra página de Facebook, con 176.

Sobre todo hemos disfrutado de películas, con clásicos como la original del El planeta de los simios, obras ligeras como La familia Bèliero nuevas incursiones en el western con El hombre de las pistolas de oro. Además, hemos viajado muy lejos con la serie Galáctica. Tampoco ha faltado nuestro repaso a una novela juvenil continuando nuestro análisis de La materia oscuracon la segunda entrega: La daga.

Durante los últimos meses hemos tenido una actividad algo más baja, pero intentamos ser constantes y aumentaremos en los próximos meses. Esperamos vuestra compañía.

Un saludo del administrador,
Luis J. del Castillo

PD: Os dejamos con el trailer de una nueva película de animación, Fireworks, no tanto por recomendarla, sino también para conocer el canal de Youtube que publicita su trailer: Selecta Vision, empresa que está llevando a cabo una gran labor en el terreno del anime en España. En su canal, podéis ver simultcast gratuito, licenciado y con subtitulado oficial de series como Ataque a los titanes o los nuevos episodios de Sakura, cazadora de cartas.



"¡Hay tantas maneras de leer, y hace falta tanto talento para leer bien!"
                  - Gustave Flaubert (1821-1880)



Laura, de Vera Caspary, y adaptación de Otto Preminger

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Emprendo este comentario de la novela Laura (1942; Alianza 2016), pieza de la autora norteamericana Vera Caspary (1899-1987), no sin antes advertir al lector primerizo del giro que estructura la segunda mitad de la misma (y consecuentemente la película), sin el cual se hace imposible proseguir todo comentario (sin embargo, ¡ello no significa que les vaya a anticipar el desenlace señalando al asesino!).

Procedamos entonces. Escritor y autoridad en materia de crímenes, tal y como Vera Caspary lo define, Waldo Lydecker comienza por plantearse y plantearnos, al inicio del libro, una muy interesante reflexión. ¿Habría llegado Laura a ser tan conocida de haber llegado a vieja? (I: I). Es una buena paráfrasis de la célebre y terrible sentencia vive deprisa, muere joven y haz un cadáver bonito, a la que se le añaden algunos matices existenciales y hasta mediáticos.

En efecto, el tiempo parece haberse detenido (siquiera con un crimen), aparte de para la víctima, para algunos de los personajes. En el caso del columnista Waldo, este resulta ser el pulcro representante de una categoría elitista, que hace y deshace ídolos a conveniencia o capricho, como da a entender oblicuamente al referir su primer encuentro con Laura (I: I). Haciendo gala de una sensible insensibilidad y una oratoria algo afectada, Waldo se describe así mismo -y es descrito por la autora, en dos procederes que son uno solo-, como ególatra, clasista, y tal y como Waldo determina, ya de una forma directa, fiel a mis prejuicios (I: II). A diferencia del individuo mostrado en la posterior adaptación cinematográfica, se trata de una persona de aspecto grueso en lugar de enjuto. Pero lo que no varía es el hecho de que toma a Laura bajo su tutela y mecenazgo particulares, siendo quien narra la primera parte de la historia (de las cinco en que se divide en libro), ocupando el puesto habitualmente ejercido por el detective (¡tal es su egocentrismo!).

En efecto, las voces narrativas se irán alternando, como tendremos ocasión de comprobar, procurando una estructura moderna y singular (pero no embarrullada, intertextual o metalingüística), que es definitoria de la novela. Abundando en ello, Waldo es un narrador que incluso se complace en no haberse rebajado a escribir una historia de misterio (¡como la propia autora hace!) (I: II). La ironía es que nos narra los hechos de la novela como si lo hiciera, aunque indirectamente la entienda como un relato de amor y de humor, y no como un cuento detectivesco (I: II). Consciente de su papel de narrador, pero inconsciente del encaje que juega en él, Waldo se emplea como demiurgo al asegurar que describiré escenas que nunca vi y registraré diálogos que no escuché(I: II y V). Con lo que la narración queda impregnada de un acentuado sarcasmo (ese humor al que hacía referencia).

Más aún, la autora también define a sus personajes a través de comentarios procedentes de otras materias, como la astrología, cuando por boca de Waldo este asegura que, para Laura, siempre fui jupiterino (expansivo, social), en tanto que el policía Mark McPherson es visto como saturnino (garante del orden establecido y severo guardián del tiempo policial) (I: I). Es este un comentario aparentemente casual, y no reiterado en la novela, pero no por ello carente de interés. Hasta me permito añadir que ciertamente resulta Waldo sagitariano (regente de Júpiter), sin mesura y con un desprejuiciado sentido del humor (y el amor), al igual que McPherson se conduce de forma claramente capricorniana (reglamentada), sin renunciar por ello a sus capacidades más emotivas.

Nueva York, años 40.
Pero si Waldo parece erigirse en el principal protagonista de la novela, por encima de Laura Hunt, es gracias a ese carácter expansivo, que hace que no le falten recursos y calificativos. De este modo, también reflexiona acerca de la naturaleza del policía. Si a lo dicho sobre Laura agregaba que era la típica chica de pueblo que llega a la gran ciudad (es de Colorado Springs, I:I), de McPherson se pregunta ¿cuándo iba a tener un sabueso la oportunidad de ir a la universidad?(I: I). Las circunstancias narrativas determinarán que no estamos ante unos personajes tan estereotipados, lo que incluye a la tía de Laura, Susan Treadwell; la criada Bessie (I: VI), y Shelby Carpenter, novio de Laura, aparte de otros personajes como el marchante de arte Lancaster Corey (I: VII).

Además, Vera Caspary proporciona al libro su propia banda sonora: los personajes de la novela gustan de los famosos estándares y composiciones de George Gershwin (1898-1937), Jerome Kern (1885-1945), Duke Ellington (1899-1974), Oscar Hammerstein (1895-1960), Benny Goodman (1809-1986), Sibelius (1865-1957) o Beethoven (1770-1827).

Con la segunda parte cambia el punto de vista narrativo, que pasa a ser el de McPherson. Ahora yo continuaré la historia, advierte al lector, conociendo lo escrito de antemano; tal vez porque Waldo dejó una relación muy precisa de lo acontecido hasta ese momento, bien para su archivo personal, bien para formar parte de un nuevo artículo (II: I). El tono introducido por el policía se corresponde con una mudanza en la perspectiva argumental del relato. Para quiénes recuerden la película, es aquí donde se produce su célebre encuentro con Laura Hunt, en un estado cercano al duermevela, en tanto que el tránsito de la primera parte a la segunda sobreviene tras la significativa cena entre Waldo y McPherson (I: VIII).

Todo ello proporciona una cualidad orgánica a la novela, que se construye por medio de varias voces narrativas, sin que, en principio, mediara intención de ello.


Por mudar, lo hace hasta la identidad de la víctima, pues la asesinada resulta ser una conocida de Laura, que además se entendía con Shelby. Responde al nombre de Diane Redfern, y la confusión viene originada por la naturaleza del crimen: una cara destrozada por unos mortíferos perdigones, la presencia de la víctima en el apartamento de Laura, y la ausencia temporal de esta última (II: I). En el apartamento de la joven publicista se van congregando Bessie, Shelby y Waldo, alternativamente o todos a la vez, aparte de la reaparecida difunta. Y cuando el relato se focaliza en el descubrimiento del criminal y el deseo que Laura desata en el policía, por medio de su belleza apresada en un cuadro, Vera Caspary no olvida referirse a la auténtica víctima material del relato, por vía de McPherson. Lo hace a través de su prosa directa e inspirada, de felices asociaciones (esa escalera de suicidio) (II: X).

La tercera parte es la más breve y se estructura en torno a una transcripción taquigráfica, por la cual se determina que Shelby estaba en el apartamento cuando ocurrió el crimen (sin que esto le exima o responsabilice del mismo). En la cuarta parte, es Laura, que como queda dicho, trabaja de publicista, la que pasa a ser la narradora. Nadie mejor que ella para hacernos partícipes de su propia psicología (por medio de la autora, que puede ser contemplada como una médium), así como del resto de personajes conocidos por ella, pues de alteración de un psiquismo va precisamente el libro. Especialmente aguda es su descripción del carácter del sentencioso, locuaz y posesivo Waldo (posesivo en cuanto a Laura y consigo mismo).

Retrato de Laura para la película
Vital es señalar que el enamoramiento de Mark es recíproco. Sin prisa pero sin pausa, llega Laura a apreciar la honestidad y pretensiones del policía. Por mucho que Waldo pretenda convertirla en uno de sus adornos estéticos, tratando de convencerla de que tú y yo vivimos en un mundo irreal, castrado(IV: V). Con lo que, el cronista de realidades sórdidas y chismosas, evidencia su existencia fuera de la realidad, tratando de cerrar su privativo círculo. En esta parte del libro, está a punto de acontecer el segundo crimen.

En el quinto y último segmento, entra de nuevo en juego la psicología; esta vez, por parte de McPherson. Las pistas del carácter de una persona son las únicas que, sumadas, permiten resolver los crímenes más refinados, concluye el teniente, en la línea de un Hércules Poirot o un Maigret. La integridad del personaje queda igualmente indicada por el hecho de que, pese a que a Mark le ha sido arrebatado el protagonismo mediático, gracias a un subcomisario, él es, en justicia, el verdadero protagonista del relato en su vertiente tanto policial como psicológica. Un terreno donde nadie le preveía vencer, pero que lo equipara a los célebres detectives antes mencionados. Como resume la tía Sue, la selección natural es nefasta, excepto en la jungla(IV: IV).

Son estos aspectos de la novela los que hacen olvidar algunas inconsistencias, semánticas más que gramaticales o de estructura. Como lo improbable de un crimen así (disparar de inmediato a quien abre una puerta, sin reconocer antes a la víctima: lo que en la película se resuelve comentando que este acto se produjo a oscuras). O asimismo, la circunstancia de que Shelby mantenga la farsa respecto a la auténtica identidad de la víctima.

Es sintomático que en la adaptación cinematográfica del mismo nombre (Fox, 1944), los títulos de crédito se impresionen sobre el retrato de Laura Hunt (Gene Tierney), denotando así la importancia que van a tener sus encantos (no solo físicos, también connotativos) sobre el resto de los protagonistas masculinos; sobre todo, Waldo Lydecker (Clifton Webb) y Mark McPherson (Dana Andrews). Del mismo modo que se pone de manifiesto cómo los objetos artesanales son para Waldo algo más que unos meros fetiches de coleccionista. Poseen vida propia.

Justamente, con la voz en off de Waldo se inicia el relato (al igual que sucedía en la novela), mientras la cámara acomete una descriptiva y personal panorámica por el salón de su apartamento. Esta muestra sus valiosos jarrones y filigranas de cristal; en definitiva, parte de las posesiones más apreciadas por el escritor. El relato oral de Waldo añade la pieza que falta: Laura. Aparte de advertir sobre la presencia de un intruso en este cuadro viviente, Mark McPherson, el inconfundible policía, tal y como el articulista lo califica. Pese a la diferencia de naturaleza y temperamento, cierta corriente de simpatía surge entre ambos, así como cierta imbricación psicológica.

Tal es el arranque de Laura, producida y dirigida por Otto Preminger (1905-1986), según el guion de Jay Dratler (1911-1968), Samuel Hoffenstein (1890-1947) y Betty Reinhardt (1909-1954), y la franca fotografía de Joseph LaSelle (1900-1989), con alguna aportación de Lucien Ballard (1904-1988).


La película presenta a un Waldo algo más encantador, aunque igual de inmodesto que el de la novela. En cualquier caso, resueltamente apuesto y, en palabras de Laura, comprensivo en sus escritos más que en persona (aunque esta es una impresión que ella tiene de su primer encuentro). El resto de personajes mantienen su compostura literaria, si bien, incorporando algunos matices: el novio, Shelby Carpenter, queda descrito bajo los rasgos inevitablemente aviesos de Vincent Price (1911-1993); la tía, aquí llamada Ann Treadwell (la estupenda Judith Anderson), muestra a las claras su atracción fatal por Shelby (una eficaz forma de subrayar que se trata de otra sospechosa del crimen), y finalmente, la doncella Bessie (Dorothy Adams), se conduce de manera algo más arisca con el policía, aunque con análogo pundonor que en la novela.

La planificación de Otto Preminger es modélica. Baste mencionar el interrogatorio a dos bandas sostenido por Mark y Waldo, acompañados de Ann Treadwell (con un Waldo arrobado ante la psíquica fisicidad -concédanmelo- del policía). La cámara se desliza con idéntica significación entre Waldo, Shelby Carpenter y Mark, en el apartamento de Laura. Allí, deja el columnista claro que todo lo referente a Laura me concierne.


Guionistas y director respetan escrupulosamente la obra original, en su argumento y estructura narrativa (trasladada literalmente a la película). Así sucede con la escena de Waldo y Mark en el restaurante, o con el flashback del primer encuentro de Waldo con Laura. En esta misma línea, Preminger intercala fragmentos visuales de la vida de la joven dada por muerta. Hasta Laura le ofrece el mismo producto a Waldo para que lo avale con su prestigio periodístico (una pluma estilográfica). Tras el ingrato primer encuentro, donde una vez más entra en liza el aspecto psicológico, por medio de la costumbre de Waldo de almorzar sin interrupciones, este se disculpa con Laura, para acabar impulsando su carrera, y de paso, espantarle los posibles pretendientes. Ella tenía auténtico magnetismo, explica el escritor regresando a su presente. La imagen (inédita en la novela) que lo descubre en la bañera, donde acomete sus artículos (¡o parte de ellos!), es otro de estos aciertos que tratan de describir cabalmente al personaje.

Como acierto es que la víctima real del crimen, Diana Redfern (Dorothy Christy), entre en escena antes de que se sepa que es la asesinada, y no después, como se exponía en la novela. No obstante, al igual que sucedía en el libro, tras el encuentro en el restaurante de Mark y Waldo, la película también vira su punto de vista hacia el teniente de la policía, quedando bien establecido que el carácter desenvuelto e independiente de Laura es un sustancioso alimento para los celos. Los servicios prestados serán una deuda de gratitud que el mecenas y protector está dispuesto a cobrarse. Por algo, la gente está presta a desacreditar antes que a tender una mano, tal y como certifica Laura.


Se suele recordar el tema principal compuesto por David Raksin (1912-2004), con toda justicia. Sin embargo, el mejor segmento musical de la partitura es, desde mi punto de vista, el que acompaña psicológicamente los movimientos de McPherson, a solas en el apartamento de Laura (en menor medida ocurre después, hasta la interrupción de una llamada telefónica y la inesperada visita de Waldo, en idéntico escenario). En esta secuencia, Mark calibra la situación y descubre su amor por Laura, observando su retrato. No en vano, el detective acaba comprando el cuadro de Laura Hunt. Cuando ella reaparece, ya no está enamorado de un cadáver, y la rueda criminal vuelve a girar.

Otros cambios que para nada alteran la sustancia del relato (si acaso lo concentran), son el hecho de que Mark sigue a Shelby hasta la casa de campo (en lugar de un oficial, como en la novela), tras el reencuentro de ambos con Laura (y no antes, como de nuevo sucedía en la novela). Además, el asesino contraataca mientras tiene lugar una emisión radiofónica previamente grabada. A lo que podemos añadir que el arma no está oculta en un accesorio (no diremos cual), sino que es una escopeta guardada en el interior de un objeto valioso (que igualmente presupone para el asesino un símbolo de su estatus). Asimismo, Mark se distrae estratégicamente con un juego magnético de baseball, para calmar los nervios o exasperar a los demás. El policía es tristemente incomprendido por el resto de los personajes (incluso por Laura, salvo al final). Pero esto es algo asumido. Por ejemplo, cuando Mark se lleva detenida a Laura, en otra espléndida escena. Lo hace para destapar al asesino, al igual que acontecía en la novela. De hecho, Mark se acerca a la sospechosa como un galán amartelado cuando la interroga, y se alivia al comprobar que Laura ya no está enamorada de Shelby…


Por descontado, esto hace que se desaten los celos de varios de los personajes; sobre todo Waldo: Laura ha de ser de él o de nadie, recuerda Mark. Sin embargo, de la identidad del asesino -o asesina- seguiremos sin soltar prenda.

Como despedida de esta inolvidable película, recordemos las palabras de los guionistas y de Preminger, puestas en boca de Laura, cuando esta asegura que nunca me sentiré obligada por algo que no hago por mi propia voluntad. Toda una declaración de principios, que algunos se afanan en socavar.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Animando desde Oriente (XIV): Your name, de Makoto Shinkai

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Cada cierto tiempo surge algún boom inesperado que fija la atención del público y que aúna crítica tanto profesional como de los espectadores. Algo similar ha sucedido dentro del mundo del anime con Your name (Kimi no na wa, 2016), aunque no podemos hablar de éxito inesperado si observamos la trayectoria de su creador, Makoto Shinkai (1973). En una época en que el anime arrastra problemas que ya se preveían hace pocos años, como la cuestión de la calidad decreciente por culpa de la presión y los escasos recursos con los que cuentan la mayor parte de los creadores del medio, y donde Ghibli parece habernos dejado huérfanos con un (semi)retirado Hayao Miyazaki (1941) y la triste pérdida de Isao Takahata (1935-2018), este director nos había ido dejando pequeñas perlas de su capacidad creativa, perlas con un gran cuidado técnico en la animación, pero también poético en su narrativa.

En su trayectoria, encontramos obras tan líricas como la breve El jardín de las palabras(2013) o Cinco centímetros por segundo (2007). Queremos resaltar la primera mención por el cuidado que demuestra Shinkai a la hora de enfocar una historia realista desde los pequeños detalles, porque eso también se notará en Your name, a pesar de que el enfoque y el tipo de historia cambia rotundamente de un drama realista comedido a una comedia romántica con toques fantásticos.

La historia nos lleva a la vida de Mitsuha y Taki, dos jóvenes que viven en ambientes muy diferentes. Ella vive en una zona rural, dentro de una familia tradicional marcada por los ritos religiosos y la ausencia tanto de su madre, fallecida, como de su padre, que se mantiene aparte, demasiado estricto. Él habita en la gran ciudad, despreocupado y sin vínculos familiares, compaginando el instituto con un trabajo parcial en un restaurante italiano. Sin saber por qué, un día descubren que sus cuerpos se han intercambiado en días alternos y deciden convivir con esa situación lo mejor posible. Mitsuha descubrirá gracias al cuerpo de Taki cómo es vivir en una ciudad, algo que siempre anhelaba, mientras le ayuda a relacionarse con una compañera de trabajo. Taki, por su parte, aumentará la popularidad de la joven y hará que abandone su introversión. Entre ambos crece un hermoso vínculo que se verá amenazado por algo inesperado.


Como podemos percibir, los temas que trata Your name son habituales en el mundo del anime, como el ambiente estudiantil o los protagonistas juveniles, el hilo rojo del destino entre dos personas, la fantasía que envuelve la vida cotidiana cual realismo mágico, la importancia de los ritos tradicionales o la desconexión familiar, incluyendo la tragedia como punto de partida. Tampoco falta la insatisfacción de los jóvenes por la vida rural a la par que su reivindicación a través tanto de las voces ancianas como de la animación, que se desenvuelve en la fantasía de la naturaleza con más belleza que entre las paredes y los colores más grises de la ciudad.

Todos estos elementos se dividen en tres grandes secciones. El primero nos sumerge en la comedia simpática, que no duda en incluir algún elemento propio de películas de anime más serializadas, como las de Detective Conan (Gosho Aoyama, 1996-), con una especie de opening o introducción musical que viene a resumir o presentar la trama general. Cabe destacar en este momento el gran acierto de una música bien construida a partir de las canciones del grupo de rock japonés Radwimps, cuestión en la que no soy muy experto, pero donde destaca la personalidad que le otorga a la película.


Como señalábamos, en este primer tramo, ambos personajes se presentan al espectador, pero también se comienzan a conocer gracias al inesperado intercambio de cuerpos, disfrutando de las posibilidades que les brinda adoptar una vida ajena. No faltará algún gag referente a la sexualidad como tampoco las reacciones de las personas cercanas a ambos que reconocen en ellos actitudes distantes a su comportamiento habitual. El segundo tramo irá mostrando la evolución de esta relación, la forma en que ambos personajes maduran y cambian, hasta provocar un claro y previsible romance incipiente.

Este tramo culminará con un giro de guion que trastoca la evolución más habitual de este tipo de historias y donde radica gran parte de la originalidad de la obra. Un giro que se siente natural y que inicia otro tipo de historia, más dramática, casi cercana en algunos momentos a una road movie por los parajes más naturales de Japón. A partir de ahí, se sigue profundizando en la naturaleza frente a la ciudad, y se encamina todo para un final tenso que suponga el clímax de este tramo. El juego de planos que se realiza en una de las escenas cumbres de la película es de gran hermosura y le otorga un gran sentido a la relación entre ambos. No obstante, el auténtico cierre de Your name llegará en forma de epílogo, en una secuencia posterior.


Ahora bien, aunque el protagonismo esté dividido entre dos personajes, podemos afirmar que el más desarrollado es Mitsuha, de la que conoceremos prácticamente todo su entorno y problemáticas personales, mientras que de Taki desconocemos sus entresijos. En este sentido, el desarrollo de Taki y su evolución como personaje es dependiente de la influencia que Mitsuha provoca en su vida. Por ejemplo, su relación con la compañera del restaurante es fruto de los esfuerzos de la muchacha cuando ocupa su cuerpo. Incluso el hecho más relevante del argumento en el tercer y último tramo de la historia, protagonizado por Taki, está determinado por la búsqueda de la muchacha.

Esto redunda incluso en el motivo que mueve todo el argumento: el intercambio de cuerpos. A diferencia de otras películas de este mismo estilo que apuestan por una lógica más propia de la ciencia ficción, como La chica que viajaba a través del tiempo(Mamoru Hosoda, 2006), la causa por la que nuestros protagonistas intercambian sus cuerpos es desconocida, pero queda supeditada a la conexión que existe entre la familia de Mitsuha con un dios al que rinden tributo desde generaciones. Así se explica que su historia familiar esté más desarrollada frente a la vacía de Taki. Algo que de nuevo se relaciona con las diferencias entre ambos personajes: el ansia por conocer la ciudad lleva a Mitsuha a ocupar el cuerpo de Taki, pero Your name insiste en darle una gran importancia a la naturaleza y al entorno que ella tanto rechaza y del que quiere huir, un entorno que acabará por atraer inevitablemente al propio Taki.


En el camino nos hemos dejado las menciones a los personajes secundarios, que aún sin apenas desarrollo, cuentan con una presencia importante para darnos sensación de cercanía. De nuevo, resaltan los personajes que rodean a Mitsuha, algo relevante dado que gracias a haberles otorgado una mayor entidad, aumentará el efecto trágico del tercer tramo de la historia. Y aunque no pertenezcan a la vida del otro protagonista, inevitablemente han entrado a formar parte de su corazón al haber compartido vivencias mientras ocupaba el cuerpo de la joven estudiante. En cierta forma, Taki funciona como enlace del espectador, al modo de algunos protagonistas de videojuegos.

En definitiva, Your name ha merecido la atención recibida, dado que se trata de una obra cuidada, bien desarrollada, en la que todos sus elementos se combinan de una forma idónea y con un fondo que, como sucede en otras grandes películas de anime, como El viaje de Chihiro(Hayao Miyazaki, 2001), esconde más de lo que se ve y se disfruta a simple vista.





El autocine (XLIX): Robinson Crusoe en Marte, de Byron Haskin

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Tal vez sea cierto eso de que no es bueno que el hombre esté solo, pero a veces no hay más remedio. El coronel Dan McReady (Adam West), y su compañero, el comandante y piloto Christopher Draper (Paul Mantee), tienen por destino el Santo Grial de nuestro sistema solar, el planeta Marte, en Robinson Crusoe en Marte (Robinson Crusoe on Mars, Paramount, 1964). No obstante, aunque los dos logran alcanzar su superficie, solo uno de ellos se convertirá en el nuevo y legendario colonizador del planeta, como el propio título nos indica.

Dan y Christopher disponen de todas las comodidades posibles a bordo de su cohete; entre otras cosas, ¡comida por un tubo! Sin embargo, esta condición va a sufrir un giro drástico cuando algo sale mal en la aproximación al planeta: al tratar de esquivar un meteorito, cambiando de rumbo para evitar la colisión, los tripulantes se quedan sin combustible. Ambos se ven en la necesidad de abandonar la cápsula, aunque por separado, y no al mismo tiempo, con lo que cada uno se precipita en un lugar distinto del planeta. Un Marte que presenta un aspecto sulfuroso y recalentado, diríamos que cercano a una fase previa a su desertización actual, con unas traicioneras y errabundas llamaradas que, significativamente, parecen tener vida propia. Estas son el producto de un fogoso y combustible pedernal.

El entorno marciano también cuenta con una atmósfera portadora de oxigeno; trabajosamente respirable, pero a la que se puede uno habituar, y que explica los misteriosos sonidos que produce el aire. Algo que, a su vez, da ocasión a unos vistosos efectos, muy parecidos a las auroras boreales. En cualquier caso, no importa lo toscos y voluminosos que sean los mecanismos con los que cuenta nuestro protagonista, ya que sobresale en la película el deseo de crear una confortable apariencia de verosimilitud.

Una radiación asequible completa este marco ficticio, pero con afán realista, en el que es posible la supervivencia. Cual náufrago clásico y pertinaz, Christopher Draper (Cristóbal por nombre y Robinson por epíteto), hará frente a las dificultades, tal y como fueron imaginadas en el guion de Ib Melchior (1917-2015) y John C. Higgins (1908-1995), siempre con la novela Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719) en mente.


No solo habrá de enfrentarse Christopher a los problemas de adaptabilidad, sino además a unos meteoros algo díscolos, y a la amenaza de unas naves extraterrestres que actúan como cancerberos de la galaxia. Un acierto es que no se determina la procedencia de dichas naves, o la naturaleza de sus ocupantes. En todos los sentidos, la película sabe mantener el suspense; incluso respecto al paradero del compañero espacial de Draper, en un primer momento. En tanto lo averigua, el avezado explorador busca refugio en una acogedora gruta, donde puede proveerse de cobijo y alimento. La realización del experimentado Byron Haskin (1899-1984) procura unos expresivos planos generales, que muestran a Christopher llegando hasta la cápsula de su amigo Dan, después de haber atravesado y escalado parte de la orografía desértica.

Progresivamente habituado al oxigeno marciano, el protagonista se reencuentra con la mascota de la misión, un primate al que llaman Mona. Poco después. Christopher averigua que el responsable de la liberación del oxígeno es el calor, en lo que es otro efecto maravilloso que permite la plena habitabilidad de la cueva.


Pero Christopher no solo ha de racionar la comida, también el tiempo destinado a dormir (aunque se supone que respetando los necesarios periodos de sueño, que como sabemos, son esenciales para la subsistencia). Al menos, así será hasta que el humanoide Viernes (Victor Lundin) entra en escena y le proporciona otro remedio. La localización del agua es asimismo ingeniosa. Se logra por el sencillo método de dar algo de sal a Mona, para que revele el escondrijo del líquido subterráneo; exactamente igual que los bosquimanos hacían en la inolvidable Los animales son gente maravillosa (Beautiful People, Jaime Uys, 1974).

Viernes es un esclavo evadido de los extraterrestres. Junto a su nuevo amigo, acomete el descubrimiento de unas ruinas, en una de las escenas más sugerentes de la película. Poco antes, el propio Christopher ha hallado los restos de un fósil; testimonio polvoriento de otro fugitivo o de un antiguo habitante del planeta.

Por otra parte, no puedo resistirme a señalar el hecho de que cuando Christopher trata de enseñarle a Viernes el idioma inglés, el otro le contesta en su propia lengua. Hasta que ambos se ponen de acuerdo (quiero pensar que echando mano de la más simple y sincrética forma para poder entenderse).

Ingeniosa y colorista, Robinson Crusoe en Marte nos muestra al primer marciano en el planeta durante largo tiempo. O tal vez al único que ha tenido. De hecho, no es solo Daniel Defoe (1660-1731) quien alienta el relato, este es igualmente orbitado por Ray Bradbury (1920-2012), con su apreciación final de los habitantes de Marte en Crónicas marcianas (The Martian Chronicles, 1950).


Unos imaginativos y evocadores paisajes dan vida al planeta (la filmación tuvo lugar en el socorrido desierto californiano), y son puestos en valor por la realización del mencionado Byron Haskin, y la fotografía del no menos versátil Winton C. Hoch (1905-1979). La música también juega un papel importante en la película, porque dibuja de forma admirable el ambiente y el proceso psicológico que acompañan a Christopher Draper a lo largo de su aventura. No en vano, se trata de una espléndida partitura a cargo de Nathan Van Cleave (1910-1970), que en todo momento sabe transmitir la soledad y el descubrimiento de este nuevo mundo, de manera afectuosa y emocionalmente descriptiva (una buena edición la hallamos en FSM: Silver Age Classic, 2011). En definitiva, Robinson Crusoe en Marte es una de esas películas estupendas que permiten el desarrollo de la fantasía, único asidero civilizado del hombre contemporáneo.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Para el sábado noche (LXX): Las zapatillas rojas, de Michael Powell y Emeric Pressburger

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Con puntualidad británica se abren las puertas de un venerable teatro, ubicado en pleno barrio de Covent Garden, en Londres, penetrando una riada de estudiantes, entusiastas de la música y la danza. Entre ellos se encuentra el joven autor Julian Craster (Marius Goring). La composición de ballet a la que van a asistir armoniza el ímpetu de la tradición con la tormenta del lenguaje contemporáneo. Además, en uno de los palcos del recinto se posiciona el empresario teatral Boris Lermontov (Anton Walbrook), que apenas se deja ver junto al compositor Andrew Palmer (Austin Trevor).

Con desagrado descubre Craster que su música, aún no editada, ha sido plagiada por el maestro Palmer (es decir, que Craster sufre un agudo ataque de intertextualidad). Pero al menos el incidente servirá para ponerlo en contacto con Boris Lermontov. Paralelamente, al empresario le es presentada en sociedad una aspirante a bailarina, Vicky Page (Moira Shearer), que resultará ser una exquisita artista en potencia.

El caso es que, tras caer en las redes del típico profesor que se aprovecha del trabajo de sus alumnos, Julius Craster entra a formar parte de la nómina del ballet Lermontov, como segundo director de orquesta, al tiempo que lo hace Vicky Page como bailarina de figuración; ambos, sin concesiones de ningún tipo: únicamente debido a sus facultades y esfuerzo.

Junto al ámbito de la danza, tales son los protagonistas principales del clásico moderno Las zapatillas rojas (The Red Shoes, The Archers / General Film, 1948), un melodrama romántico y alegórico, basado en uno de los cuentos de Hans Christian Andersen (1805-1875), adaptado por los propios realizadores, Michael Powell (1905-1990) y Emeric Pressburger (1902-1988), con la participación en el guion de Keith Winter (1906-1983), la fotografía en technicolor de Jack Cardiff (1914-2009), y la música de Brian Easddale (1909-1995), ejecutada por el gran director Sir Thomas Beecham (1879-1961; a quien muchos recordamos por su excelente interpretación de las Sinfonías londinenses de Joseph Haydn [1732-1809]). La música es, por lo tanto, un personaje más, desarrollado por los actores-bailarines, bajo la batuta de la Royal Philharmonic Orchestra.

Michael Powell y Emeric Pressburger
Que el dúo de realizadores Michael Powell y Emeric Pressburger alcanzara su lugar en la historia del cine no fue tarea de un día, dejando aparte el reconocimiento del público. Pero afortunadamente, desde hace algún tiempo, la pareja de creadores ya goza de la reputación crítica que merece, pese al olvido a que fue sometida buena parte su filmografía (como en tantas ocasiones, me temo que debido al desconocimiento de la misma por quienes se atrevían a calificarla).

De hecho, al hablar de su cine, se suele hacer referencia al personaje enfrentado a su entorno, o a la búsqueda de la identidad. En el ejemplo que nos ocupa, esto puede ser aplicable a la bailarina Vicky Page y al joven compositor Julius Craster, pero en modo alguno al representante teatral Boris Lermontov que, si acaso, persigue la reafirmación de su personalidad y el realce de su logrado estatus. Por algo, hasta puede resultar divertido el releer los arabescos que los críticos del compromiso (es decir, ideologizados) coreografiaban a la hora de hacer balance de algunas filmografías, o acometer el particular análisis de muchos de los autores clásicos del cinematógrafo, de raigambre abiertamente liberal (fueran católicos o no), caso de John Ford (1894-1973), William Wellman (1896-1975), Raoul Walsh (1887-1980), Sam Peckimpah (1925-1984), etc. No se trata de hacer una lista, digamos que los no bendecidos por la política de autor. Así salían los textos que salían.

Respecto a Powell y Pressburger, queda claro que no puede entenderse su obra sin atender a ese talante independiente y doblemente individualizado, en común sintonía, que se expone tanto en su producción como en su vida profesional. En concreto, para Las zapatillas rojas, fue el productor J. Arthur Rank (1888-1972) quien les brindó el material tras comprar los derechos de adaptación a su colega Alexander Korda (1893-1956).


Lo cierto es que desde Aristóteles (384-322 A.C.) y el barroco hasta nuestros días, pasando por la constatación de Oscar Wilde (1854-1900) de que la vida debía imitar al arte, más que viceversa, se ha venido proponiendo una atormentada relación entre las creaciones y el vivir, como mimética representación de la naturaleza del ser humano y del entorno que lo acoge. Algo que, por otra parte, ha procurado diversidad de estilos literarios. Al punto de que Las zapatillas rojas trasciende su condición de melodrama romántico a secas, para incorporar otros elementos mistéricos de sumo interés. Lo que aleja la película de toda convencionalidad, sin dejar por ello de desgajarse del género musical al que pertenece.

Es por ello que, junto a la representación de un arte que trata de imitar a la vida de modo creativo, o al menos, de participar del aspecto más bello y armónico de la existencia, se añade el planteamiento escénico de una vida poseedora de razones que la razón ignora (por parafrasear al gran Pascal [1623-1662]).

Powell y Pressburger ejemplifican esta idea a través del montaje de Reginald Mills (1912-1990), cuando las zapatillas con las que danza Vicky Page se le ahorman en plena ejecución del baile. Poco después, Craster y Lermontov se aparecen a la protagonista, transfigurados en un mismo personaje, el vendedor de calzado que interpreta Sacha Ljubov (Leonide Massine). Así como una navaja se trasmuta en otro material, impidiendo a Vicky (dentro y fuera de la función escénica), liberarse de la maldición de las zapatillas, a las que ha vendido su alma de artista, y que le hacen danzar hasta caer exhausta.

El número musical aporta otros elementos aterradores en forma de seres demoniacos y perversos, que aparecen y desaparecen, mientras el propio escenario sufre una transformación. Para Vicky Page, seguramente, por efecto de lo que ella siente en su fuero interno, con la ayuda de la música. Un aspecto fantástico en el que, como advierte Lermontov al hacer referencia al relato original, las zapatillas rojas, convertidas en un símbolo tanto de ese aspecto fantástico como de la consagración de toda una vida al arte, se caracterizan porque no se cansan nunca. Lo cual es cierto incluso en el cuento original, pese a que este acaba más positivamente para la protagonista (una buena edición la podemos encontrar en la recopilación de los cuentos completos de Andersen, publicados por Cátedra, colección Avrea [2005], bajo el título Los zapatos rojos [De røde sko, 1845]).


Esta vertiente fantástica confirma, además de la importancia del montaje, el empleo dinámico de la cámara por parte del binomio de directores. Significativo es, igualmente, el plano-contraplano del primer (des)encuentro entre Vicky y Lermontov (como en tantas ocasiones se alude por medio de esta planificación; quiero decir, más allá de la operatividad más rutinaria). De hecho, la danza no es solo una religión para el empresario teatral; también parece operar como sustituto del acto sexual. Por ejemplo, cuando cede e invita a Vicky a presentarse a un primer ensayo, para acabar por desentenderse de ella (si bien, solo aparentemente). En realidad, el amor físico queda fuera de Boris Lermontov, que prefiere no perder detalle de lo que sucede desde la penumbra más discreta. No en vano, cualquier noticia de noviazgo es hostil a esta visión calculadora y absorbente. Su concepción o imperativo vital, como él lo define, se centra exclusivamente en la danza, por lo que el artista y empresario es implacable, aunque también pueda resultar encantador (más que comprensivo), sin salir de dicho ámbito. Así sucede cuando se dirige a las bailarinas que han sido descartadas del espectáculo (pese a que las nombra como si se tratara de las seleccionadas, un recurso posteriormente empleado, por cierto, en A Chorus Line [Richard Attenborough, 1985]). De igual modo que se maneja con corrección ante Craster cuando le ofrece trabajo.

No por casualidad, Lermontov desaparece tras el anuncio del compromiso de su primera figura, Irina Boronskaja (Ludmilla Tcherina). Para el personaje, tal compromiso significa la muerte de la artista. Una entrega, colijo, exigible hasta que al abnegado bailarín le llega la temprana edad del retiro. Ya no me interesa la Boronskaja, declara Lermontov, añadiendo que hay cosas que no se pueden compaginar. Más aún, con respecto al físico de la que hasta ahora ha sido puntal de su compañía, insiste en que no sé nada de sus encantos ni me importan. Él tan solo desea envejecer junto al ballet.


Como antes anticipaba, Lermontov ha declarado que para mí, el ballet es una religión. Pero tal reemplazo, como sucede con otras sustituciones mundanas, puede conducir a paralelas obsesiones e intolerancias que, en el caso del empresario, se concretan en su incapacidad para poder aceptar que, fuera del arte de la danza, al que hay que entregarse en cuerpo y alma, pueden convivir otros intereses amatorios. Lo ilustra la escena en la que Vicky se viste de gala para acudir a lo que ella cree es una invitación a cenar con Lermontov.

Desde el momento en que surge un nuevo romance entre Vicky y Craster, Lermontov ya no es capaz de mirar con los mismos ojos (que suele ocultar tras unas gafas oscuras). ¿Tiene razón al decir que el corazón y la mente de Vicky no estaban en el escenario debido al embeleso, o es su irreductible orgullo el que lo ciega casi literalmente? Incluso el dilema se bifurca cuando la relación entre los jóvenes sorprende a Vicky, imponiéndole la renuncia de su carrera (al menos, en lo que a la compañía de Lermontov se refiere). La más fabulosa bailarina que ha conocido el mundo, como el empresario asegura, se ve en la (a todas luces injusta) tesitura de tener que elegir entre vivir como bailarina o vivir como mujer amada. ¿Ha de renunciar al amor de pareja, tal y como Lermontov pretende?

En este punto, el egoísmo de Craster también se ha trasmutado en abrumador. Al no tener derecho a plantear tal escisión, el músico está dando la razón al empresario. Muy lejos queda aquel momento en el que el incipiente Craster le decía a Vicky mi música le dará fuerza. La elección entre el ser por la danza o por vía de una relación afectuosa y física, no es diatriba de Vicky, sino una condición impuesta por los demás. En cualquier caso, ambos son amores (carnal y artístico) que no tienen por qué exigir una renuncia espiritual a cambio.

Pero inclusive subyace algo más aterrador, a mi parecer, que denota la modernidad de la película, y es el fantasma del olvido (en la actualidad, aún más despiadado y veloz). Cuesta un enorme esfuerzo el hacerse un hueco, que una vez transitado, con mayor o menor fortuna, se acaba esfumando poco menos que en el vacío. Cada vez más, se recuerda únicamente aquello que está de actualidad, y vuelta a empezar. Hasta el amor de Vicky Page y Julius Craster posee una exigencia (impuesta por el músico) que anula la libre expresión del individuo (Vicky Page).

Otros buenos instantes de la realización los encontramos en la escena en que una tonada llega hasta Julius Craster, escuchada al azar a través de la noche, facilitándole la inspiración. El personaje se levanta del lecho para poder apresarla en el piano. Asimismo, resulta elocuente la elipsis durante el reencuentro casual de Lermontov con Irina.

En Las zapatillas rojas, el arte se aproxima a la vida (incluyendo el misterio de la vida), de una forma alegórica y simbólica, pero accesible, al margen de la banalidad que suponen las decisiones más cotidianas. Es decir, que dicho arte queda a merced del destino cinematográfico; expuesto a su impronta y devenir, gracias al gran talento de Michael Powell y Emeric Pressburger.

En definitiva, se tiene necesidad de la danza para hallar una armonía entre uno mismo y los demás. Un proceso que descansa sobre dos aspectos esenciales: saber lo que se hace y por qué se hace. Algo de lo que queda disociada nuestra protagonista, a causa de las presiones externas. Será por eso que, en Las zapatillas rojas, se hace necesario que el vocabulario de la danza incluya lo mágico prodigioso.

Escrito por Javier Comino Aguilera


Overwatch, disparos con carisma

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El videojuego no ha logrado erigir una idiosincrasia propia debido a la diversidad de obras que se engloban bajo ese nombre. Podemos encontrar multitud de debates que pendulan entre considerarlo un arte o un mero entretenimiento. Tan solo podemos tener la certeza de que su objetivo inicial era acabar con el aburrimiento, es decir, jugar, de ahí su nombre, pero son tantas las propuestas que han ido surgiendo desde aquellos videojuegos primigenios, que es normal considerar hoy que una de estas obras puede emocionarnos, inquietarnos o incluso plantear una reflexión sobre nuestra sociedad. En este sentido, no hay discusión o no debería sobre su capacidad para ser arte, aunque como sucede con otras artes, no todas las obras que pertenecen a este campo lo son, o no todas lo son de la misma forma para toda su audiencia. Sucede lo mismo con cualquier arte.


En los últimos años se ha especulado bastante sobre este asunto, aunque curiosamente ha coincidido también con una época en la que el videojuego se está consolidando como un gran entretenimiento no sólo activo, sino también pasivo. Esto se debe a la cantidad de público que consume vídeos de otras personas jugando, pero también con el surgimiento y la consolidación de los llamados e-sports. Hasta ahora la mayoría de videojuegos que hemos comentado destacaban por tener una historia que contar, sin embargo, cada vez se apuesta más por un retorno al arcade, al añorado mundo de las máquinas recreativas en el que tan solo se procuraba sacar la máxima puntuación, sin detenerse a valorar qué estábamos haciendo con un soldado en mitad de una guerra o con un caballero medieval enfrentándose a esqueletos y fantasmas varios.

Destacan ahora los juegos de disparos, llamados shooter, con títulos  como el clásico Counter Strike, tan básico como plantear un juego de policías contra ladrones, pero que ya cuenta con una legión de seguidores y jugadores profesionales que sorprenden con su destreza con el ratón y el teclado; o el popularísimo Call ot Duty, que entrega tras entrega anual deja siempre un modo campaña en solitario como excusa para un nuevo multijugador en el que disparar a otros. En este terreno, parecía complicado innovar demasiado con nuevas licencias. Aún así, hay casos recientes que han dado un giro y cierto aire fresco al género, como Splatoon, de Nintendo, o el videojuego que hoy comentamos, Overwatch, que seguía la estela de otro clásico, Team Fortress 2 (1999), aunque logrando una personalidad propia.


La compañía detrás de Overwatch es una empresa solvente y con prestigio en el mundo de los videojuegos: Blizzard. Desde que surgió en los años noventa, esta empresa, que mantiene su independencia a pesar de pertenecer a Activision, ha conseguido consolidar sus licencias como marcas reconocibles: Warcraft, que se inició como un juego de estrategia de fantasía medieval con bastante éxito y al que supieron dar un giro de tuerca convirtiéndolo en un MMORPG, es decir, juego de rol multijugador en línea, al que llamaron World of WarcraftDiablo, cuya segunda entrega fue una de las joyas del rol a principios de siglo; y Starcraft, otra saga de juegos de estrategia de ciencia ficción con gran seguimiento en el apartado competitivo. Todos ellos han conseguido hacerse hueco siempre en el mundo competitivo, pero sin perder contenido alguno: las historias contenidas en Warcraft, Diablo o Starcraft, aunque pudieran comenzar siendo simples o estando muy atadas al género, consiguieron crear personajes carismáticos y tramas en ocasiones intrincadas y con giros argumentales interesantes, como el que observamos en la historia del príncipe Arthas en Warcraft III: Reign of Chaos (2002).

En otras palabras, Blizzard se ha especializado y ha destacado siempre por crear obras con un sistema de juego atractivo y adictivo, que permitía a su vez el juego competitivo y cooperativo, envuelto además en una historia trabajada. No obstante, se trata también de una compañía centrípeta, es decir, centrada en sus licencias, como demuestra que continúe trabajando o creando secuelas, por muy diferentes que puedan ser, de sus tres marcas principales, sin apenas haber producido obras fuera de estas marcas. Incluso otro de sus éxitos, Hearthstone, un juego de cartas al estilo e Magic, se sitúa dentro del universo Warcraft. Por ello, sorprendió la llegada de Overwatch en 2016, que suponía no solo una innovación en el género, sino también dentro de la compañía, que se adentraba a un estilo alejado del rol al que estaban acostumbrados.


El juego se ambienta en una Tierra marcada por un desarrollo tecnológico muy superior, en el que la creación de los ómnicos, robots inteligentes que llegaron a desarrollar emociones, provocó tensiones sociales que derivaron en una guerra. Para proteger al mundo, surgió un grupo llamado Overwatch, compuesto por héroes de guerra y especialistas de diversas áreas. Sin embargo, tras haber solventado la situación, tuvieron que disolverse por las críticas que estaban recibiendo así como por cuestiones que aún no han sido desveladas. Años más tarde, el mundo vuelve a estar en peligro por una inminente guerra provocada por las conspiraciones del grupo Talon. Ha llegado la hora de reagrupar a Overwatch y salvar al mundo de nuevo. Un punto de partida bastante interesante, que inicia la aventura in media res, con dos generaciones establecidas de personajes y un horizonte de posibilidades que explorar.... aunque toda esta historia no esté presente dentro del juego.

Debemos tener en cuenta que Overwatch nace y sigue expandiéndose como un juego puramente multijugador. A diferencia de otros shooter como el ya mencionado Call of Duty, han preferido sacar un único juego que permita el acceso a los servidores sin desarrollar un modo campaña o historia. Lo más parecido son algunos eventos especiales en modo arcade que han ido implementando en el juego en fechas señaladas. Por lo tanto, lo apuestan todo por la jugabilidad y el entretenimiento multijugador, lo que les obliga a que se trate de un sistema divertido, diferente y adictivo. Algo que logra de diferentes formas.


En primer lugar, a diferencia de otros juegos de disparos, en esta ocasión es el personaje elegido por nosotros el que determina nuestro papel dentro de la partida. Es decir, mientras que en otras ocasiones tan solo escogíamos armas y el resto de jugadores podían disponer de las mismas, en Overwatch escogemos a un personaje particular con características propias y personales. En el modo de juego normal, que consiste habitualmente en el enfrentamiento entre dos grupos ya sea por tomar un territorio o por lograr llevar un objeto al final de un recorrido (o impedirlo, si eres el equipo contrario), esto es determinante, porque en el mismo grupo no puede haber dos personajes iguales, y debemos conseguir colaborar con los demás compañeros para lograr un equipo equilibrado, atendiendo a las funciones que desempeña cada personaje. 

Sin duda, es una de las diferencias más relevantes de este videojuego con respecto a otros similares, pero además ha logrado darle entidad, personalidad y carisma a cada uno de los personajes. Este hecho provoca que cada jugador se sienta más vinculado a los personajes con los que mejor se desempeña y los sienta más cercanos. A su vez, Blizzard se ve obligada a mantener la vigilancia sobre el juego para lograr que cada personaje esté equilibrado y no haya ninguno cuya presencia determine la partida, algo que no es sencillo y que ha provocado continuos cambios en los datos de los personajes a fin de buscar una experiencia amena y sin ninguna frustración innecesaria. A lo que debemos sumar el hecho de que se hayan seguido integrando personajes nuevos que otorgan aún más variedad.


Para ser adictivo, el juego establece normas sencillas y fáciles de seguir para cualquier jugador, contando además con un sistema de juego intuitivo y que se adapta a cada personaje con los mismos elementos, aunque con resultados distintos. Es decir, todos se manejan con los mismos controles, pero cada uno con un efecto distinto. Por poner un ejemplo, todos los personajes tienen un ataque básico, un mínimo de dos habilidades especiales, alguna posible habilidad pasiva y un ataque especial que solo se puede usar cada cierto tiempo, cuando se carga un marcador central. Estas funciones generales se adaptan a los personajes, así tenemos a, por ejemplo, Soldado 76, personaje de ataque, cuyo ataque normal es disparar con un rifle, sus habilidades especiales se dividen entre disparar tres cohetes simultáneos, poner un sistema temporal de curación en área o correr más rápido, mientras que su ataque especial consiste en detectar a los enemigos que tenga delante para dispararles automáticamente, sin tener que apuntar; mientras que un personaje como Mercy, que es de apoyo, cuenta con dos armas: un bastón de sanación o potenciador de ataque para otros personajes y una pistola, como habilidades especiales puede desplazarse de forma rápida junto a otro compañero que requiera sanación y resucitar a un compañero caído, como habilidad pasiva desciende de forma lenta al caer desde una gran altura y como ataque especial adquiere la habilidad de volar aumentando tanto su ataque como su capacidad de sanación o potenciadora. Como se puede comprobar, dos personajes muy diferentes, pero que se usan con los mismos controles y bajo la misma lógica.

Sin duda alguna, todo ello está enfocado a la competitividad y al juego por el juego, el entretenimiento propio de las máquinas recreativas. Con la diferencia de que ahora contamos con la oportunidad de jugar con todo el mundo, y que el mundo competitivo puede llegar casi a profesionalizarse. Ahora bien, podríamos hablar y referirnos a problemas de equilibrios con los personajes, de factores determinantes para partidas competitivas o de otras cuestiones, sin embargo, no es aquello en lo que solemos centrarnos, ni en lo que somos expertos. La realidad es que Overwatch es, claramente, un buen juego, pero podría ser más. Tiene ante sí la posibilidad de tener un alma más profunda que, por ejemplo, Team Fortress 2, cuyos personajes se corresponden tan solo con perfiles. La propia compañía se ha encargado de promover a través de una narrativa dispersa en diferentes medios y casi ajena al juego. Por ejemplo, elementos sueltos en los mapas competitivos y en algunos eventos han narrado circunstancias concretas, vídeos promocionales, cortometrajes sobre algunos personajes y cómics con pequeñas aventuras sobre otros. El problema principal es que no pasa de eso. 


Este problema no es único en Overwatch, aunque explica bastante de las circunstancias por las que hay un gran sector de la población incapaz de ver el arte en los videojuegos. Básicamente, porque el objetivo para el que se crea un videojuego determina en gran medida el tipo de obra que nos encontramos. Y Blizzard quiso divertirnos, explorar el shooter con el carisma de unos personajes trabajados, con Overwatch. En un futuro, podrán profundizar, pero como sucedía con Warcraft, existe la sensación de que en la compañía hay cierto talento desaprovechado para crear series o películas atractivas de ficción, como bien demuestran los cortometrajes o las antiguas cinemáticas del videojuego estratégico. Sin embargo, mientras que en sus otras licencias, la historia forma parte intrínseca del juego, aquí no importa tanto, ni es el centro de interés. 

En definitiva, Overwatch cumple su objetivo: entretiene, es divertido, tiene un gran carisma y engancha. Cuenta con una constante renovación, te invita a descubrir tus propias habilidades y tu perfil como jugador e incluso ampliar la experiencia con medios ajenos al propio juego. Sin embargo, se aleja de otras obras que hemos analizado en el blog, más enfocadas en la narrativa y, por tanto, en la capacidad para transmitirnos algo. En Overwatch la experiencia es el propio juego, con su diversión y su frustración personales e intrínsecas al jugador, por lo que no hay mensaje, ni emoción, que transmitir ni interpretar en sí misma. Por poner un ejemplo, los jugadores recordarán a un personaje por lo fácil que era usarlo, por lo difícil que resultaba hacerle frente o por lo peculiar de sus características, pero nunca por su historia o su vida. Por lo tanto, y como tantos otros videojuegos, tan solo calará como experiencia, pero no por haber marcado ningún punto de inflexión. Al menos, hasta ahora.




Ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica

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La trama de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, E.N.I.-P.D.S., 1948) es sencilla, pero sus implicaciones y el contexto en que se desarrolla complejos. Antonio Ricci (Lamberto Maggiorani) ha conseguido un puesto de trabajo como fijador de carteles, en la Roma de posguerra. Sin embargo, para poder llevar a cabo esta labor, se hace imprescindible el disponer de su bicicleta. Cuando le es robada, emprende un desesperado recorrido con objeto de recuperarla, en compañía de su hijo Bruno (Enzo Staiola).

Puede decirse que la bicicleta es para Antonio su modo de ganarse la vida además de un medio de transporte. En suma, una extensión de sí mismo. Antes de hacerse con ella, por primera vez, ha debido desempeñarla, con gran sacrificio para la familia; en concreto, de su esposa María (Lianella Carell), un personaje que, de forma significativa (aparte los avatares del proceso de montaje), acaba desapareciendo del argumento, que acontece en un solo día. De hecho, parece que se va difuminando al tiempo que lo hace la propia imagen de la bicicleta, convertida ya en el símbolo de sus esperanzas puestas en un vago futuro.

Si proseguimos con esta analogía, resultan abrumadoras las imágenes de todo un mercado de bicicletas -de ilusiones-, sobre el que cae un no menos simbólico chaparrón, y que confiere de mayor sentido al título original de la película, el plural Ladrones de bicicletas.

El caso es que, dispongan o no de tales vehículos, muchas de las personas retratadas parecen ir continuamente apresuradas, o un su defecto, vegetar. Como le sucede a Antonio, cuyo tiempo vital se ha detenido, una vez que le ha sido arrebatada su bicicleta.

Un contraste que se escenifica tanto en la urbe romana como en sus materiales y metafóricos arrabales; en concreto, en una barriada lindante con un descampado, donde incluso es necesario agenciarse -como las bicicletas- el agua, a base de transportar varios cubos a los destartalados departamentos. Como refería, el realizador y productor Vittorio de Sica (1901-1974) constata este drama a tiempo (casi) real, comprimiendo el periodo de acción de manera efectiva.


En uno de los mencionados edificios, ya en plena ciudad, vive una adivina (Ida Bracci Dorati), mezcla de confesora, santera y filósofa de la vida. A las preguntas que le formulan, contesta con acertijos propios de una ancestral pitonisa, siendo igual de importante el matiz por el cual cobra sus servicios de una forma directa (los sanadores más honestos no lo hacen, aunque sí admitan presentes a modo de agradecimiento). Esta característica dibuja perfectamente al personaje y a las gentes que acuden avisitarlo. Para Antonio, el encuentro con la adivina certificará la diferencia entre tener una ilusión y no tenerla. La disparidad es grande y, en puridad, define el espíritu del neorrealismo.

De este modo, el cine se convierte en el espejo más fiel posible de una realidad misérrima, que atañe no solo a lo material, sino también a lo espiritual (esto es, a la condición del ser humano, en lo bueno y en lo malo). Un procedimiento que retrata la soledad de las personas en el conjunto de una gran metrópoli y que, por lo tanto, no reduce su alcance a la negra imagen de una sociedad determinada, en este caso, la italiana inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).

Al mismo tiempo, hay que hacer notar que De Sica no sacrifica la puesta en escena o la técnica cinematográfica (del montaje o la planificación), por el hecho de que su historia acontezca y se filme a pie de calle, tomando la urbe como decorado principal, o a causa de que los protagonistas sean interpretados por actores “no profesionales”.


Es por eso que los figurantes resultan ser la propia gente que deambula por la ciudad. Ellos representan, dentro del relato, la indiferencia del colectivo, se pertenezca a la clase social que se pertenezca. Forman el cansino fluir de una amalgama, pues la película retrata un drama individualizado, pero con implicaciones y repercusiones grupales. Un estado de ánimo que parece partir de la multitud, y que se focaliza en la impartición de doctrina y consignas a lo largo de una reunión sindical, o durante el premioso ensayo de un número de variedades. Más aún, el director, con la anuencia de sus guionistas, no escatima la torcedura e intimidación de los vecinos y “buenas gentes” que acaban por proteger al ladrón, Rafael Catelli (Alfredo en el original; Vittorio Antonucci), en un corporativismo chulesco y populachero, siempre sujeto a diatribas prefabricadas; lo que incluye a la madre del rapaz (Emma Druetti).

Pese a que Antonio recibe la particularizada ayuda de algunos conocidos, como el basurero Baiocco (Gino Saltamerenda), queda al arbitrio funcionarial y ético de sus semejantes. En este sentido, el realizador sabe dosificar el suspense que se crea tras la pista de la bicicleta.Finalmente, Antonio culmina el aciago día, perdidoliteralmente entre una masa que, en lugar de arroparlo, lo extraña. Algo de lo que, en mi opinión, no lo libra ni la incómoda -en ese momento- presencia de su hijo, que ya ha experimentado la voluble impartición de esperanza y caridad. Una brutal toma de conciencia que, como antes hacía notar, se puede hacer extensible a otros espacios y épocas.

Pese a todo, Ladrón de bicicletas es más una película moral que de tesis; todo un logro que la distingue de otras producciones más cercadas por la ideología política y el oportunismo coyuntural.


Auténtico cine de la incomunicación, Ladrón de bicicletas fue escrita por Vittorio de Sica, Cesare Zavattini (1902-1989) y Suso Cecchi D’Amico (1914-2010), entre otros colaboradores, tomando como referencia el relato largo Ladrones de bicicletas (Ladri di biciclette, 1946; Plaza, 1958; Sajalín, 2009), del novelista, poeta, grabador y pintor Luigi Bartolini (1892-1963). Una emotiva música de Alessandro Cicognini (1906-1995) y la fotografía de Carlo Montuori (1885-1968), completan esta visión trágica y nublada de la naturaleza humana, más allá de la fecha de realización de la película. En ella resulta fácil detectar el germen de posteriores realizaciones como Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956), El pisito (Marco Ferreri, 1959), o Plácido (Luis Gª. Berlanga, 1961), con esa dama de la misericordia (Elena Altieri) que asoma con indolencia su precipitada dádiva.

Escrito por Javier Comino Aguilera


¡A ponerse series! (XXXII): Por trece razones (segunda temporada)

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Lee nuestra reseña de la primera temporada aquí.

Se va a celebrar un juicio en una indeterminada pero característica población norteamericana, con objeto de clarificar las circunstancias y complicidades que llevaron al suicidio de la joven estudiante Hannah Baker (Katherine Langford). A lo largo de este proceso, los implicados en dicho trance, de una forma directa o indirecta, testificarán ante sí mismos, en primer lugar, y rendirán cuentas a sus conciencias más que a las leyes, aunque la motivación principal de la mayoría de los compañeros de Hannah es que se haga justicia, en tanto que para otros lo es acallar sus acciones sin asomo de escrúpulo.


Tal es la premisa de la segunda temporada de Por trece razones (Thirteen Reasons Why, Season Two, Netflix-Paramount Television, 2018): el hecho de que a todos nos gustaría poder cambiar algunas cosas acaecidas en nuestro pasado (no solo en similares circunstancias).

Las voces en off que se intercalan sobre algunas de las imágenes resultan prescindibles la mayoría de las veces (el exceso verbal perjudica lo que las imágenes pueden referir por sí solas), pero responden a las reflexiones y sentimientos más esquivos y profundos de todos estos jóvenes en continua lucha y formación, y es, pese a todo, un recurso honesto.

Además, en esta segunda temporada los hijos demuestran, por norma general, tener más valentía que los progenitores, aunque también son portadores de un mayor número de secretos. De alguna manera, llueve sobre mojado, pero el afán primordial de la trama es tratar de esclarecer, y hasta reinterpretar, lo sucedido en la etapa precedente. Caso de las comprometedoras fotos de Tyler Down (Devin Druid), que mostraban un momento de intimidad entre Hannah y Courtney Crimsen (Michele Selene), para luego volverse en su contra.

Casi todo posee una doble lectura en esta continuación de las vidas de los protagonistas. El líder ético de todos ellos sigue siendo Clay Jensen (Dylan Minette), lo que no quiere decir que no se muestre vulnerable a los ojos del espectador. De hecho, el luminoso Clay atraviesa un previsible mal momento, resultando más respondón y cabreado; pero se lo perdonamos porque entendemos por lo que está pasando; máxime cuando al pobre no paran de cruzarle la cara.


Mientras todo esto acontece, el Instituto Liberty se inhibe como institución. Lo que hace que los alumnos citados se muestren cada vez más aislados y desprotegidos, sobre todo Clay. Así, los chicos se encierran más aún en sí mismos, con la efímera apoyatura de algunas amistades nada sólidas (Tyler, Chloe [Anne Winters], Scott Reed [Brandon Butler], etc.), y la desconfianza hacia las autoridades y los docentes (al menos, hasta los últimos momentos de la temporada, respecto a la policía). Al punto de que cuando alguno de estos muchachos recibe un brutal anónimo, no lo pone en conocimiento de los padres o los tutores.

En suma, un clima que se enraíza en el instituto y se traslada a los hogares. El joven Cyrus (Bryce Cass) asegura que en el Liberty se prohíben determinados libros y solo se aplaude a quien le da bien a la pelota.

Pero como ya hemos advertido, todo tiene una contrapartida (o doble lectura) en esta segunda temporada. Por ejemplo, para el errabundo Justin Foley (un estupendo Brandon Flynn), que pasará de conocer el infierno de la marginalidad a vislumbrar cierta claridad -aunque las sombras lo sigan atenazando-, en la figura de Clay y su familia. Lo mismo sucede con la bipolaridad de Skye Miller (Sosie Bacon) y con el inestable Toni Padilla (Christian Navarro), que por suerte encuentra el apoyo estabilizador que necesita en su compañero de boxeo Caleb (R. J. Brown).

La situación tampoco será fácil para Alex Standall (Miles Heizer), que se recupera de un intento de suicidio que, afortunadamente, se malogró, de la mano de su compañero de pupitre Zach Dempsey (Ross Butler). Pese a que el menosprecio de Alex hacia la profesión de su padre, un policía (Mark Pellegrino), resulta ridícula, su trabajosa rehabilitación será muy positiva y avivará el entendimiento entre padre e hijo. A su vez, la rabia contenida de Tyler y el relativo ostracismo de Ryan Shaver (Tommy Dorfman), quedan pendientes de resolución.

Todos estos personajes se afianzan en la trama con una mayor sutileza e introspección. Son una mezcla de fortaleza y debilidad, identitaria de la adolescencia, que anestesia el dolor o se enfrenta a él. Conforman un recorrido vital que se ha de clarificar para poder seguir viviendo, perdonando después de haber reconocido las culpas; las propias, principalmente.


En cuanto a los adultos, algunos padres se muestran comprensivos, en tanto que otros son abiertamente aterradores. Como lo es la idea de un equipo-masa, en un instituto que se ha convertido en cárcel de lo políticamente correcto, y en refugio de consignas para mirar hacia otros lados. Lo que, por cierto, también vertebra la segunda temporada de American Crime (ABC, 2016), donde un estado de paranoia aturulla a padres y docentes, y cuya principal víctima no física suele ser el lenguaje (la lengua siempre en primera línea de los envites totalitarios e ideológicos). Verdaderamente es para hacérselo mirar a estas alturas del siglo XXI. En el caso que nos ocupa, la protección del bestialismo y la sumisión en el sagrado seno de algunos equipos deportivos es evidenciada sin ambages. Para quienes forman parte de dicho grupo, ello obedece a la necesidad de verse protegido, de superar el miedo a no encajar y sentirse rechazado; a la lógica necesidad de aceptación, o de encubrimiento personal en un colectivo. Miedo a no gustar, en definitiva. Lo que, a su vez, conlleva descubrir el auténtico valor de la amistad, y no de las “amistades”. En el caso del líder anti-ético Bryce Walker (Justin Prentice), todo arranca de la ausencia de una educación efectiva por parte de los padres (lo que igualmente intuimos en su acólito Montgomery [Timothy Granaderos]).

Un calvario que se hace extensivo a la figura del orientador del centro, Kevin Porter (Derek Luke), que también ha de purgar sus faltas (sus involuntarias carencias), en lo que van a ser sus últimos días en el instituto (III). Hasta la madre de Clay, abogada de profesión (Amy Hargreaves), tomará una saludable determinación, en respuesta a los acontecimientos y a las necesidades de su familia (XIII). De este modo, la onda expansiva de esta bomba de relojería puesta en marcha desde hace meses, alcanza a los adultos. Lo que incluye, por razones obvias, a la esforzada madre de Hannah, Olivia Baker (Kate Walsh).


Pero tal vez la mayor indefensión sea la que padece Jessica Davis (Alisha Boe), de la que trata de humanizarse -digámoslo así- su personaje, respecto a lo sucedido anteriormente. Más que insensible, Jessica se haya insensibilizada, aunque por momentos la domine la hostilidad (su reencuentro con Justin es terrible). Un proceso paralelo, salvando las distancias, al de Zach, dominado por la fidelidad a su equipo de beisbol, y a la figura protectora que constituyó Bryce durante su infancia, en el que es uno de los mejores momentos, en retrospectiva, de esta segunda temporada (episodio XII).

Otros, empero, parecen abocados a no alcanzar el statu quo, como le sucede a Marcus Cole (Steven Silver), dividido entre la opresiva lealtad a sus padres y el esclarecimiento de la verdad.

Estos personajes orbitan alrededor del maltratador Bryce, puntal del instituto y de la sociedad, merced a la posición oligárquica de sus padres (Brenda Strong y Jake Weber).

El proceso judicial articula toda la segunda temporada. Hannah solo se personifica visualmente como la voz de la conciencia de Clay, cuando no como una verdadera obsesión, según avanza la resolución, y el peso de las responsabilidades que afectan a los protagonistas se acrecienta, de forma muy particular en Clay. Ciertamente, es hermosa la relación post-mortem que se establece entre Clay y Hannah, sostenida por la excelente interpretación de Katherine Langford (1996). Me parece a mí, sin embargo, que la escena donde ambos tratan de besarse de nuevo (X) debía haberse materializado, siquiera en la imaginación de Clay, porque esta imagen y su sensación de realidad son privilegio de los recuerdos; con bastante frecuencia, muy físicos y sensoriales.

Este vínculo es el vértice del loable intento, por parte del resto de protagonistas, de ponerse en la piel de los demás, y tratar de empatizar más los unos con los otros. De forma que el grupo de amigos se afianza, hasta desembocar en esa otra bonita imagen del abrazo general a Clay, en un nuevo baile de instituto, cuando vuelve a sonar la canción que el muchacho bailaba con Hannah (XIII).


En este sentido, estos trece capítulos responden al deseo de darle una mayor complejidad al personaje de Hannah, sin dañar su figura ni disculparla por lo que hizo. Por ello, su relato no se ve apenas alterado en lo fundamental, en cuanto al curso de los acontecimientos se refiere. No obstante, y como era de prever, ya cerrada esta línea argumental, en el último episodio se abren nuevas derivadas que constituyen la antesala de una futura temporada. Así sucede con la deriva de Tyler (abortada in extremis por el infatigable Clay), la penosa adicción de Justin, junto a la reaparición, en furtivo plano, del camello (Matthew Alan) que acompaña a su madre (María Dizzia), o la relación entre Brice y Chloe… Viejas heridas se cierran en tanto que otras se niegan a hacerlo (estaremos atentos si acompañan las ganas y la ocasión, para ver en qué queda la cosa).

En definitiva, se matizan las trece razones que llevaron a Hannah al suicidio, o bien se confirman. Otras se difuminan y desvelan (como el adulterio del padre de Hannah, Brian d’Arcy James). En cualquier caso, es tiempo de perdonar, aunque Clay sabe que para poder pasar una página es necesario haberla leído antes, hasta la última letra. Es una historia complicada, admite el padre de Hannah (VIII), cuando las cintas de casete que dejó su hija se hacen públicas. Por su parte, aclara Clay que una fotografía nunca cuenta toda la historia(…), posee tantos secretos como la gente. A lo que añade Kevin Porter que no todos los chicos que vienen dolidos te cuentan por qué.


No en vano, una cosa es conocer una agresión y otra poder demostrarla ante un tribunal, donde interfieren otro tipo de intereses, administrativos, de (des)orden familiar y obediencia; de sometimiento, en definitiva. A lo que se suma un caldo de culpabilidades e indefensión que toma forma a través de la digitalizada rumorología. Esto es, con jóvenes que son unos enfermos de los móviles y otros dispositivos. Todo un conjunto de pasmarotes, en tanto que los tutores ni asoman ni se les espera. Así, Jessica, Tyler y Clay se ven abocados a sendas terapias de grupo, mientras Justin atraviesa su Rubicón particular, hasta que otro ofendido y humillado contraataca. Respecto a Jessica, que su doloroso despertar ha de sostener el final de esta segunda temporada es algo que está, en el mejor sentido, cantado.

A pesar de que el argumento abusa a veces de tanto secretismo y medias insinuaciones, lo que puede resultar cansino y artificioso para el espectador (algunos vericuetos adolescentes o dramas de instituto parecen algo forzados), de lo que no cabe duda es que se trata de un tema lo suficientemente serio como para ser abordado en una serie, y condensado en unos personajes determinados, una vez más, en torno a la novela de Jay Asher (1975), y su adaptador, junto con otros guionistas, Brian Yorkey (1970). Otras inconsistencias, por el contrario, están resueltas con cierta gracia, como el (pasajero) ataque de celos de Clay hacia Justin, que ha sido felizmente acogido por sus padres (VII).

Pienso que la presente prolongación se debe en buena medida al debate (salido de cauce) suscitado por la temporada anterior. Pero esto no es un demérito. Por todos aquellos que siguen sufriendo acoso escolar, Por trece razones desarrolla sus premisas originarias y arroja nueva luz sobre un problema que, algunas veces, los propios seres humanos nos empecinamos en oscurecer aún más.

Escrito por Javier Comino Aguilera


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