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Adaptaciones (XLVI): Harry Potter y el misterio del príncipe, de David Yates

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Yates asumió definitivamente la dirección de las últimas adaptaciones cinematográficas de la franquicia del mago Harry Potter, para descontento de quienes no encontraron en el director a alguien tan capaz como lo fue Alfonso Cuarón en la tercera entrega de la saga, Harry Potter y el prisionero de Azkaban(2004). La anterior película, Harry Potter y la Orden del Fénix(2007) asumía la adaptación del libro más largo y, por lo observado, de los menos apreciados de la saga, por lo que, a pesar de contar con una correcta producción cinematográfica, que no alcanzaba cotas elevadas, se le disculpó por el material a adaptar y el cambio no ya solo de director, sino también de guionista.


Ahora bien, Harry Potter y el misterio del príncipe (2009, errónea traducción de lo que debería haber sido Harry Potter y el príncipe mestizo) reforzaba los factores más negativos de la anterior adaptación restándole valor a los elementos tan apreciados de la aventura mágica que a tantas personas atrajo. A pesar de estar ante una película que repite en su corrección técnica, en unos efectos especiales buenos y en una dirección tan correcta como anodina, observamos sobre todo una obra desperdiciada, tanto como adaptación como en su singularidad cinematográfica.

A diferencia de las cuatro primeras entregas, a partir de la quinta comenzaba toda una aventura completa y no autoconclusiva relativa a la guerra contra Lord Voldemort. Ya mencionamos que la anterior entrega marcaba el inicio de esa guerra con un capítulo dedicado a la incertidumbre del regreso del mago oscuro y a la manipulación política. En esta ocasión, la sexta entrega ofrece diversas perspectivas: la sensación de peligro ya explícito en la antaño segura Escuela de Hogwarts, la persecución de los mortífagos con la opresión al mundo mágico en general, la organización de las fuerzas tanto aliadas como enemigas y, por último, el necesario conocimiento del rival para afrontar la futura lucha. Todo ello en medio de un nuevo curso escolar, con sus tensiones académicas y personales, incluyendo en este caso las necesidades amorosas.

El error crucial como adaptación es invertir la importancia de todos estos elementos, ofreciendo una obra que se centra generalmente en las idas y venidas de las relaciones amorosas adolescentes que en el ambiente bélico y, principalmente, la formación más lograda de un villano como Voldemort, cuya historia queda reducida y, por tanto, caricaturizada.


La historia nos lleva al sexto año escolar en Hogwarts, momento en el que Harry (Daniel Radcliffe) acompañará a Dumbledore (Michael Gambon) en el descubrimiento del pasado de su mayor enemigo, Voldemort, para descubrir de dónde proviene su inmortalidad y poder derrotarlo. Además, ello contribuirá a fortalecer los lazos entre mentor y alumno tras los acontecimientos del curso anterior. De forma paralela, los protagonistas se ven envueltos en las intrigas de romances y querencias, aumentando la atracción hacia otras personas así como los desencuentros entre sí, especialmente entre Ron (Rupert Grint) y Hermione (Emma Watson). Mientras prosiguen de esta forma su aventura, Draco Malfoy (Tom Felton) se ve empujado a ocupar el puesto de su padre entre los mortífagos, asumiendo una tarea encomendada por el señor oscuro que le supera, pero a la que hará frente con la protección del profesor Snape (Alan Rickman).

David Yates evidencia las tramas de Malfoy y de los líos amorosos por encima de la relativa a Voldemort, que, en realidad, era lo fundamental en la obra literaria que adapta. Por esta razón, encontramos una película cuyo guion está desequilibrado, forzando situaciones de amor adolescente de forma ridícula e incoherente con la evolución ofrecida hasta ahora. Es más, se inciden en personajes nuevos y el romance entre algunos personajes, como Harry y Ginny Weasley, se fuerza sin un desarrollo más pausado (aún más si recordamos que en la anterior película el protagonista estaba enamorado de otro personaje, Cho Chang, que desaparece por completo en esta entrega). El personaje de Ron es también vapuleado por las circunstancias que se le ofrecen y el plantel del trío protagonista no ofrece su mejor papel en esta cinta.


Por el contrario, lo relativo a Voldemort resulta más interesante, pero demasiado espaciado y limitado en comparación al tiempo que se dedica al resto de temas. Precisamente, se reduce a la trama de convencer a Horace Slughorn (Jim Broadbent) de actuar por el bien, ofreciendo algunas escenas interesantes, como el recuerdo a la madre de Harry, frente a otras ocasiones insulsas, como la cena privada en sus dependencias. Además, hay una falta de misterio (contradiciendo el título que se le ha dado) con respecto a las intenciones de Malfoy o sobre la existencia de los horrocruxes (a pesar de ser una trama reducida), resultando excesivamente evidente, contra la idea que siempre ha desarrollado la saga de jugar con las apariencias. Ni siquiera la cuestión del libro de pociones del príncipe mestizo, uno de los ejes importantes de la novela, se ahonda de forma lograda: la revelación de la identidad de este personaje podría haber resultado más interesante si la película se hubiera esforzado por plantear más interrogantes sobre el misterioso libro, cuya presencia es efímera. 

El tramo final muestra las debilidades de no solo una mala adaptación, sino una película mal desarrollada, que no logra un clímax potente, algo que se agrava si tenemos en cuenta que el guion dejó fuera hechos tan relevantes de la novela como la batalla en la Torre de Astronomía o un merecido funeral. El primer caso se podría entender como una decisión de no ensombrecer la batalla final de la última película, pero el segundo no tiene sentido, ya que no permite una adecuada proyección de las emociones provocadas por un acontecimiento tan relevante en la vida de todos los personajes.


Estos dos hechos, que fácilmente se hubieran podido introducir en la película, se unen a los cambios que esta adaptación introduce, principalmente eliminando elementos. Partimos, por ejemplo, del inicio de la película, evadiendo a la familia Dursley y añadiendo una escena en una cafetería sin demasiado sentido, salvo para acentuar precisamente el carácter más amoroso/hormonal de la película. También queda eliminado lo referente al nuevo ministro de magia, lo que impide incidir en el ambiente hostil y de temor, aunque se trata de suplir con el ataque a la Madriguera (un añadido que resulta contraproducente con los sucesos de siguientes obras; aunque añade emoción y opresión a la parte inicial de la película).

La falta de profundización en el personaje de Voldemort a través de los recuerdos deja fuera acontecimientos importantes de la vida de este personaje para comprender mejor al villano. Es más, las únicas dos escenas que se rescatan nos ofrecen la imagen de una persona malvada desde su infancia, pero sin ahondar en cómo avanzó su forma de ser a lo largo del tiempo. También falta cierta relación con la película anterior, donde una muerte relevante se completaba con la herencia en esta, aunque se omite. Por otra parte, y como se hizo patente en toda la saga, quedan eliminadas las tramas de elfos domésticos.


Al final, el proceso para hacer cada vez más oscura la franquicia prosigue, aunque en esta obra sea más una cuestión estética que por desarrollo argumental: la imagen con mayor contraste y colores intensificados, pero con un velo oscuro que ensombrece la escena y empalidece a los actores. Por otra parte, no hay ninguna intención artística más allá del traslado de una historia a la pantalla, a diferencia de la magnitud alcanzada por Cuarón en la relación entre el escenario natural y la película.

En conclusión, Harry Potter y el misterio del príncipe se pierde por un camino indeseado tanto por lectores como por espectadores, ofreciendo una visión de la historia cuya estética es más oscura que las tramas que más se desarrollan en su argumento, a pesar de que el libro base ofrecía material para crear una contundente historia en torno al villano principal. Una oportunidad desaprovechada que nos arroja una película mediocre dentro del nivel de la saga.




La caja de Psique (I): Aproximándonos al inconsciente

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Nuestro blog cada vez se abre a más espacios de nuestra cultura. Comenzamos hoy una sección dedicada a la psicología iniciada por nuestra redactora Mariela, donde nos adentraremos en las cuestiones que nos afectan como seres humanos, tratanto diversos temas sobre los que trataremos de ofrecer una visión divulgativa y cercana:
La caja de Psique.
 
El inconsciente es uno de los conceptos fundamentales de la teoría psicoanalítica desarrollada por Freud. Podemos considerar que la principal característica del inconsciente psicoanalítico es ser dinámico, pero, ¿cómo definimos el adjetivo dinámico en este contexto? En primer lugar, dinámico equivale a fuerza, por lo que podemos deducir que, a causa de diversas fuerzas, ciertos contenidos mentales alternan de un estado consciente a uno inconsciente, y viceversa. Un claro ejemplo de esta característica es la vivencia de un trauma, que puede ser olvidado por ser demasiado doloroso para nosotros, pero que en determinadas circunstancias vuelve a nuestra memoria: mientras soñamos, cuando estamos mejor tras superar un período, regresando a nuestra conciencia, permitiendo que volvamos a recordarlo de nuevo (Migone, 2010).

Desde un punto de vista cognitivo, podríamos definir el inconsciente como el sistema compuesto por el conjunto de contenidos, actividades y procesos cognitivos propios del organismo que son relevantes para explicar su funcionamiento tanto interno como externo, pero de los que no puede dar cuenta por carecer de una vivencia subjetiva clara de los mismos (Núñez, 2006). Es decir, que no siempre somos conscientes de la información que llega a nuestra mente.


El cognitivismo se desarrolla a partir del modelo conductual, basado en una psicología objetiva y partiendo de una psicología científica, que deja atrás la subjetividad. Aaron Beck entiende la cognición como «un pensamiento o una imagen de la que uno puede no ser consciente, a no ser que le preste atención». Este autor considera que el cognitivismo determina las emociones y conductas del ser humano; al afirmar que la persona no puede ser consciente de una determinada imagen o información (a no ser que preste atención) no hace referencia a la palabra inconsciente, pero reconoce que hay un nivel en el que la persona no es consciente. El enfoque cognitivista actual se asocia con un enfoque de procesamiento de información, en el que se distingue entre procesamiento de la información controlado y automático.

Existen ciertas influencias inconscientes sobre nuestra memoria y sobre la percepción que tenemos sobre nosotros mismos y lo que nos rodea. Por ejemplo, se han realizado estudios que concluyen que la repetición de la información da como resultado que la observemos de manera más positiva (Efecto de la mera exposición, Zajonc, 1968), o que sea atribuida erróneamente a una fuente externa (Efecto de falsa fama, Dywan y Jacoby, 1990).

El efecto de falsa fama estudia un fenómeno social susceptible de ser observado desde diversas perspectivas. Al parecer, la simple presentación previa del nombre de un desconocido podría hacer que lo consideremos en futuras ocasiones como un personaje famoso, sin que haya más que un ligero reconocimiento del nombre por resultarnos familiar. Se concluye, por tanto, que este efecto de falsa fama se debe a la influencia de la memoria inconsciente, dado que el recuerdo consciente habría tenido la incidencia contraria. Se trata, en definitiva, de una diferencia cualitativa generada por la modificación del mecanismo de atribución (Froufe, 1997). Dado que la codificación de los estímulos de la lista inicial produce o incrementa su familiaridad, cuando se recuerda ese encuentro previo, los sujetos saben a qué atribuirla. Sin embargo, cuando el recuerdo falla, el mecanismo de atribución de la familiaridad queda en función de los procesos automáticos.


Un estudio sobre las influencias inconscientes sobre las actitudes proviene de la investigación del condicionamiento subliminal de las actitudes. En este experimento se mostraba a dos grupos de sujetos una serie de retratos de la misma persona. Para un grupo, los retratos iban precedidos de una exposición subliminal a imágenes de excitación de sentimientos positivos, mientras que los del otro grupo eran expuestos subliminalmente a imágenes de excitación de sentimientos negativos. Después, los sujetos rellenaban un cuestionario en el que relataban su actitud hacia aquella persona y su opinión sobre su atractivo físico y su personalidad. Así, los sujetos del grupo de excitación de sentimientos positivos tenían actitudes más positivas hacia la persona y le daban mejores calificaciones, aunque no ocurriera lo mismo respecto a su atractivo físico.

La investigación en esta área demuestra las influencias inconscientes en las actitudes y el comportamiento social. Estas influencias son importantes, generales y, a menudo, resistentes al cambio. De hecho, suponen la base de muchos estereotipos y formas de prejuicio. En nuestro desarrollo podemos experimentar exposición subliminal en las actitudes hacia otros grupos, la cual puede conducir a la formación de favoritismos endogrupales y/o rechazo hacia aquellos que no pertenezcan a nuestro entorno, sin darnos cuenta de los prejuicios o motivos para con ellos.

  • Fenómeno Poetzl y publicidad
Poetzl era un neuropsicólogo conocido por su experimento homónimo: observó en pacientes con lesiones de las áreas visuales una curiosa anomalía, según la cual, ciertos estímulos no atendidos en su presentación se hacían conscientes después de algún tiempo. No utilizaban en sus sueños la parte de la información que habían experimentado conscientemente pero aparecían aquellos hechos no atendidos. El fenómeno Poetzl ha sido objeto de numerosas investigaciones. Es bastante conocido en el ámbito publicitario, usado como una buena estrategia para incluir información que actúe a modo de mensaje subliminal y vendernos el producto deseado sin tener conciencia de ello. Uno de los experimentos clásico en este campo fue realizado por Malamud en 1934 con pacientes psiquiátricos. 

Pero las interpretaciones del efecto Poetzl pueden ser muy diferentes. Destacaremos dos especialmente: la que explica el fenómeno como un caso de defensa perceptiva y la que lo hace en términos de inatención selectiva. El fenómeno Poetzl se produce como un intento del sujeto de defenderse de todos aquellos estímulos que son ansiógenos, impidiendo su acceso a la conciencia pero no el procesamiento inconsciente y su almacenamiento en la memoria. La explicación del efecto Poetzl como un fenómeno de inatención selectiva indicaría el tipo de material que se elimina de la percepción consciente, en orden a orientar las pesquisas sobre lo que es perturbador para una persona determinada. Que la inatención selectiva es un fenómeno real viene demostrado por hechos como la ceguera o sordera psíquica de los pacientes histéricos.


No solamente los estímulos presentados producen el efecto Poetzl, sino también cuando la exposición del estímulo es larga y el estímulo está camuflado. En estudios posteriores, Silverman y Silverman (1980) proponen el papel de un proceso selectivo central en este fenómeno en función de las diferencias individuales en la susceptibilidad del efecto y con parámetros semánticamente afectivos del estímulo. Estos investigadores dividieron a los sujetos en dos grupos en base a sus umbrales de reconocimiento de estímulos emotivos y neutrales. Así, los sujetos que tenían un umbral significativamente más alto para los estímulos emotivos (el torso de una mujer desnuda) que para los estímulos neutros (un triángulo), fueron designados negadores, y los que tenían las diferencias más bajas en el umbral, no negadores.

Giddan (1967) partió de dos grupos de estudio a los que presentó una fotografía de un barril de cerveza a un grupo, y al otro grupo el perfil de un rostro humano a nivel subliminal. Inmediatamente después de la presentación de los estímulos, se les pidió a los sujetos que dibujasen y describiesen lo que habían visto. Pasados cinco minutos, se les pidió que hicieran cinco dibujos de cualquier imagen o fantasía que tuvieran. Una vez más se cumplió el efecto mencionado.

Fisher sugirió que el efecto de figuras disimuladas o borrosas presentadas por debajo del umbral de conciencia, implican que el proceso gestalt (unidad de percepción y movimiento) de organización afecta a la entrada de información sensorial en algún punto más allá del que esta información tiene acceso a los trazos de memoria. Se trata de inatención selectiva. Los expertos creadores de anuncios publicitarios conocen esta información y la aplican en sus anuncios. Camuflan estímulos por diversas partes del anuncio, sabiendo que estos mensajes pueden hacerse efectivos en los sueños o en cualquier actividad durante el día, en esa noche o en noches posteriores, incluso semanas después de su estimulación. Por otra parte, otro de los procesos que debemos tener en cuenta para elaborar estímulos subliminales es el concepto de defensa perceptual. Se trata del fenómeno mediante el cual todo aquello que afecta a la conciencia, al mundo emocional, poniendo en conflicto la ética personal con todo ello, la mente humana tiende a ignorarlo conscientemente. (Camino, 2004)


Ante este fenómeno, la ciencia ha mantenido diferentes opiniones, generando una gran controversia a su atribución a diversos mecanismos y sesgos. La investigación experimental indica que los seres humanos reciben, procesan y transmiten información que no tiene representación fenoménica en el cerebro. En este sentido se deduce que las percepciones que amenazan de alguna manera al sujeto, o aquellas que le parecen difíciles de manejar conscientemente, están sujetas a desviarse de la conciencia hacia el inconsciente. Así, los sujetos ponen barreras ante cualquier mensaje molesto, se defienden a sí mismos de todo tipo de estímulos que le proporcionan ansiedad, amenaza u otra forma de ataque, ignorándolos o, en caso de percibirlos, olvidándolos rápidamente, produciéndose, incluso, una deformación del contenido real del mensaje.

  • El inconsciente como nueva dimensión: neuromarketing 
La relación entre ambos conceptos surge del interés del marketing por conocer y analizar las distintas reacciones y comportamientos que tiene el consumidor a la hora de comprar un producto o servicio, ya que el principal objetivo del marketing es descubrir lo que ocurre en la mente del individuo, saber cuáles son sus deseos y necesidades y proporcionarles lo que realmente quieren; así, la neurociencia permite avanzar en ese aspecto, yendo mucho más allá de las investigaciones realizadas por el marketing para conocer la conducta e intereses del consumidor.

Podemos encontrar ejemplos cotidianos del uso del neuromarketing y que tenemos tan asumidos que ni nosotros mismos nos lo cuestionamos. ¿Por qué siempre que vamos al supermercado está todo al final del establecimiento? Normalmente, los alimentos de primera necesidad están puestos al final del establecimiento y lo más lejos posible de la entrada. Así, cuanto más recorrido hagamos con el carrito de la compra, habrá posibilidades de que compremos más de lo que al principio teníamos pensado. Además, los productos más caros suelen estar colocados en sitios específicos, localizados a la altura de los ojos, mientras que los más baratos están muy arriba o es necesario agacharse para cogerlos.Por otra parte, en los supermercados la música es lenta y tranquila, ya que su objetivo es que hagamos la compra de forma pausada para así estar mayor tiempo comprando. En cambio, en una tienda de ropa, dependiendo del público objetivo, sonarán diferentes estilos de música (en las tiendas de moda joven es muy común encontrar música electro, buscando provocar la sensación de vestirnos para ir de fiesta y estar en un ambiente de diversión).


En la última década se han producido grandes avances en la neurociencia que nos permiten indagar en el objeto de estudio del marketing. Estas innovaciones determinan el interés por saber las necesidades reales del consumidor y el porqué de su comportamiento a la hora de consumir. Gracias a la unión de ambos campos del conocimiento ha surgido el reciente término neuromarketing. Mª Eugenia Tamblay, en su artículo “Viaje al centro de la mente del consumidor” (2011), define el neuromarketing como «el uso de técnicas y herramientas propias de las neurociencias con objetivo de conocer, describir y predecir los efectos que produce publicidad en la actividad cerebral asociada al consumo y en qué medida se puede cuantificar, mediante la comparación de la actividad cerebral en diferentes situaciones». Pero el neuromarketing no solo nos permite conocer el efecto que produce la publicidad en el cerebro humano, sino que proporciona conocimiento sobre qué campañas publicitarias pueden tener un mayor efecto en las personas, con su consecuente reacción. 

La más común y utilizada por el neuromarketing es la técnica IRMf (Imagen de resonancia magnética funcional) para pasar las barreras del consciente y así estudiar el inconsciente de la persona. La IRMf determina el flujo sanguíneo que puede afectar a las diferentes partes del cerebro, según sean los estímulos y examinar el proceso de intercambio (Roberto Álvarez, 2011). Esta herramienta nos permite conocer qué zonas del cerebro se activan frente a los estímulos publicitarios, comprendiendo mejor cómo se origina el momento de decisión de compra analizando los pensamientos inconscientes de la persona más allá del análisis convencional. Además, el neuromarketing mide tres dimensiones fundamentales en el ser humano y de vital importancia para el ámbito publicitario: memoria, atención y emoción.


Actualmente podemos encontrar diferentes herramientas externas relacionadas con el ámbito del marketing y la publicidad que, pese a formar parte de nuestra vida cotidiana, son capaces de llamar nuestra atención, de influirnos de manera consciente e inconsciente e, incluso, interferir en nuestro comportamiento a la hora de consumir productos y servicios. Nos rodea tanta información que, a menudo, no prestamos atención a la mayoría de ella. En la mayoría de ocasiones, estos mensajes, capaces de determinar el comportamiento de los consumidores, pueden llegar a las personas de manera inconsciente, sin que descubran que están siendo persuadidas.

En los próximos años, la investigación biométrica desarrollará una dimensión más; la forma en la que pensamos sobre los aspectos de la comunicación del marketing consciente e inconsciente. Esa dimensión es la responsable de crear un deseo incondicional por la marca. Debe provocar una conducta de aproximación a esa marca y, finalmente, la acción de seleccionarla a la hora de comprar. Puede ser influenciada por las claves periféricas: sonidos sutiles, gestos o imágenes ignoradas por nuestra atención consciente y, frecuentemente, por nuestra memoria. Estas claves nos provocan el deseo hacia las cosas, incluso si en nuestro nivel de conciencia no podemos explicar el por qué con argumentos racionales o emocionales.

El consumidor está siendo continuamente bombardeado con información que es potencialmente importante para decidir entre alternativas. Las reacciones del consumidor a esa información, cómo esa información es interpretada, y cómo se combina o integra con otra información, puede tener un impacto crucial en la elección. De aquí que las decisiones sobre qué información ofrecer a los consumidores, en qué medida ofrecerla, y cómo ofrecerla, requieran de un conocimiento sobre cómo el consumidor procesa, interpreta e integra toda esa información para hacer sus elecciones. (Bettman, 1979)

  •  Bibliografía
Bettman, J. (1979). Information Processing Theory of Consumer Choice (Advances in marketing  series). California: Addison-Wesley Educational Publishers.
Camino, J. R. (2004). Marketing y publicidad subliminal: fundamentos y aplicaciones. Madrid: ESIC Editorial.
Denise Park, N. S. (2002). Envejecimiento cognitivo. Madrid: Panamericana.
Froufe, M. (1997). El inconsciente cognitivo: la cara oculta de la mente. Madrid: Biblioteca Nueva.
Kandel, E. (1997). Neurociencia y conducta. Madrid: Prentice-Hall.
Kotler, P. (1999). Marketing Management: Millennium Edition. Madrid: Prentice-Hall.
Martin, J. L. (2014). Tema 9: El inconsciente. Granada: Facultad de Psicología: Universidad de Granada.
Migone, P. (2010). El inconsciente psicoanalítico y el inconsciente cognitivo. Clínica e investigación relacional: revista electrónica de Psicoterapia, 505-517.
Núñez, J. P. (2006). El inconsciente desde el punto de vista cognitivo. Aperturas psicoanalíticas:
Revista de psicoanálisis.
Ohme, R. (2009). Inconsciente como tercera dimensión: análisis de las señales fuera de la atención consciente que emite la publicidad. Anuncios: Semanario de publicidad y marketing, 22-23.
Pervin, L. (1998). La ciencia de la personalidad. Madrid: McGraw-Hill.

Escrito por Mariela B. Ortega



Adaptaciones (XLVII): El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford

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Un símbolo de desarrollo y modernidad atraviesa un paisaje que, anteriormente, solo podía ser recorrido por jinetes. Se trata del ferrocarril y su destino es Shinbone, un pueblo situado en la parte oeste del país. En un tiempo, allí solo crecían flores salvajes, aunque hermosas. Ahora, las innovaciones también se han instalado en Shinbone, y con el tren, también llegan el senador Ransom Stoddard (James Stewart) y su esposa Hallie (Vera Miles). Aunque más que llegar, retornan.

Los contrastes entre lo civilizado y lo vetusto vertebran una de las obras maestras del cine, El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, Paramount, 1962), aunque como bien señala el comisario borrachín de la población (interpretado por Andy Devine), el desierto continua siendo el mismo. En cualquier caso, Stoddard advierte que esta ciudad ha cambiado mucho, aunque la sustancia de las personas permanezca incólume.

No hace falta recordar, a estas alturas, cómo el género del western se caracterizó por saber transmitir los grandes temas humanos, de igual modo que podían hacerlo un Shakespeare (1564-1616) o un Juan Luis Vives (1492-1540).

Basada en el relato de Dorothy Johnson (1905-1984), el argumento cinematográfico fue desarrollado por Willis Goldbeck (1898-1979) y James Warner Bellah (1899-1976), autor del cuento que, a su vez, dio pie a La legión invencible (She wore a yellow ribbon, RKO, 1949). La película cuenta, además, con una soberbia fotografía en blanco y negro de William H. Clothier (1903-1996), la edición de Otho Lovering (1892-1968) y el vestuario de Edith Head (1897-1981). Su realizador, John Ford (1894-1973), pudo, de este modo, penetrar en los resquicios del relato original, dramatizándolo y ampliando su esencia.


Mientras Ransom Stoddard relata a los inquisitivos periodistas del diario local su historia, la esposa visita la desvencijada vivienda de Tom Doniphon (John Wayne; los nombres varían con respecto al original literario). Se trata de una visita “no oficial” pero obligada, que acrecienta el ritual de respeto hacia la figura del recién fallecido ganadero; el lugareño es la razón por la cual el matrimonio se encuentra allí. A su vez, la magdalena de Ransom será una diligencia polvorienta que yace en un cobertizo y que podría haber sidola misma que le trajo al pueblo por primera vez. Por aquel entonces, él tan solo era un joven licenciado en derecho, enfrentándose a un futuro incierto.

Nada más comenzar este personaje su retrospectiva, tan personal como general, y de marcada entonación nocturnal, Ford establece un violento contraste. La destrucción de los libros de Stoddard a manos del delincuente, bravucón y pendenciero, Liberty Valance (Lee Marvin), representa la ruptura de esa modernidad, la ralentización de un progreso cultural (no solo tecnológico) del que el pueblo anda huérfano. Valance se proclama a sí mismo representante de la ley del oeste, frente a un Ransom portador de leyes consensuadas (en esos momentos, mera caricatura a manos del citado comisario –o marshal-).

Por su parte, Tom Doniphon no es un hombre instruido, está a caballo entre el mundo que viene y el que agoniza, pero acabará siendo un componente fundamental en la instauración del orden democrático.


Como advertíamos, los cambios no solo se centran en lo tecnológico o lo normativo. El joven letrado también será objeto de un proceso, por el cual pasará de la hosquedad y cierta ingratitud, al reconocimiento del otro; no quiero que nadie luche por mí, replica en un primer momento. Y es que, de igual modo que la independencia no está reñida con la correspondencia, la ley no siempre es suficiente para que la justicia impere, como tampoco asegura su cumplimiento. Eso sí, el forastero parece tener muy claro que la libertad de expresión no ha de servir nunca como coartada para justificar toda clase de actitudes incívicas o simplemente groseras.

En toda esta evolución, es importante la educación, puesto que no puede haber auténtico desarrollo sin cultura. No por casualidad, este periodo de cambios coincide con el afianzamiento de la prensa y la introducción de la política en el territorio. Una política cuya raíz democrática no se encuentra tanto en un poder de gobierno que procede de los electores, como en la implantación de un proceso electoral lo más libre y ecuánime posible. Más aún, la escuela donde el joven Stoddard imparte sus lecciones y el referido diario local son espacios que se comunican entre sí; una buena resolución visual acerca de la pureza intrínseca de los orígenes, la que observa que los periódicos deben estar hechos para dar más poder a los lectores, en lugar de para dar más lectores al poder (aspecto extrapolable al resto de medios de comunicación, por supuesto).


En efecto, a Valance no pueden detenerlo ni las palabras ni las buenas intenciones, y ahí es donde entra en escena Doniphon, uno de esos tipos a los que toca cardar la lana. Pero también para el letrado llega la hora de tomar una resolución, aunque en un principio, no se muestre muy receptivo a ser él quien reciba las lecciones. No obstante, por encima de todo, se encuentra la dignidad de la persona.

La secuencia para elegir al candidato más idóneo en la convención territorial no tiene desperdicio, produciéndose otro tipo de duelo, esta vez sostenido con las armas de la política (de la oratoria, en definitiva). Ya desde la estatutaria sesión donde se seleccionan a los representantes del pueblo que irán a dicha convención, tanto Ransom como Tom cumplen con su cometido; el primero, asumiendo su responsabilidad como persona cultivada y, el segundo, rehusando el nombramiento de delegado para servir a otros fines (anotemos, en este sentido, el sarcasmo en el nombre del forajido, cuando se presenta ante la asamblea).

Con respecto al desenlace, gracias a la planificación de Ford y al buen empleo de la narración en flashback, el espectador podrá asistir a la verdad no impresa respecto al hombre que disparó a Liberty Valance; incluso aunque para esa persona, ello suponga revivir la pérdida de aquello que más ha amado. La leyenda apócrifa del tiroteo permite la introducción y desarrollo de disposiciones que garantizan la convivencia y la libre divergencia, frente a quienes creen que las verdades son solo intuitivas o viscerales, en base a un colectivismo empeñado en reconstruir muros ya caídos (las naciones como tales son relativamente nuevas; los enemigos de la libertad, tremendamente viejos).


Una conclusión que enlaza con el final de Fort Apache (Ídem, RKO, 1948) y por la que, mientras los testigos directos siguen con vida, lo está el recuerdo de aquellas personas que han quedado al margen de la historia, y que, de algún modo, nos representan a todos.

El desfile de tonadas populares propuesto por las vivaces orquestaciones de Cyril Mockridge (1896-1979) ayudan a recrear todo ese proceso evocativo, al incluir en su banda sonora conocidas melodías tradicionales. Incluso, de forma más autoreferencial si cabe, también inserta el tema de Ann Rutledge, compuesto por Alfred Newman (1901-1970) para El joven Lincoln (Young Lincoln, Fox, 1939), igualmente dirigida por Ford.

Quisiera destacar, para concluir, la bella alegoría que supone el desierto y las flores que produce, como reflejo de otra naturaleza menos visible a simple vista, la humana. Una imagen que forma parte de la poética del paso del tiempo, y que subyace en un pasado que se fusiona con el presente. Todo ello, armonizado por uno de los narradores en imágenes que mejor supo plasmar la emoción.

Escrito por Javier C. Aguilera



Los pájaros y otros relatos, de Daphne du Maurier

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Tengo tres teorías, pero ninguna de ellas puede ser cierta (Monte Veritá).

Un ciclo de la naturaleza que se altera, un salto en la evolución; tal vez, un cambio debido a las alteraciones del clima global y sus efectos sobre el medio ambiente. O tal vez estemos asistiendo a la siguiente etapa por el control del planeta; existimos en un mundo de inesperadas posibilidades.

Daphne du Maurier
Los relatos de la escritora británica Daphne du Maurier (1907-1989) siguen vivos. Su prosa asequible y directa nos evoca tiempos pasados y nos anticipa mundos probables. Buena muestra de ello la encontramos en la selección Los pájaros (The birds and other stories, 1952; Biblioteca Grandes Clásicos, Orbis, 1984; Best Sellers Planeta, 1985). De hecho, no solo es el ser humano el que evoluciona. Los pájaros lo hacen en el relato homónimo, como conscientes de su papel en el mundo por primera vez.

Pero el sentido del detalle de la autora no se posa únicamente sobre el peculiar comportamiento de las aves, también comporta a otros elementos de la naturaleza, como el mar, el viento… un todo que está a punto de ver quebrada su ancestral armonía. Estamos asistiendo a los prolegómenos de un enfrentamiento entre dos instintos, aves y humanos, que en realidad son uno solo: el instinto animal.

De este modo, el aparcero Nat Hocken contempla con asombro una de las conquistas más sorprendentes de esa rotura de equilibrios. Los atacantes pertenecen a todas las especies de aves, a todas las familias, y como los seres humanos, pueden albergar una meta común: aniquilar a sabiendas.

Eso sí, actuando como una unidad, sin distinción de rangos. Una posibilidad que se va materializando suceso a suceso.

Pero a esta amenaza, la autora contrapone la igualmente inquietante ausencia de aves en el paisaje. No había ni rastro de los pájaros (…) no se oía ningún sonido, solo el ruido del viento y del mar.

Una vez que se ha perfilado dicho desafío con el asedio a la familia Hocken, sobreviene el suspense de la incertidumbre, la inquietud de la espera y el aislamiento (los medios de comunicación no han dejado de funcionar, pero sí de transmitir). Puede que solo el más hábil o resistente sobreviva; al final, siempre la naturaleza prevalece.


El Monte Veritá que da título al siguiente relato, es un emplazamiento misterioso y de difícil acceso, y no solo geográficamente. Muchos recordamos a Du Maurier como la gran autora de Rebeca (1938) y como la creadora de uno de los mejores arranques que ha tenido una novela. Característica que se traslada a Monte Veritá, donde un personaje relata, en primera persona y mediante un salto temporal o flashback, qué es lo que sucedió en aquel lugar recóndito; cómo semejante emplazamiento pudo alterar de forma tan determinante la existencia de tres personas, con la vida prácticamente resuelta.

En su léxico expositivo, más cuenta el narrador los hechos para sí mismo, a modo de recapitulación o plasmación sobre el papel, “a todo aquel que pueda interesar”, que al propio lector. Para los protagonistas, todos ellos aficionados a la escalada y el montañismo, la constatación de una nueva cumbre apenas explorada es todo un reto, que “esta ahí” como un ente vivo; incluso, como una gran diosa blanca que reclama a sus hijos.

A ello se suma el influjo -¿natural?- que unas personas ejercen sobre otras, como les sucede a los destinatarios de esta experiencia, que ocupa el tiempo que dura una vida. El narrador va encadenando sucesos que escapan a toda normalidad, y cuyo epicentro es la flamante esposa de su amigo Víctor, a su vez, una de esas personas capaces de contemplar uno de esos“otros mundos que están este”.

Storm in the mountains, Albert Bierstadt
En definitiva, cada individuo ha de fluir por su propio cauce, y aunque continuamente vea interrumpido su discurrir, una vez que se ha cruzado con otros afluentes, siempre acaba por perderse en medio de la bruma. El desafío consiste en que esas confluencias pueden terminar por influenciarnos de forma definitiva, para siempre. En el Monte Veritá subsisten religiones postergadas en los pliegues de la historia; perdura la representación de uno de esos cultos iniciáticos, custodiados en palacios inexpugnables.

Nadie es capaz de ver a sus moradoras ir o venir a lo largo del relato; sencillamente, están ahí, fundidas con los elementos de la naturaleza. Pero como tendrá ocasión de comprobar nuestro protagonista, el paraíso interior ha de buscarlo cada uno, no lo proporciona un lugar, sino una actitud. Una calculada ambigüedad que reviste el relato con una pátina de contingencias y zozobra, magníficamente orquestadas por la autora.


En El Manzano la narración pasa a tercera persona: la identificación o empatía con el sujeto de los hechos ya no es la misma, aunque seguimos sin conocer el nombre del protagonista de la historia. La rutina se ha instalado en la vida matrimonial de una pareja de mediana edad, que habita en las afueras de Londres. Él está jubilado, ella es una abnegada ama de casa.

A la excelente y devastadora exposición de sus detalles cotidianos, le sigue la autosugestión, focalizada en uno de los árboles del jardín, al que se le otorga vida propia. Pero no la que le corresponde. Y es que, una vez más, continuamos en el terreno de lo inverosímil e inexplicable (en cualquier caso, una ambigüedad palpable, no meta-literaria). Una dimensión en la que los acontecimientos bien pueden ser el producto de la citada sugestión del protagonista, como perfectamente reales… (La leña que provoca un olor nauseabundo al ser quemada, pero que solo esa persona puede percibir).

Curiosa identificación de caracteres y voluntades, o transmigración entre dos materias aparentemente distintas, la humana y la vegetal (de nuevo la naturaleza como un ente compacto). O puede que solo el resultado de la culpa del cónyuge superviviente; unos acontecimientos que, de cualquier modo, no alcanzan a comprender la asistenta o el jardinero…


En El pequeño fotógrafo, una condesa consorte (el noble es el marido), de probada belleza, ha logrado ahuyentar el horizonte de una vida anodina y provinciana, aunque lo cierto es que la está padeciendo de igual modo, a pesar de todas las comodidades que le proporciona su ventajosa unión. Al menos, hasta que surge la oportunidad capaz de alterar todo su entorno de perfecciones. El retrato del joven y lisiado fotógrafo, que le revela ese simulado ambiente, durante su monótono retiro estival, es la propia imagen de la pureza, de todo aquello que ella parece haber perdido irremisiblemente…

A continuación, en el sorprendente Bésame otra vez, desconocido, regresamos a la empatía del relato en primera persona. Chico conoce a chica en un cine. Juntos vivirán su propia película, aunque el lector se sorprenderá del género que finalmente adopta. La escritora sabe jugar muy hábilmente con ese “cambio de registro”, y su prosa se adecúa a la perfección a la naturaleza noble e imaginativa del protagonista, un joven mecánico que ha regresado de la guerra.

Por ello, y aunque finalmente a uno siempre le pueda alcanzar la realidad, al muchacho lo que le gusta son las películas que no reflejan la vida real; irónica circunstancia que le pone en relación con una atractiva y enigmática acomodadora. En este caso, tampoco conocemos el nombre de ninguno de los dos personajes. En realidad, sus nombres pueden ser múltiples.


Anónimos serán también los componentes de una familia gobernada por un matrimonio mayor, en el relato que cierra la presente antología, El anciano. Considerablemente más corto, pero no por ello menos intenso, la narración se encamina hacia una conclusión de corte alegórico, rayana en lo fantástico, que naturalmente no desvelaré.

Está relatada por un convecino, o testigo de los acontecimientos que, al describirlos, parece estar respondiendo a las preguntas de otro individuo, que está fuera de escena (esto es, igualmente anónimo).

Escrito por Javier C. Aguilera




Terminator Génesis, de Alan Taylor

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En los últimos años la industria de Hollywood se ha visto abocada a un movimiento de recuperación de obras populares para, mediante la nostalgia, aumentar su recaudación, en lo que se ha venido a denominar una situación de falta de ideas u originalidad. Una situación que ha provocado una serie de producciones que han recuperado obras de éxito, ya hayan sido como remakes (volver a realizar la misma obra con medios modernos), reboot (reiniciar una franquicia para comenzar a contar otra historia partiendo de los mismos personajes) o secuelas de diversa índole. Las compañías confían en el éxito en taquilla de estas creaciones, aunque no siempre sea una garantía, ni tampoco a nivel de crítica.

En este mismo año 2015 hemos contemplado la recuperación del mundo jurásico creado por Spielberg con Jurassic World (Colin Trevorrow), otra entrega para sagas como Mad Max, con Mad Max: Furia en la carretera (George Miller), Star Wars, con Star Wars: Episodio VII - El despertar de la fuerza (J.J. Abrams) o Fast & Furious, con Fast & Furious 7 (James Wan). Marvel, junto a Fox, prosigue con sus superhéroes recuperando a Los cuatro fantásticos, Daredevil, X-Men o continuando con las nuevas franquicias, en este año, Vengadores: La era de Ultrón (Joss Whedon)

Hasta animes como Dragon Ball se han recuperado en estos últimos años a base de películas o una nueva serie (Dragon Ball Super) o recientemente se ha anunciado el remake de un videojuego clásico como fue Final Fantasy VII. Y, por supuesto, la película que hoy comentamos, Terminator Génesis (Terminator Genisys, Alan Taylor).

Llegado desde televisión, donde ha dirigido capítulos en series como Juego de tronos, Mad Men, Los Soprano o Sexo en Nueva York, Alan Taylor ha dirigido discretas películas, hasta que Marvel lo contrató para la segunda entrega de Thor, Thor: el mundo oscuro (Thor: The Dark World, 2013) y Paramount Pictures le encargó esta entrega de la saga Terminator, iniciada por James Cameron en 1984, con The Terminator, y en 1991 con Terminator 2: el juicio final (Terminator: Judgement Day).

Alan Taylor (centro) dirigiendo a Schwarzenegger
Resulta imprescindible mencionar ambas películas, sin duda, las grandes obras de la franquicia, puesto que esta especie de remake/reboot remite a ambas de forma constante. No en vano, el argumento parte igual que la primera película: el mundo ha sido asolado por las máquinas, controladas por una inteligencia artificial llamada Skynet, que asesina a los humanos y establece su tiranía en la Tierra. La resistencia humana, capitaneada por el misterioso John Connor (Jason Clarke), combate contra esta inteligencia para lograr un nuevo mundo.

Sin embargo, para sobrevivir, Skynet ha preparado una máquina del tiempo con la cual mandará a un Terminator a acabar con la vida de Sarah Connor (Emilia Clarke), la madre de John, antes de que este naciera, en 1984, cuando era una joven indefensa que desconocía el futuro que le esperaba. La mano derecha de John, Kyle Reese (Jai Courtney), se propone como voluntario para viajar al pasado y salvarla. Pero cuando llega a su destino, ni Sarah es una joven indefensa ni el pasado es tal y como le había contado su amigo y líder. Un hecho futuro ha alterado todo el paradigma temporal y ahora Sarah y Kyle, junto a un T-800 conocido como el Guardián (Arnold Schwarzenegger), deben impedir que Skynet se haga con el poder y logre la llegada del Día del Juicio, retrasada ahora al año 2017.


Con estos elementos, nos encontramos ante una fusión de las tramas de la primera y la segunda películas de la franquicia. Por ejemplo, se trata de provocar una relación entre el Guardián y Sarah similar a la del niño John y el Terminator de la segunda entrega, tanto a nivel emocional y humano. El problema es que la segunda entrega crea y desarrolla esa relación, pero en esta última nos lo cuentan los personajes, tan solo introduciendo un flashback sobre cómo rescató a Sarah de niña, pero sin más desarrollo, lo que impide la emoción. Es más, se remite más al humor que al sentimiento. Por otra parte, en el personaje del Guardián encontramos algunas de las lagunas de la trama, como su procedencia, cuestión que quizás quedaba abierta para posibles secuelas de este reboot (algo que ahora no parece tan seguro al no haber alcanzado la recaudación esperada por el estudio).

Así pues, nos encontramos ante una historia que emplea las paradojas temporales a través de los viajes en el tiempo para crear una historia diferente a la original, pero en continuo homenaje a esas entregas, incluso en la música. Precisamente, el inicio recrea todo el mundo post-apocalíptico futuro de forma interesante, con un gran nivel de acción, elevando a la figura del personaje de John Connor como el salvador, y siguiendo con el primer viaje en el tiempo. Allí donde las primeras entregas fueron más sutiles, siendo por tanto más significativos en sus gestos y escenas, encontramos aquí respuestas más visuales, gracias a los medios con los que se cuentan. Algo que era de esperar, si tenemos en cuenta que uno de los motivos para querer crear un remake de una historia es la evolución técnica que hemos experimentado sobre la antigüedad de determinada obra.


Precisamente, el creador de la franquicia, James Cameron, es un director que ha contado siempre con la espera para crear películas a partir de la evolución técnica, como bien demuestra Avatar(2009). Esta obra es técnicamente superior, aunque no aporta argumentalmente nada nuevo, al revés de lo que sucedía con las primeras obras de Cameron, que en el caso de la franquicia Terminator le permitieron experimentar con cuestiones como el miedo y el lado oscuro de la revolución tecnológica o la humanización de la tecnología. Por otra parte, podemos recordar cómo la segunda trilogía de Star Wars se retrasó, a pesar de contar los orígenes de la historia, por esperar a que existieran recursos técnicos capaces de recrear los deseos de su creador, George Lucas. Sin embargo, esta segunda trilogía es considerada, en términos generales, peor que la original, lo que nos permite afirmar que el uso de medios tecnológicamente mejores no crea necesariamente una mejor película, de la misma forma que unos buenos gráficos no deciden significamente que un videojuego sea bueno.

El problema de la película se halla en el deseo de contar una historia que no encaja con las características de la primera entrega e impedir, por tanto, el desarrollo de una historia convincente. Los guionistas han tratado de otorgarle a la inteligencia artificial Skynet una relación más próxima con los medios actuales, con un mundo hiperconectado a través de las redes sociales. Esta realidad resulta más cercana al espectador actual; sin embargo, la película no se detiene en esta nueva circunstancia, sino que la sobreentiende. No se permite reflexionar sobre esta nueva realidad para sus personajes, ni los peligros de la hiperconexión y de ese mundo tecnológicamente avanzado. En este sentido, ¿de qué sirve el viaje hacia 2017 o la recreación de un mundo actual? Especialmente cuando al final todo el entramado queda reducido a una continua persecución que hubiera dado igual dónde o cuándo se hubiera realizado. Si eliminamos la introducción y los homenajes evidentes, podríamos encontrarnos con una historia que podría haberse llamado de cualquier otra forma.


Precisamente, el inconveniente del enfoque es que consigue un ritmo vertiginoso no permite momentos de pausa para desarrollar la historia ni a sus personajes. Aunque en la primera entrega la persecución era también continua y ofrecía sensación de angustia e inquietud, también permitía observar cómo se sentía Sarah, cómo iba cambiando a lo largo de la película, además de mostrarnos cómo el Terminator T-800 buscaba la forma de llegar a ella. En el caso de Terminator Genesis, da la sensación de que el enemigo no tiene problema en encontrarles y, por tanto, aunque la inseguridad está presente, también se puede entender como un enemigo torpe que no logra, a pesar de su superioridad, conseguir sus objetivos. 

Por otra parte, entre la pareja protagonista encontramos falta de química, tanto entre los actores como entre los personajes. La película juega con lo que saben los espectadores de la saga, haciendo hincapié en que ambos deben enamorarse; sin embargo, no se desarrolla el romance, ni parece existir predisposición por parte de ambos. Aunque se pretenda orientar esta relación como posible, lo es porque así lo pretende el guionista y porque así fue en la franquicia, pero no porque se justifique en la pantalla. El otro protagonista, Schwarzenegger, reúne casi todo el humor de la película (junto al secundario detective O'Brien, encarnado por J.K. Simmons), entre otras cuestiones por el carisma del actor como por los continuos guiños con sus actuaciones anteriores en las dos primeras entregas. Por su parte, Jason Clarke realiza una buena actuación.


La película juega con una serie de lógicas que ya estaban preestablecidas, sobre todo con los viajes en el tiempo, creando una serie de paradojas que rompen con el paradigma temporal y con las reglas que regían este universo. Incluso en el inicio se menciona a la máquina del tiempo como un arma táctica temporal, realzando un nuevo tipo de guerra. Los continuos viajes así como el cambio de enfoque llegan a tal extremo que hasta un personaje llegará a mencionar que son como náufragos del tiempo, personas sin pasado real. Una ruptura de la lógica de Terminator que pretende complicar la trama, pero siendo rebuscado, no realizando un argumento complejo por su profundidad.

Ahora bien, hay quienes esperaban más de esta película de lo que realmente es. Cuando una obra no satisface ese horizonte de expectativas, nuestra consideración sobre la misma es negativa y de ahí la sucesión de malas críticas. Si encuadramos Terminator Génesis como una película de acción y de ciencia ficción, veremos que funciona mejor como lo primero que como lo segundo. No plantea grandes reflexiones, ya que las que pudiera ofrecer las hemos podido ver en esta misma saga o, incluso, en otras películas, sino que funciona mejor en esa mezcla humorística con escenas de acción pirotécnicas y grandilocuentes. Una persecución continua que funciona bien para mantener entretenido al espectador con este esperado taquillazo, sin ir más allá de eso. El problema es que en una saga como Terminator, que sí parecía haber ido más allá, hay también un nivel de exigencia que no hubiera existido de haber sido una película independiente de la franquicia.


A ello se le suma una nefasta campaña de promoción, no tanto por su repercusión, como por arruinar las posibles sorpresas que ofreciera el guion. Si la película pretendía crear un golpe de efecto, los trailers e, incluso, la cartelería, lo arruinaron. Podemos evaluar si el giro es acertado o no para la trama, pero no cabe duda de que, de no haber sido por una mala promoción, hubiera tenido un efecto considerable en el espectador medio. Algo que, lamentablemente, ya ha sucedido en el pasado con otras películas, como El planeta de los simios (Franklin Schaffner, 1968). 

Terminator Génesis funciona bien como una entretenida película de acción, cuyos chistes y homenajes gustarán a quienes conozcan la franquicia, pero poco más. Cuenta con un primer tramo muy conseguido y algunas escenas visualmente potentes, pero está falta de un desarrollo más logrado con respecto a sus personajes y una profundidad que la eleve a algo más que entretenimiento (aunque este ocio también sea necesario de vez en cuando).


Escrito por Luis J. del Castillo



Adaptaciones (XLVIII): Los pájaros, de Alfred Hitchcock

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Nada parece especialmente inquietante la mañana que Melanie Daniels (Tippi Hedren) entra en una pajarería para interesarse por un encargo. Nada salvo el plano ordinario que la muestra contemplando un cielo cuajado de gaviotas sobre la ciudad de San Francisco. En la tienda tendrá ocasión de conocer, participando del guiño clásico del equívoco, al abogado Mitchell Brenner (Rod Taylor).

Allí, las aves están compartimentadas, debidamente clasificadas. Una circunstancia que hallará su parangón en el momento en que la joven se encuentre enjaulada en el hogar de los Brenner, junto al resto de sus componentes, la hermana menor del letrado, Cathy (Veronica Cartwright), y la madre, Lydia (Jessica Tandy).

La vivienda se encuentra en la población de Bodega Bay, al norte de California. Un lugar al que Melanie ha acudido, forzando el destino de modo juguetón, con el fin de propiciar un nuevo encuentro con Mitchell. En dicha comunidad también reside otra antigua pretendiente, la profesora de escuela Ann Hayworth (Suzanne Pleshette).

Todo parece dejado al azar y, de igual modo que hacen las aves, Melanie acecha en la distancia y como un juego a los Brenner, con la intención de poder depositar en el interior de la casa un regalo para Cathy: una pareja de periquitos.

Con todo ello demuestra que es una persona de recursos, que suele dominar la situación, aunque las circunstancias, por vía del sambenito, la hayan superado a veces. En cualquier caso, está en la naturaleza el acechar sin ser visto, tratando de pasar lo más desapercibido posible. Los pájaros también lo hacen.


A esta narrativa tan ontológica como ornitológica, se añade una forma de “aislar” personajes y actitudes dentro del plano; otra de las características gramaticales más definidoras de Alfred Hitchcock (1899-1980), que volvió a demostrar su pericia como narrador en imágenes en Los pájaros (The birds, Universal, 1963), adaptación del relato de Daphne Du Maurier (1907-1989), convenientemente desarrollado por Evan Hunter (pseudónimo de Ed McBain; 1926-2005).

Hitchcock ya había realizado otras dos películas basadas en obras de la escritora inglesa: Posada Jamaica (Jamaica Inn, Mayflower, 1939) y la célebre Rebeca (Rebecca, Selznick, 1940), escritas en 1936 y 1938, respectivamente. Una relación fructífera que culminó con la presente adaptación, reflejo de unas actitudes que, en el fondo, son soledades. De algún modo, todos los personajes de la historia, o se encuentran solos (pese a estar acompañados), o temen estarlo.

A ello se suma la arbitrariedad de unos sucesos que tienen su correlato en otras conductas humanas más descarnadas, como constata Mitchell al comentar uno de los casos que hubo de defender, en el que un marido descerrajó a su esposa seis disparos frente al televisor por el mero hecho de haber cambiado de canal.


Cuando los pájaros penetran en la casa de los Brenner se adueñan de ella. En el plano final de dicha secuencia, estos campan a sus anchas por el salón, momentos después de que el comisario (Malcolm Atterbury) asegurara que los pájaros no atacan sin un motivo justificado. Lo cual podía ser cierto hasta ese momento, como también habrá de asumir la ornitóloga Mrs. Bundy (Ethel Griffies), representante de la “oficialidad” ante los lugareños que se reúnen en un café-bar. Ella no puede creer aquello que otros ya han observado.

Acertadamente, Hitchcock evita proporcionar pistas acerca de la etiología del fenómeno, eludiendo una explicación oficial o “climática” concreta y proporcionando, a cambio, un clímax tan indefinido y perturbador como en el original literario. Un quiebro en el que el punto de vista se ha trasladado a las aves. A ellas corresponde contemplar a los humanos desde los tendidos eléctricos, canalones o el mismo cielo, su lugar más privilegiado, como demuestra ese plano “imposible” que convoca a las gaviotas sobre las alturas de Bodega Bay.

A este espléndido momento se añade la concentración de cuervos “en lo que dura un pitillo”, la puerta que se deshace a causa de los picotazos, la secuencia del ataque de los pájaros a los alumnos de la escuela local y a Melanie, primero en una motora y después en la referida vivienda; las tazas rotas en la granja que visita Lydia, o el plano final, con la mirada puesta en una conclusión argumentalmente imprecisa y turbadora.


Una anormalidad que también queda ilustrada por medio de planos picados y cenitales, angulaciones y movimientos poco habituales, el silencio roto por el sonido de los pájaros, la periodicidad en los ataques y los traicioneros picotazos durante los periodos de “inactividad”.

Anomalías insólitas y, de algún modo, convenidas (salvo, tal vez, por los periquitos…), que exigen que se eche la culpa a algo o alguien, como suele ocurrir cuando se trata de racionalizar todo aquello que escapa a nuestra comprensión. En esta ocasión, el blanco será la forastera, por parte de una madre aterrorizada y supersticiosa (Doreen Lang). Raramente tenemos en cuenta lo impredecible.

En este sentido, a la fotografía de Robert Burks (1909-1968), debemos añadir los excelentes efectos visuales de Albert Whitlock (1915-1999), en el mencionado plano de clausura o durante el ataque de los pájaros a la comunidad; junto al vestuario de Edith Head (1897-1981), la edición de George Tomasini (1909-1964) y el diseño de producción de Robert Boyle (1909-2010).


Una última y estimulante imagen la hallamos en esa bahía que Melanie atraviesa con una motora; un espacio convertido en frontera natural o tierra de nadie, que muy pronto llegará a disponer de dueños muy concretos.

Escrito por Javier C. Aguilera



Guardianes de la Galaxia, de James Gunn

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Marvel se ha propuesto llenar las pantallas de sus superhéroes, creando todo un universo cinematográfico que fuera equiparable en éxito a su plantel editorial. Para ello, era necesario recurrir a sus héroes más célebres, como Iron Man (2008), The Incredible Hulk (2008), Thor (2011) o Captain American: The First Avenger (2011), con los que enganchar al espectador y después introducir algunos menos conocidos, pero inmersos en las mismas claves que nos vendieron con los personajes más conocidos, sobre todo cuando algunas de sus licencias no les permitían usar a Spiderman, X-Men o Los Cuatro Fantásticos.

No obstante, eso también daba cierto margen para crear historias originales a partir de algunas de sus creaciones menos populares fuera del mundo del cómic y convertirlos en éxitos de taquilla gracias a la fama adquirida por sus producciones. Y eso sucedió con Guardianes de la Galaxia (2014).

Al frente de la dirección de esta película de superhéroes menos conocidos para los no aficionados al cómic estuvo el estadounidense James Gunn. Aficionado desde joven a las películas de zombies, de ahí seguramente su atracción por el género del terror, mostrado en la escritura del guion del remake de El amanecer de los muertos (2004) o en su película Slither (2006). Ya ha trabajado en películas cómicas sobre superhéroes, como The Specials (2002) y Super (2010), esta última una sátira a este tipo de mundos, y volverá al mundo de Marvel con Guardianes de la Galaxia 2 (2017). Si va a tener segunda parte, no solo se debe a los planes de Marvel, sino también al gran éxito que ha tenido por parte de crítica y espectadores. Esto se debe a lo bien que juega la película con sus características, esencialmente el humor, en ocasiones absurdo, que aligera y parodia otras películas de superhéroes que suelen ser más acartonados, en línea con las historias clásicas de lucha entre justiciero y villano. 

James Gunn (izquierda) dirigiendo Guardianes de la Galaxia
Peter Quill (Chris Patt) fue secuestrado cuando era niño de su familia en la Tierra tras la muerte de su madre por una banda de ladrones, desde entonces se ha convertido en un cazarecompensas de actitud cretina y con aires de grandeza, bajo el nombre de Star-Lord. Sin embargo, uno de las piezas que consigue de un planeta olvidado lo pondrá en el punto de mira de otras personas, que querrán hacerse con ella por esconder un arma de destrucción espacial. En su viaje se encontrará con una serie de extraterrestres descarriados y con diferentes traumas con los que logrará alcanzar un objetivo más elevado: salvar el mundo de Xandar.

La película recupera cuestiones clásicas con las que realizar una película no solo entretenida, sino también con un ritmo muy agradable, con desarrollo de personajes y de tramas así como un humor que remite a costumbres humanas incomprendidas por los extraterrestres como a ciertos hitos desde los sesenta hasta los ochenta, que hará que el disfrute de la película se expanda más allá de un público joven. Se incluye aquí la banda sonora, compuesta por Tyler Bates, en conjunción con una serie de canciones de la época antes señalada que conforma la lista Awesome List, Esas canciones proporcionan referencias culturales, pero también un toque muy personal a la película, que podemos entenderla de forma humorística al acompañar escenas espaciales y de aventuras con canciones con las que guardan poca relación, sino que, por el contrario, han formado parte de la vida normal de las personas durante varias décadas.


Sobre el ritmo narrativo, debemos destacar su regularidad, alternando entre momentos de acción con momentos de pausa eficaces para ir desarrollando a cada personaje a través de las distintas situaciones. Gracias al mismo, los personajes se van introduciendo con pinceladas, pero logran establecer una personalidad más profunda y dramática.

Aunque el personaje central sea, claramente, Star Lord, cuya fachada chulesca esconde un corazón bondadoso y un anhelo por su pasado perdido, el resto de personajes ofrecen un estupendo cuadro que reparte drama y humor a partes iguales, no estando todo acumulado en uno solo. Gamora (Zoe Saldana) es de los personajes más serios, consciente del peligro que les acecha y deseando traicionar a quien acabó con su vida para proporcionarle un destino más atroz; sin embargo, no puede evitar las muestras de su bondad ni su desconocimiento sobre la forma de divertirse.


Rocket Raccoon (Bradley Cooper) y Groot (Vin Diesel) son la pareja más estrafalaria del grupo, siendo un mapache y un árbol genéticamente modificados, respectivamente. El primero funciona como el mecánico del grupo, pero a pesar de su apariencia y de los chistes sobre ella, da muestras del terror y el dolor que le produce ser único en todo el universo, puesto que ello le costó un gran sufrimiento por los experimentos. Su actitud es similar a la de Star Lord, en cuanto a ser un cazarecompensas, pero les distancia la irascibilidad de Rocket.

Groot, por su parte, se distancia del resto del grupo al ser el único inocente así como el más desconocido por su incapacidad expresiva. Sin embargo, proporciona algunos momentos emotivos durante el metraje y cierto humor blanco, complementando así al resto. Drax el Destructor (Dave Bautista) concluye al grupo de los Guardianes de la Galaxia posicionándose como una persona vengativa y muy irascible, pero leal y fuerte para proteger a sus compañeros. A pesar de su apariencia, su procedencia permite jugar con chistes lingüísticos (al no entender los dobles sentidos).


Por contra, el buen desarrollo de estos personajes, cuya identidad queda muy bien marcada dentro del grupo y donde se añaden subtramas personales que se podrán ir completando en otras entregas, pero que aquí son suficientes para presentarlos, no tiene relación a Xandar ni al villano principal.

Ronan el Acusador (Lee Pace) es retratado como un fanático y radical religioso que quiere continuar una guerra milenario contra los xandarianos, sin embargo, como él mismo señala, nadie conoce la causa original, sino que ya se ha convertido en la venganza por la venganza. Aunque justificado así, no deja de ser un punto flaco para la película el hecho de que el villano tenga un desarrollo tan flojo.


Tampoco se detiene el guion a explicarnos más sobre esta cuestión ni sobre Xandar y su equipo Nova, liderado por Nova Prime (Glenn Close) y Rhomann Dey (John C. Reilly), que se equipara a los grandes gobiernos terrícolas, pero sin ninguna otra explicación. En ese sentido, la película se convierte en un "salvar un planeta de su destrucción" como compromiso con el bien, lo que nos devuelve a una situación maniquea más típica y poco relacionada con unos personajes principales que son capaces de un doble juego moral (Gamora traicionando a sus primeros aliados o Drax en busca de una venganza sanguinaria).

Podemos destacar también la presencia de Michael Rooker como el bandido Yondu, un personaje que actúa por beneficio propio, pero que proporciona, a su vez, algunas escenas interesantes gracias a su personalidad. O Benicio del Toro como el Coleccionista, algo eclipsado por las circunstancias que ningunean al personaje.


James Gunn tampoco se detiene demasiado en confundir al espectador y crea escenas de acción en el espacio que recuerdan a la saga de Star Wars a la vez que da un enfoque que recuerda a otras grandes obras de aventuras, pero todo aliñado con un toque de humor que le otorga personalidad a la película, tornándose así como una mezcla entre space opera y comedia de aventuras). Incluso resalta el hecho de que se haya preferido el maquillaje para los extraterrestres, dando la sensación de artesanado que se estaba perdiendo en la industria a favor de la recreación digital, aún cuando a algunos espectadores les pueda resultar un poco ridículos.

Algo que también puede suceder con algunos giros que recurren a ese humor absurdo, incluso en las escenas más tensas, pero que encaja perfectamente con el tipo de personajes que se han creado durante todo el metraje. Además, las tramas que quedan abiertas no solo sirven para futuras secuelas, sino que explican sucesos de esta misma película, como la capacidad de Star Lord para sobrevivir en cierta situación de la película.


En definitiva, lo mejor de Guardianes de la Galaxia es que es capaz de reírse de sí misma y de no ser una película más de superhéroes salvando el día, y todo ello no tanto por la trama como por la buena fusión entre su humor y un desarrollo personal y original de personajes, que funcionan mejor como antihéroes que como los héroes habituales.

Escrito por Luis J. del Castillo



La heredera, de William Wyler

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Dedicado a Simón.

No es del todo cierto eso de que el amor se marcha con la misma facilidad con que llega. Aunque ya no se encuentre a nuestro lado, de alguna forma, permanece. 

Una pérdida no es necesariamente sinónimo de fracaso, pero sea como fuere, nos enseña a madurar como personas, nos conforma y fortalece, siempre que uno esté dispuesto a aprender.

Por ello, no es casualidad que el tema de amor de la película La heredera (The heiress, Paramount, 1949) sea el poema de Jean Pierre Claris de Florian (1755-1794) titulado Plaisir d’amour, una de las más bellas composiciones amorosas y también una de las más atribuladas, debidamente musicalizado por Jean Paul Égide Martini (1741-1816) en 1784. 

No en vano, descubrir una obra de arte es identificarse con lo que de uno mismo existe dentro de esta.

Las fiestas, el alternar con la gente joven, la ilusión, el desengaño (no solo entre prometidos, también entre familiares), la ingenuidad, la muerte de la inocencia, la desesperación… pueden no desaparecer nunca, pero, sin duda, forman parte del universo de la adolescencia. Incluso hoy, casi todo estímulo visual está dirigido y pertenece a los más jóvenes, incluyendo aquellos acontecimientos ajenos que conducen al pesar.

En el mundo femenino de antes de ayer, con determinada edad, ya se podía considerar a una persona que no hubiera contraído matrimonio como “una solterona”; situación que está bordeando Catherine Sloper (la excelente Olivia de Havilland, cuya actuación fue premiada con un Óscar), la heredera del título.

Sus escasos dones de gentes y su discreto atractivo (mengua favorecida por la actriz), la mantienen al margen del circuito habitual de la vida. La ya no tan joven muchacha es insegura y apocada, pero posee dinero. De tal modo que, hasta cuando su padre, el eximio doctor Austin Sloper (un espléndido Ralph Richardson), la contempla, solo ve en ella una inversión que ha de mantener a buen recaudo de los desalmados. Además, no puede evitar compararla con su difunta esposa, compendio de todas las virtudes naturales y sociales, en un acto no exento de acusada idealización.


De este modo, cuando aparece un pretendiente con intención de cortejar a la casadera, en la figura del agraciado aunque menesteroso Morris Townsend (Montgomery Clift), se disparan todas las alarmas. La aquiescencia de la tía, hermana de la fallecida esposa del doctor, Lavinia Penniman (Miriam Hopkins: recalco que todos los actores están magníficos), será fundamental para que la ilusión y el deseo broten al fin en la muchacha, que ya observa cómo la presente puede ser su primera y última oportunidad en el amor. Pero Morris es un hombre que no ofrece nada material “a cambio”; por lo que es posible, como teme el progenitor, que en definitiva, no esté ofreciendo nada de nada.

No me agrada deshilvanar los argumentos de las obras literarias o cinematográficas, algo que parece práctica común en demasiadas páginas, y que me resulta inaudito (comentarios “de solapilla” en la línea de lo que sucede con los actuales trailers: ya no se invita al espectador, se le cuenta la película, directamente). Digamos entonces, sin ánimo de facilitar excesivas pistas, que a las dudas de si Morris siente interés por la persona de Catherine o por su dinero, se suman, en primer lugar, la atracción física de la soltera hacia el joven, y más tarde, el amor sincero de una Cathy que, también por vez primera, se siente lo suficientemente estimulada como para abandonarse al futuro.


Pero dos circunstancias sobrevuelan esta relación. Por un lado, hasta qué punto sería aconsejable comprar la felicidad ante la duda, no ya de una auténtica correspondencia amorosa, sino de una simple meta matrimonial; línea argumental que la tía está dispuesta a asumir y que más tarde hallará la connivencia de la propia sobrina. Y por otro, hasta qué punto se puede ser sincero y certero en los juicios, sin necesidad de resultar cruel; otro de los nudos gordianos de la trama, por mucho que, como asegura el doctor, “la gente no se muere por esas cosas”. De hecho, la ausencia de comprensión y de cariño serán los aspectos verdaderamente devastadores del relato; y estos se presentan del modo más inesperado, casi como una revelación.

En definitiva, todo un análisis social y humano, proporcionado por la novela –que aún no he tenido ocasión de leer- de Henry James (1843-1916), Washington Square (1880), ambientada en el Nueva York de la segunda mitad del diecinueve, y adaptada para el cine y el teatro por Ruth (1908-2001) y Augustus Goetz (1897-1957), en 1947. Con respecto a la traslación cinematográfica, hemos de mencionar la dirección artística de Harry Horner (1910-1994), el vestuario de Edith Head (1897-1981), la edición de William Hornbeck (1901-1983), la fotografía de Leo Tover (1902-1964) y la aportación musical del gran Aaron Copland (1900-1990).


Del saber hacer de su director y productor, William Wyler (1902-1981), dan buena cuenta resoluciones visuales como la presentación de Morris ante Cathy y su tía Lavinia durante un baile. Esta tiene lugar de espaldas (en tanto que ellas permanecen de frente), por lo que el realizador muestra, en primer lugar, la impresión que el joven produce en ambas.

A este instante podemos añadir el plano que muestra a Cathy posando su mano sobre uno de los guantes de Morris, o la entrevista con la hermana de este, la señora Montgomery (Betty Linley), que incluye el inteligente momento en que la invitada observa la fotografía de la esposa muerta… después de haber conocido a Cathy. Un retrato que el doctor se llevará consigo cuando se encuentre enfermo.

Por descontado, también destaca la secuencia final, en la que Morris reclama el amor de Carthy o, con anterioridad, el plano que muestra la angustia del paso del tiempo, de la fulminante comprensión de todas las palabras dichas hasta entonces y la implacabilidad de los hechos. Situación proseguida por una Cathy que remonta las escaleras de su casa completamente abatida. La traumática vivencia tendrá su contrapartida, en idéntica disposición espacial, justo al término del relato, cuando la mujer recupere, casi beatíficamente, la dignidad que ha de completar su transformación interior y exterior, ya como heredera.


Hace cien años… indica el rótulo con el que da inicio el relato. Pero lo cierto es que lo que en él se nos narra ha venido sucediendo incluso hace más tiempo, desde el principio del mismo; de igual modo que, prejuicios aparte, puede estar ocurriendo en estos momentos (por supuesto que todo el trabajo de ambientación es excelente).

Es el amoroso un mundo tan pleno como ingrato, en el que muy a menudo se recoge lo que se siembra. Al fin y al cabo, el placer de amor solo dura un instante, mientras que el dolor de amor dura toda la vida.

Escrito por Javier C. Aguilera




Noticias: Próximamente en BdC

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Fontana di Trevi (Roma), fotografía de LJ
Un mes tranquilo de julio donde hemos podido disfrutar de interesantes entradas y buenos números. Con nuestra constancia alcanzamos las 16 entradas mensuales y seguimos con las visitas mensuales superando las 11000 visitas. Damos la bienvenida también a los nuevos seguidores de nuestras plataformas, los 2 nuevos de Blogger, que alcanzan ya los 168, junto a 3 me gustas en Facebook, con 160 totales, y 11 seguidores más en Twitter, con 532 totales.

También debemos mencionar el aumento de visitantes estadounidenses, a la par con los españoles e, incluso, superándolos en visitas algunos días. Seguidos por alemanes y mexicanos, a los que agradecemos siempre su presencia. Saludamos además al resto de países sudamericanos que conforman el grueso del resto de visitantes.

Hitchcock en el set de rodaje de Los pájaros
 Este mes han compartido protagonismo el cine y la literatura, como es habitual en nosotros. Comenzamos con literatura, con una obra tan especial como el primigenio Poema de Gilgamesh, pero también una novela negra de Mary Higgins Clark, El secreto de la noche, y una novela de corte fantástico, inicio de una trilogía, El nombre del viento, de Patrick Rothfuss. En cuanto al cine, hemos continuado con el ciclo del mago en su sexta entrega, Harry Potter y el misterio del príncipe, así como un western de la talla de El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford, o una de las obras más célebres de Hitchcock, Los pájaros. Pero este mes también ha habido espacio para la publicidad, en este caso sobre neuromarketing.

Además, hemos dado la bienvenida a una nueva sección que no solo añade más contenido, sino también una nueva faceta para nuestro blog, uniéndose así al cine, a la literatura, a la música, a la publicidad y a los videojuegos: la psicología. Con el título de La caja de Psique exploraremos temas relacionados con el mundo de la psicología, comenzando por el inconsciente en su primera entrega. Estas aportaciones serán llevadas a cabo por nuestra compañera Mariela B. Ortega, con lo que seguimos completando el carácter multidisciplinar de nuestro blog cultural.


¿Y qué hemos guardado para agosto? Continuaremos el ciclo de adaptaciones de Harry Potter, tendremos otra entrega de La caja de Psique, más películas para El autocine, algún clásico de la literatura española, más cine, algo de publicidad y, por supuesto, literatura. Tenemos de todo un poco para ir cerrando el verano, tan solo faltas tú y tus comentarios, tu forma de hacerte presente en nuestro blog, compartiendo con nosotros tus opiniones y valoraciones.

¡Te esperamos!

Un saludo,
Luis J. del Castillo

PD: Para concluir este resumen, una simpática canción sobre el verano del grupo indie Papa Topo, a ver si os sirve para refrescaros de estos días tan calurosos.


"El crítico debería ser, en general, el intermediario entre el autor y el público, explicando al segundo las intenciones del primero, dando a conocer al primero las reacciones del segundo, ayudando a uno y a otro a ver más claro"

                  -François Truffaut



Fundación (Trilogía Ciclo de Trántor), de Isaac Asimov

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¿Y si todo hubiera sido ya escrito y no fuésemos más que peones en un ciclo vital que nos resulta novedoso? ¿Y si todo lo relacionado con la historia y la evolución humana pudiera ser anticipado con una precisión casi científica?

Esta es la premisa argumental de la saga Fundación (cuya trilogía principal ha sido recogida por DeBolsillo en un solo volumen, 2010), obra del escritor, divulgador y profesor de bioquímica, Isaac Asimov (1920-1992). Posteriormente, el autor completó esta trilogía inicial con otros títulos, como Los límites de la Fundación (Foundation’s edge, 1982), Fundación y Tierra (Foundation and Earth, 1983), Preludio a la Fundación (Prelude to Foundation, 1988) o el póstumo Hacia la Fundación (Forward the Foundation, 1993), pero estos no serán comentados en el presente artículo, por la sencilla razón de que aún no he tenido oportunidad de leerlos, y en cualquier caso, la trilogía original nos basta para adentrarnos en el particular universo del escritor de origen ruso nacionalizado estadounidense.


En la entrega inicial, Fundación (Foundation, 1951), asistimos al final de una era. La sede del Imperio Galáctico se halla en el planeta Trántor, en pleno corazón de la galaxia. Los humanos se han expandido, llevando consigo todo lo positivo que hay en ellos, pero esto no es óbice para que se prevea la irrevocable caída de un imperio colapsado por una administración mastodóntica e inoperante; un sistema anegado por la información y alejado de la cultura; como sabemos, dos vertientes que pueden llegar a ser bastante antagónicas.

En definitiva, el escenario es un conglomerado estatal que se reserva cuantas más funciones mejor, con oportunas conexiones a ámbitos como la educación o la justicia (como corrobora el episodio del juicio al científico Hari Seldon, fundador de la Fundación), y respaldado por una opinión pública sin opinión, porque está “informativamente desinformada” o “formada desinformativamente”.

La censura –y el ridículo- se ciernen sobre aquellos que tienen la osadía de prever y advertir acerca de la catástrofe cultural y material que se avecina (una vez más, queda demostrado cómo los aspectos más inquietantes y opresivos que pueden convertirse en una realidad, ya fueron abordados por las grandes obras de la ciencia ficción). 

El hecho es que, a causa de todo ello, se toma la determinación, más científica que gubernamental, de establecer dos sedes o fundaciones en los confines de la galaxia, con objeto de preservar todo el saber humano, todos esos testimonios de nuestra propia dignidad que, como ardientes sollozos, corren de siglo en siglo, y van a morir a los bordes de Vuestra eternidad, tal cual los supo definir Charles Baudelaire (1821-1867) en inolvidables versos y fértil diálogo con el Creador.

El científico e historiador Hari Seldon se vale de una ciencia estadística denominada psicohistoria, una suerte de leyes matemáticas que determinan la conducta de las masas, idea para nada ajena a la filosofía de nuestro gran pensador Ortega y Gasset (1883-1955) y que, además, refuerza su aserto de que una vez más acontece lo que es habitual en la historia, que ha sido predicha.

En efecto, la psicohistoria es la previsible ciencia de las muchedumbres, contemplada, con el tiempo, como una especie de religión, cuyas fallas (verdaderas o aparentes) deja huérfanos y sin horizonte a todos sus seguidores. Cuando esto sucede, solo cabe o bien sustituirla por otra más atractiva y actualizada (una ideología, por ejemplo), o bien, enfrentarse al vacío existencial degustando los distintos conocimientos en un retiro individualizado (aún en sociedad), lejos del ruido de la política-ficción.

Pero es posible que, incluso estos vaivenes y retrocesos revestidos de avances, hayan sido contemplados por tan determinante disciplina, “quintaesencia de la sociología” que permite reducir la conducta humana a ecuaciones matemáticas, en base al descubrimiento de que “las reacciones de las masas podían ser tratadas estadísticamente”, en tanto que “el ser humano individual actúa como elemento discordante e imprevisible”. Es decir, que “cuanto mayor es la masa, mayor es la exactitud de la predicción(Prólogo, Segunda Fundación).


Antes de que los acontecimientos se precipiten, el joven Gaal Dornick viaja a Trántor para estudiar dicha ciencia de manos de su inventor, el referido Seldon. La sede de estos mundos en extinción responde al apropiado nombre de Terminus. Para todos los planetas conocidos y sus habitantes, existe una lengua universal galáctica.

Desgraciadamente, y como suele ocurrir en la historia, los salvadores de hogaño resultan peor que los opresores de antaño, y la Primera Fundación se va transformando en otro poderoso macro estado galáctico, debido a las rencillas de los comerciantes que intercambian productos derivados de la energía atómica y a la mala distribución de los recursos de la galaxia, quedando arrinconada la misión principal, la preservación y transmisión de una Enciclopedia Galáctica. Pero esta no queda destruida, solo permanece latente.

Mientas esto tiene lugar, el enfrentamiento con un imperio moribundo parece inevitable… y de este (des)encuentro surge Fundación e Imperio (Foundation and Empire, 1952), que narra el inestable equilibrio de esa Primera Fundación (insisto en que, tal vez, se trate de una situación igualmente prevista). Un equilibrio amenazado por la aparición de una variable no contemplada, en forma de mutante; hecho que escapa a la predeterminación de los acontecimientos. ¿Inesperado eslabón o impredecible casualidad? En cualquier caso, se trata de un sujeto incapaz de sustraerse a un albedrío encaminado exclusivamente hacia un nuevo sistema de control por vía del resentimiento (el mutante pretende vengarse por las afrentas sufridas, valiéndose, precisamente, de sus capacidades anormales).


No será el único inconveniente con el que se enfrentará la Primera Fundación. El general imperial Bel Riose también se muestra dispuesto a torcer el determinismo del curso de los acontecimientos aunque, como advertíamos, finalmente será otro personaje quien sí parezca lograrlo, el mutante apodado el Mulo–curioso mote-.

Al dar comienzo las hostilidades entre el Imperio y la Primera Fundación, dicho general se propone aplicar los antiguos métodos estratégicos de combate. Junto a él, pero no a su lado, se encuentran el comerciante Lathan Devers y el anciano Ducem Barr, habitante de un planeta sometido por el Imperio, y nexo de unión con la anterior entrega de la trilogía. Ambos conseguirán arribar al planeta Trántor, sede moribunda del Imperio, con una “información privilegiada”.

Un salto temporal en este segundo mojón galáctico también nos permitirá conocer al joven Toran y a su esposa Bayta, residentes y resistentes del planeta Kalgan. A ellos hay que añadir al capitán Han –también curioso- Pritcher, junto a Ebling Mis, uno de esos científicos que no ha “doblado la rodilla”, y el despótico y ensimismado alcalde principal de esta Primera Fundación, descendiente (no ha sido elegido) de uno de los primeros “tenedores de libros” de la misma (XII), que responde al nombre de Indbur III y que asegura explícitamente que “yo soy el estado”. Hasta ha resuelto prohibir el tabaco, nos indica el autor (XV). La situación ha vuelto al punto de partida.

Pintura de Chris Foss
Héroes, traidores, preservadores de la sabiduría… forman parte de un universo donde el orden, el caos y el azar parecen darse la mano; tal vez, la misma que lo escribe todo.

Siempre es conveniente contextualizar una obra artística, su época y circunstancias. De este modo, en Fundación nos encontramos con la pervivencia del papel como soporte físico (¡tal vez una moda retro!) y, aún más perturbador para algunos, con la televisión (¡es cierto que las sociedades evolucionan e involucionan!). La Biblioteca de la Fundación (o Fundaciones), debido a su labor conservadora, se ha convertido en todo un mito para los habitantes de la galaxia; un lugar de conocimientos sorprendentes y liberadores.

Pero a su vez, la preocupación por el desgobierno queda perfectamente definida en la Conferencia de los veintisiete mundos comerciales, hasta ahora, independientes de Terminus, el planeta madre de la Primera Fundación. Sus representantes son una serie de personajes que pactaron con el antecesor del Mulo en su lucha contra la ya corrupta Fundación, pero con la aparición del nuevo tirano, esta resistencia reasume su apoyo al alcalde Indbur III (el “mal menor”).

Pese a todo, Terminus acaba por desmoronarse con asombrosa facilidad; la psicohistoria no parece haber sido capaz de predecir una actuación como la del Mulo, que con sus poderes paranormales, introduce la referida y fatal variable. Como resumen de esta situación, el científico Ebling Mis comenta que “al parecer es una tentación irresistible renunciar a un poder político en peligro, si ello asegura un control sobre los asuntos económicos(XIX).

Hacía notar anteriormente que era posible que toda esta deriva tortuosa pudiera haber sido ya contemplada, con vistas a ser encauzada por otra “Shangri-La” con su propio devenir y temperamento místico: la Segunda Fundación (Second Foundation, 1953).

La respuesta a las cuestiones planteadas, la hallaremos en esta tercera entrega, que aunque no definitiva sí resulta concluyente. Se inicia cuando el joven arribista Bail Channis y el capitán Pritchard parten tras las huellas de la Segunda Fundación, intercalándose en el relato las impresiones de los consejeros -llamados oradores- de la misma.

El enfrentamiento, o mejor dicho, tormenta de ideas, entre el representante de esta Segunda Fundación, el Primer Orador, y el Primer Ciudadano de la Primera, el mutante llamado el Mulo, se cuenta entre los momentos más memorables de la trilogía, principalmente, por la total ausencia de artificiosidad. Un frente a frente, mente a mente.

Curiosamente, los oradores de la Segunda Fundación y sus discípulos también se comunican por el procedimiento de la “ciencia mental” o telepatía, que es la que ejerce el mutante, aunque con fines muy distintos. Una forma de manipulación o, según su uso, de evolución que, pese a todo, puede ser detectada…

En esta etapa de la psicohistoria se encuentran inmersos, a veces muy a su pesar, a veces de forma incluso divertida, personajes como la adolescente Arcadia Darell, hija del científico Toran; a su vez, descendiente de los anteriores Bayta y Toran.

Para ellos, “la vida es una serie de accidentes que hemos de afrontar con improvisaciones (esto es, saliéndose de lo establecido), puesto que solo la acción conjunta de la humanidad es verdaderamente inevitable(XVI). Además, si se sabe que todo puede estar previsto, se acaba por padecer “un círculo vicioso de dobles intenciones”. Un material en teoría nebuloso, pero que Isaac Asimov sabe desarrollar con gran pericia y sin embarrancar en las orillas de ningún mundo remoto.

Luminoso dialoguista, Asimov va sembrando la narración con ideas muy sugestivas (y plausibles) a través de los distintos períodos que se van sucediendo. Algunos de los capítulos se abren con una entrada lexicográfica de la Enciclopedia Galáctica, aunque con la particularidad de estar incompleta o incluso… tergiversada, como el propio narrador de Segunda Fundación, algo más “involucrado” que los demás, se permite recriminar, no sin cierto sarcasmo.

Otra idea bien expuesta y atractiva se refiere a la detección de las mentes de la Segunda Fundación por medio de un examen encefalográfico. De hecho, “¿cómo puede saber una persona que no es un títere?(XXI).

Pues bien, huyendo del ambicioso Señor de Kalgan y de sus ansias de convertirse en un nuevo déspota al estilo del Mulo (aunque sin sus habilidades psíquicas), la joven y resuelta Arcadia se refugia en Trántor, su planeta de origen, en compañía del “rústico” matrimonio Palver. La Biblioteca Imperial sigue siendo el corazón de este planeta, un mundo recubierto de metal que, en buena medida, ya ha sido desmantelado, dejando entrever, nuevamente, su superficie natural.


El aspecto más estremecedor a nivel argumental es la plasmación de la manipulación emocional; ese influjo invisible que unas personas ejercen sobre otras, unido a un determinado contexto sociocultural. Y es que, ¿a quién no le agrada escuchar aquello que desea oír?

Lo que iba a convertirse en la solución, acomete los mismos errores y degenera en un estado autoritario y coercitivo, solo que bajo otra bandera: la del manoseado igualitarismo -aquí literalmente- con unos ciudadanos que desconocen estar sometidos por la fe a su nuevo líder, el Mulo, el cual posee la capacidad de manipular las mentes, los resortes emocionales de las personas.

En esta situación, Toran, Bayta, Ebling y el simpático bufón Magnífico arriban a Trántor, donde les esperan los dormidos datos de los archivos de la Primera Fundación. Ebling, “absorto en los libros”, pondrá todo su empeño en hallar el emplazamiento de esa otra comunidad hermana, que tan necesaria se ha hecho. Todo el suspense final se centra en las distintas teorías creadas en torno a la ubicación de la Segunda Fundación; finalmente, un asunto que tiene mucho que ver con la semántica…


Los conflictos desplegados en Fundación son los inherentes al ser humano, solo que a un nivel galáctico más que planetario. Las incipientes civilizaciones no pueden prosperar, pese a la bonanza comercial, sin leyes adecuadas ni personas capacitadas que sepan legislarlas y encaminarlas hacia todos, y no únicamente hacia sí mismos (pero no se trata de una crítica al libre comercio, sino a su aplicación salvaje, tanto como a su restricción). Por ejemplo, los primeros comerciantes surgidos a las luces de la Primera Fundación, poseen el valor e iniciativa de los primeros colonos; son los valedores de una empresa que trata de vencer multitud de obstáculos.

Por desgracia, las civilizaciones suelen responder a ciclos bien determinados; progresan y decaen. Ciertamente, el ser humano es prisionero de su propia naturaleza, pero de entre toda la masa, emergen sensibilidades concretas y caracteres nobles, cuyas funciones orgánicas van más allá de procrear o de distraerse en los ratos libres frente al televisor. En la trilogía de la Fundación, son la salvaguarda de la Historia.


En realidad, dicha trilogía es un relato sobre la circularidad del paso del tiempo, sobre el esfuerzo por expandirse trasladando consigo todo un legado cultural; y no solo su máscara: uno o un millón de idiomas… Un saber que atañe a toda la raza humana.

Pero Fundación también versa sobre la casi ilimitada capacidad de ese ser humano para sacar partido de las situaciones más extremas, por medio de su perspicacia. Al menos, durante el tiempo de que dispone. En términos cósmicos, prácticamente nada, pero a escala humana, un intervalo sumamente valioso.

Escrito por Javier C. Aguilera



Adaptaciones (XLIX): Harry Potter y las Reliquias de la Muerte - Parte 1, de David Yates

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Llegamos al final del camino o al que se suponía sería el final, pero que se dividió en dos películas: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte Parte 1. Podríamos suponer que esta decisión, que sentó precedente para otras adaptaciones posteriores, como en el caso de la franquicia Crepúsculo o con Los juegos del hambre, pudo responder a razones económicas, con el deseo de estirar a la gallina de los huevos de oro, cosa que también se puede pensar del spin-off que llegará el próximo año. No obstante, en una saga de tal extensión como la del joven mago, esta división en dos entregas permitía concluir de forma más adecuada con los cabos que se habían abierto a lo largo de la franquicia y adaptar de la mejor manera el último libro.


Debemos reconocer aquí la capacidad de J.K. Rowling para lograr que los elementos de las primeras historias, de carácter autoconclusivas, adquieresen importancia en la resolución definitiva, consiguiendo así que el camino recorrido hasta el momento tuviera un hilo conductor lógico y bien construido. No obstante, el guionista Steve Kloves, encargado de la adaptación de todas las entregas, salvo de la quinta, y el director, David Yates, afrontaban el desafío de, por una parte, superarse tras una desaprovechada sexta película, Harry Potter y el misterio del príncipe, y, por otra, solucionar aquellas incongruencias que pudiera ocasionar las modificaciones realizadas en otras películas con respecto a los libros. 

Si las anteriores entregas avisaban de la situación bélica a la que se iba acercando la saga, esta nos introduce de pleno en ella desde el principio. Harry (Daniel Radcliffe), Ron (Rupert Grint) y Hermione (Emma Watson) comienzan la búsqueda de los horrocruxes dejándolo todo atrás, con el fin de poder derrotar a Lord Voldemort (Ralph Fiennes). Un viaje que no será sencillo y que podría aumentar la distancia entre ellos mientras, alejados de todos a quienes quieren proteger, temen por la vida de sus seres queridos y de las consecuencias de la expansión de la oscuridad hasta el mismo Ministerio de Magia. De forma paralela, Voldemort busca desesperadamente el arma que le permita acabar con el niño que vivió.


En toda la película observaremos relaciones con anteriores entregas, pero aún más, podemos notarla como una continua despedida a los tópicos frecuentes de la saga. Un quiebro que muestra bien la ausencia de Dumbledore (Michael Gambon) y un protagonismo centrado en el trío y en su viaje, ausentes de todo lo que sucede en el mundo en el que han vivido hasta ahora. La marcha de los Dursley ante el peligro, el obliviate a los padres de Hermione (por cierto, la madre de la bruja en esta ocasión encarnada por Michelle Fairley, actualmente más conocida por su papel como Catelyn Stark en la serie Juego de Tronos), la varita rota, la posterior muerte de Hedwig, unida a la de otros aliados, pertenecientes a aventuras anteriores, el no regreso a Hogwarts (sin que el castillo llegue a aparecer en toda la obra), la traición de Snape, el peligro real que supone ahora decir el nombre de Voldemort, a pesar de haber luchado por decir su nombre libremente en el resto de entregas, o la gran inseguridad a la que se ve expuesto el trío protagonista dan buena cuenta de la diferencia de carácter de esta película con respecto a las otras.

Aunque, a su vez, esta última aventura se alimente de esta nostalgia y del mundo creado anteriormente para lograr ese efecto antitético. Sin lugar a dudas, un espectador ajeno a la franquicia no entendería bien el significado real y completo de todo lo que sucede en pantalla, ni del valor que tienen algunos de estos personajes u objetos. Por ejemplo, el testamento de Dumbledore, con una escena algo inquietante protagonizada por el nuevo Ministro de Magia (interpretado por Bill Nighy) aumenta esta interrelación con obras anteriores, al recuperar elementos como el desiluminador o la snitch dorada de la primera entrega, o la espada de Gryffindor, objeto estelar en la segunda.


Por otra parte, no hay espacio para la tranquilidad segura a la que nos tenía acostumbrada la saga. Los momentos menos tensos del tramo inicial, con la boda de Fleur y Bill, por ejemplo, son sucedidos por escenas de batalla confusas, pero espectaculares. Esta confusión no sucede como tal en el resto de la película, ofreciéndonos la sensación de que el director optó por esta opción para aumentar la sensación de peligro de los personajes. Yates, que como dijimos con respecto a su primera participación en esta saga, estaba acostumbrado a tratar temas como al corrupción o las intrigas institucionales, por lo que su eficacia en este campo se muestra claramente en lo relativo al Ministerio de Magia, la reunión de los mortífagos o la persecución a Harry. Ahora bien, la película cuenta con un problema de ritmo y de equilibrio. 

Entre otras cuestiones, al ser la mitad de la adaptación, no cuenta con una resolución, como era habitual en todas las entregas de la franquicia, que parecían concebidas como autoconclusivas. En este caso, la excepción sería, seguramente, de la anterior, cuya resolución (mayor en el libro) abría en realidad el argumento de esta última aventura, pero con un dramático giro de los acontecimientos.


Así pues, encontramos cierto letargo en el viaje de los protagonistas, aunque su construcción cuenta con elementos que potencian aquello que pretende transmitir. Por ejemplo, se vuelve a recurrir al paisaje, con una fotografía que nos muestra la desolación mientras se escucha ininterrumpidamente lo que podríamos denominar radio de guerra, aunque este recurso se haga demasiado evidente y casi de forma artificial: allá por donde van los personajes, no hallan ninguna señal de vida, sino solo su ausencia. La distribución de la cinta queda así en tres fragmentos: un tramo inicial intenso, donde encontramos las despedidas antes mencionadas y los dos ataques, tanto a Harry como a la boda; un tramo medio que transcurre con mayor lentitud, en el que observamos el viaje en busca de los horrocruxes y de la forma de eliminarlos, con momentos puntuales de acción, como las escenas del Ministerio de Magia, que sirve de bisagra entre el otro tramo y este, o la destrucción del guardapelo; y un tramo final que recupera la intensidad mediante el clímax que supone el descubrimiento de las Reliquias de la Muerte y la escaramuza en la mansión de los Malfoy (aunque considerándolo mejor, el clímax de toda esta película es la Parte 2).

A esta cuestión temporal se une una cuestión técnica relativa a la fotografía. Como ya hemos mencionado, la saga se ha ido oscureciendo no solo en su temática y en su madurez, sino también en su fotografía. En esta ocasión, se prosigue con la preferencia por los tonos azulados y grisáceos, optando en ocasiones por una postproducción de oscurecimiento y aumento del constraste que provoca que el espectador no llegue a ver qué está pasando en la cinta (sucede, por ejemplo, cuando Harry y Hermione investigan en la casa de Bathilda Bagshot).


Retornando a cuestiones y decisiones argumentales, debemos apreciar la introducción de algunos momentos de humor bien introducidos y que aportan cierta relajación a la tensión permanente de la película. Podríamos poner el ejemplo de la poción multijugos, tanto en su primer uso con la aparición de los siete Harry, como en su segunda uso durante la travesía por el Ministerio de Magia, con algunos diálogos hilarantes, especialmente los relativos a la transformación de Ron.

En este fragmento también recuperamos a uno de los personajes más odiados de la saga, Dolores Umbridge (Imelda Staunton), que, en línea con lo ya mostrado, prosigue su opresión a través de la institución ahora dominada por Voldemort. La visita obligada de nuestros protagonistas al Ministerio funciona tanto por lo que supone la búsqueda del guardapelo como horrocrux como para observar la maquinaria del Estado mágico corrupta por la manipulación del mago oscuro.


Ahora bien, aunque el argumento principal de la obra sea la búsqueda y destrucción de los horrocruxes, la aparición constante de la simbología referente a las Reliquias de la Muerte y su posterior explicación se relacionan con la necesidad de Voldemort de encontrar un arma con la que derrotar a Harry Potter, a fin de evitar el priori incantatem de su último enfrentamiento, en Harry Potter y el cáliz de fuego(2005). Esto permite que nuestra atención también se desvíe en algunas ocasiones, y a través de las visiones de Harry, a algunas escenas protagonizadas por el mago oscuro, como el interrogatorio a Ollivander y la posterior y constante búsqueda de la Varita de Sauco.

En este sentido, debemos destacar toda la secuencia animada creada para el cuento de las Reliquias de la Muerte, que proporciona un interesante recurso visual, hasta ahora no empleado en la franquicia, y que enriquece la película con una especie de cortometraje muy bien realizado narrativa y estéticamente, gracias a la labor del suizo Ben Hibon y del equipo de efectos animados. Sin lugar a dudas, de lo mejor realizado de la obra. La Parte 2 cuenta precisamente con una secuencia similar, aunque no sea animada, en tanto que explica cuestiones relativas al pasado y que resulta fundamental para el relato, como en este caso, por lo que podemos señalarlas como dos pilares necesarios y esenciales de sendas películas.


Con respecto a los protagonistas, debemos señalar cómo el peso de la trama recae sobre el trío de Harry, Hermione y Ron, de manera fidedigna al libro, lo que aparta la visión de lo que sucede en el mundo mágico en su ausencia. Ya mencionábamos la lentitud del tramo medio cuando comienzan a viajar por los parajes abandonados que simbolizan cierta devastación y trasmiten inseguridad y soledad, cuestiones que también se observan en la actitud de los personajes, incluso cuando usan los hechizos de protección. En ello jugará un factor importante el guardapelo, en tanto que, al igual que el Anillo Único de El señor de los anillos, aumenta su irascibilidad a partir de sus preocupaciones reales.

En este sentido, hay opiniones contrarias a la marcha de Ron del grupo durante determinado periodo de tiempo; es cierto que su ausencia es notable por su duración, pero también que su retorno, con la escena CGI en la que se muestra su mayor miedo se relaciona directamente con el carácter del personaje. No es la primera vez que por cuestión de envidia o celos, Ron se ha separado de sus amigos, especialmente de Harry, ya lo vimos, por ejemplo, en la cuarta entrega. Esto se relaciona directamente con su deseo de fama, que estaba presente en el personaje desde el principio, como pudimos comprobar con su visión ante el Espejo de Oesed en Harry Potter y la piedra filosofal (2001): se veía famoso y admirado por todos. A su vez, su mayor miedo es perderlo todo (en este caso, el amor de Hermione) porque otro le supere; en este caso, su mejor amigo y Elegido: Harry. Ahora bien, la escena se alarga excesivamente y llega a resultar ridícula en culmen.


A su vez, mientras Hermione y Harry permanecen solos, observamos cómo su relación se estrecha, incluyendo la escena del baile bajo el son de la canción O'Children de Nick Cave and The Bad Seeds, que tampoco ha sido generalmente apreciada por algunos sectores críticos, pero que sirve para reflejar el estado de ánimo de estos dos personajes, más solos que nunca, que encuentran el apoyo el uno en el otro sin ser realmente pareja, sino solo amigos. Todas estas secuencias nos delatan el grado de inquietud, angustia, opresión, tristeza e inseguridad en el que se encuentran los personajes, emociones que hasta el momento habían tenido su justa presencia en la saga, pero que se desarrollan aquí con todas sus consecuencias, incluyendo el montaje paisajístico antes mencionado.

Esta cuestión ayuda a observar cómo afecta la situación a la psicología de los personajes y cómo han evolucionado a lo largo de la saga, pero guardando las distancias con algunas de las tontas resoluciones que se habían tomado en Harry Potter y el misterio del príncipe. Todo ello provoca que sea la película más extraña de la franquicia, pero también la que mejor muestra una evolución distante a lo ya ofrecido, pese a que, por ello, se pierda parte de la magia para hacernos caer en la cruda realidad.


Por último, debemos destacar la gran fidelidad de la adaptación al permitir un desarrollo más lento gracias a la división de la novela en que se basa. No obstante, debido a las adaptaciones anteriores, nos encontramos con algunas lagunas que, o bien se solucionan de forma artificiosa, como la presentación de Bill Weasley (Domhnall Gleeson) con las cicatrices hechas por un hombre lobo, cuya batalla debería haber aparecido en la anterior película, la aparición de Mundungus Fletcher (Andy Linden) o el regreso del elfo doméstico Dobby, que en los libros aparecía en más ocasiones, lo que ocasionaba un mayor impacto en su destino en esta aventura; o bien, no tiene ninguna explicación directa, como el espejo doble que usa Harry, cuya primera aparición debiera haber sido en la quinta entrega, como un regalo de Sirius.

Otros personajes que parecen recuperados para la ocasión también tuvieron mayor presencia en los libros, de la misma forma que se deciden eliminar ciertas explicaciones, reservadas en algunos casos como escenas eliminadas, que vendrían a completar mejor la historia. Por ejemplo, la despedida de Petunia Dursley, que otorgaría otro enfoque a la relación familiar con Harry, haciendo mención directa a Lily, crucial también para otro personaje en la Parte 2, o algunas conversaciones en torno a los horrocruxes. Por otra parte, el espectador tendrá que atar suficientes cabos a partir de la siguiente película para comprender ciertos sucesos de esta, aunque el visionado de la misma resulte completo y bien desarrollado.


Una película acompañada en esta ocasión por la música de Alexandre Desplat, que se encargaría también de la Parte 2, y que consigue aunar en su banda sonora el ánimo y el carácter de esta película, especialmente en sus piezas más tristes. No obstante, sus resoluciones pueden resultar algo redundantes, pero consigue proporcionar una mayor entidad a la película.

En conclusión, una interesante séptima entrega que se desvincula de todas las demás por un carácter más maduro, quizás incluso experimental para la franquicia, menos mágica, pero más humana. Yates se resarce de su anterior adaptación con este preludio de una Parte 2 que se espera más emocionante y mágica (ya les adelantamos que así es), pero consiguiendo cerrar el círculo de la saga que empezó en 2001 de manos del director Chris Columbus y que, a pesar de sus horas bajas, supo mantener el tipo para entregarnos un final digno. No obstante, si tuviéramos que medir esta película en solitario, notaríamos su falta de ritmo, de un clímax más potente y de la resolución de alguno de alguna de las tramas principales, pero estaríamos siendo injustos con una pieza que adapta bien y consigue un buen resultado (aunque con ello también consiga aumentar las arcas de la productora gracias a la división).

Escrito por Luis J. del Castillo


Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini

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Al comienzo de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Minerva Films, 1945), un rótulo nos informa de que, aunque los acontecimientos en que se basa la película son reales (la ocupación de la Ciudad Eterna por los nazis, durante la Segunda Guerra Mundial; 1939-1945), los aspectos específicos o particulares son inventados.

Pero la impresión que uno saca como espectador es que estos se han de corresponder necesariamente con sucesos y anécdotas de los que todos tenían cumplida noticia.

En cualquier caso, aunque algunas ficciones sean lógicas incorporaciones de orden dramático, el escenario en que se desarrollan es, como queda dicho, muy real: edificios, rellanos, portales, escaleras, calles, descampados, estaciones de tren, el paisanaje de convecinos, resistentes y colaboracionistas (quintaesenciados en uno o dos personajes), el asunto del estraperlo… hasta la escuálida cafetera o la perola donde se cuece una sopa de coles.

En otro de esos escenarios a pie de calle da comienzo el relato: una terraza por la que escapa el ingeniero Giorgio Manfredi (Marcello Pagliero).

Y es que la ficción se superpone a los acontecimientos históricos con suma inmediatez, con ánimo no solo de proporcionar un documento de innegable valor testimonial, en base a unos hechos y paisajes sin adulterar, sino, además, con la intención de condensar de forma cinematográfica la existencia de unos personajes de la vida -con la incorporación de actores no profesionales-, que parecen extrapolados de algún honesto docudrama.


Otros lugares con peso dramático son la tienda del anticuario y sus sótanos, en los que se oculta una imprenta, o el despacho del mayor alemán Bergmann (Harry Feist), anexo a un “club para oficiales” y a una “sala de interrogatorios”; versiones algo más distinguidas de otras dependencias menos oficiales, en las que puertas y ventanas se nos muestran cerradas a cal y canto o tapiadas. El mayor se vanagloria de poder pasear por toda Roma sin necesidad de salir de su despacho y de que le agradan las fotografías que captan a las personas de improviso, con cierto aire de despreocupación. Se hace rodear de útiles compañeros de viaje, como la confidente Ingrid (Giovanna Galletti), espía de cierto aspecto andrógino y evidentes inclinaciones lésbicas.

Por otro lado, y formando parte del pueblo sometido, están doña Pina (Ana Magnani) y su prometido Francesco (Francesco Grandjacqet), un tipógrafo. Antes de la llegada de los nazis, ella trabajaba en una fábrica, ahora clausurada, y ya tenía un hijo, Marcello (Vito Annichiarico). Ahondando en su carácter, confiado y romántico, pero a la vez enérgico y responsable, se anota que en estos momentos también espera descendencia de Francesco, ya que como la propia Pina asegura, los “enamoramientos” suelen ocurrir…

Junto a ellos se encuentra don Pietro (Aldo Fabrizi), un sacerdote católico que procura echar una mano allí donde es necesario.


Entre este grupo de personas están los niños, chicos y chicas que se ven abocados a una temprana madurez, aunque este rito de paso traumático nunca es contemplado con sensiblería o solemne gravedad. El último plano de la película los muestra dirigiendo sus pasos hacia algún lugar de la ciudad, plasmada en toda su soledad al fondo del encuadre.

A este momento podemos añadir otros, como la inventiva para que el dinero circule, por parte de los impresores que visita don Pietro, que de repente se ve transportando unas ediciones valiosísimas. También la visita del soldado alemán al sacerdote, su aplicación del viático a un moribundo, o el detalle jocoso ante una estatua de san Roque, muy bien acompañada...

Pero la presencia de otro personaje resulta determinante en la trama. Se trata de Marina (Maria Michi), una artista de variedades enamorada del ingeniero que, viéndose finalmente relegada, asegurará que, en realidad, ella no ama a nadie. Según confiesa y demuestra, a lo que le tiene auténtico pánico es la miseria. En determinada ocasión sintoniza con una emisora de jazz en la radio de su apartamento, recordando cómo, en aquellos momentos, este fue para muchos el sonido de la libertad. En otro buen instante, Pina y Francesco conversan en las escaleras de su vivienda, recordando su inesperado amor, y deseando que concluya el invierno de una guerra que “pensábamos que solo veríamos en el cine”.


Roberto Rossellini (1906-1977) siempre fue un autor influyente, a pesar –o a causa- de los escasos medios con que, en algunas ocasiones, hubo de acometer sus puestas en escena. Pero no importaba, puesto que su mejor recurso era el cinematográfico, por mucho que se dirigiera a reflejar la realidad de forma “improvisada”, argumentalmente deshilvanada o visualmente asimétrica; en el fondo, todo respondía a una estrategia bien calculada. El encuadre intuitivo y espontáneo -lo que, en este caso, incluye la incorporación en el montaje de imágenes de archivo recientes- no estaba exento de cierta voluntariedad, hallándose siempre en función de la narración.

Podemos tomar como ejemplo la escena en que los chicos y el párroco juegan al fútbol. La cámara móvil muestra todo ese ambiente despreocupado pero, a continuación, una conversación entre Marcello y don Pietro es captada por Rossellini por medio de una cámara más “estabilizada”, aunque en toda la secuencia exista la debida planificación.

Roberto Rossellini
Son todos ellos aspectos muy empleados con posterioridad y con desigual fortuna: otra cosa que distingue a Rossellini es que se trata de un autor para nada discursivo, su premura o puesta en escena abierta son siempre elocuente virtud. Casi siempre optaba por las primeras tomas. Además, fue uno de los primeros cineastas en apostar (junto a Alfred Hitchcock) por el medio televisivo como instrumento de (verdadera) calidad artística y transmisión cultural, con un potencial basado en productos bien elaborados con (casi) los mismos elementos que proporcionaba el cine.

Para Roma, ciudad abierta, hubo de contar con un material de filmación casi de derribo, debido a la escasez de género en celuloide; si bien, con el concurso del fotógrafo Ubaldo Arata (1895-1947), el guión -o mejor habría que decir la cohesión o adaptación- de Sergio Amidei (1904-1981), apoyado, a su vez, por un joven Federico Fellini (1920-1993) en los diálogos; más la aportación musical de su hermano Renzo Rossellini (1908-1982).

En otra escena de la película, el mayor Bergmann asegura que sí existen las razas inferiores (los italianos), que además de chillar mucho, le resultan retóricos en exceso. A lo único a lo que el oficial teme es a la creación de mártires, porque son el testimonio de una parte relevante de la historia que, antes o después, habrá que tergiversar o borrar.

Una razonada actitud que nos da cuenta de los peligros del totalitarismo, porque aún revestido por las ideologías más variopintas, siempre pretende llevar la razón científica y ética, además de coartar la libertad del individuo.

Escrito por Javier C. Aguilera


La caja de Psique (II): Emociones racionales

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«No soy producto de mis circunstancias, soy producto de mis decisiones»
Steven Covey

¿Cuánto hay de racional y cuánto de emocional en las decisiones que tomamos? La neurociencia ha demostrado actualmente que tomamos decisiones en un tiempo récord y que en realidad poco importa el tiempo que dediquemos a pensárnoslo, ya que el o el no ha sido tomado en los primeros segundos de reflexión. Otro descubrimiento es que nuestro cerebro y nuestra memoria funcionan a varios niveles y que la toma de decisiones no siempre sigue un proceso racional. A la hora de decidir qué hacemos son nuestros sentimientos, nuestra parte más subjetiva, quienes acaban determinando lo que vayamos a hacer.


Y es que, como apuntan en un artículo en FastCompany en el que se analiza cómo tomamos las decisiones, la idea de que únicamente son una cuestión racional es, en realidad, un mito. Las emociones están ahí y siempre acaban influyendo en las decisiones que tomamos, como demuestran diferentes estudios que han analizado cómo los sentimientos y las percepciones modifican la toma de decisiones. El peso emocional en la toma de decisiones no es, además, una cuestión baladí. Uno de los ejemplos más claros de que el buen humor y las emociones positivas pueden tener un efecto que va mucho más allá de lo simplemente esperable es un estudio que ligó el buen tiempo con los resultados de la bolsa. Los investigadores fueron capaces de encontrar un nexo de unión entre los buenos resultados en bolsa y los días de sol.


Según Francesca Gino, investigadora del Hardvard Business School especializada en el efecto de las emociones, nuestras emociones pueden nublar nuestro juicio de dos maneras principales. La primera es que hace más difícil para nosotros juzgar si un consejo es bueno o malo. Y la segunda, dependiendo de las emociones que podamos estar sintiendo, podemos desconectar y no escuchar un consejo en absoluto (o confiar en un consejo demasiado). Así, por ejemplo, cuando hace mucho calor, la gente se vuelve más agresiva y son incapaces de procesar la información de la misma manera que lo haría cuando no están sometidos a temperaturas extremas.

Toda esta información afecta al comportamiento de la sociedad y cómo las personas se relacionan unas con otras, pero lo cierto es que tiene muchas más ramificaciones mucho más allá de simplemente cómo pueden reaccionar los conductores en un atasco, pueden enfrentarse a un conflicto en el entorno de trabajo o pueden mantener o no sus relaciones de pareja (Corea del Sur impuso una norma de espera para conseguir el divorcio: el proceso no empieza hasta seis meses después de iniciar los trámites, lo que le da tiempo a los afectados a pasar el momento álgido en el que presentaron los papeles y lo que ha reducido el número de divorcios en el país).


Lo cierto es que los datos extraídos y el saber que las emociones tienen un papel que va mucho más allá de simplemente un ruido de fondo, sirven para entender cómo los ciudadanos se relacionan con todo y su comportamiento, incluido con los productos que compran y con las marcas con las que se relacionan.

Escrito por Mariela B. Ortega


El autocine (XVI): The Monolith Monsters, de John Sherwood

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Se puede mirar al cielo por muchas razones, por resignación, abatimiento, para solicitar alguna gracia como la lluvia o asegurarse de que, en efecto, llueve; para pedir cuentas y desahogarse, e incluso por temor.

Temor porque a partir de la década de los cincuenta, el cine nos enseñó que las amenazas también podían proceder del espacio exterior. En este sentido, The Monolith Monsters (Universal, 1957) es uno de los ejemplos más logrados y entretenidos.


Los cometas y meteoritos son unos cuerpos celestes caprichosos, no solo porque rondan alegremente nuestras despreocupadas cabezas, sino por la gran devastación que pueden llegar a ocasionar, hasta el punto de echar a perder algún que otro astro prometedor. Pero, por el contrario, también es posible que, gracias a ellos, la vida pueda llegar a desarrollarse en cualquier lugar del cosmos, por inhóspito que parezca. En su singladura estelar, transportan materiales tan imprescindibles como el agua (en forma de hielo), el nitrógeno o el carbono.

Lo que se precipita sobre el desierto anexo a la tranquila población de San Angelo, es un meteorito de modestas proporciones pero morrocotudas consecuencias. Sus esquirlas son seres vivos que al contacto con el agua pueden llegar a desarrollarse en forma de descomunales columnas, que al precipitarse sobre sí mismas debido a la altura, son capaces de recorrer largas distancias en un ciclo continuo. Y es que lo curioso del caso es que tales entidades alienígenas pertenecen al orden de los minerales.


También resulta llamativo que, al igual que sucedía en Vinieron del espacio (It came from outer space, Jack Arnold, 1953), el protagonista del relato no sea un científico chiflado, un policía o el ejército.

Concretamente, se trata del geólogo Dave Miller (Grant Williams), del departamento regional del Ministerio del Interior, que tras el inexplicable fallecimiento de su compañero Ben (Phil Harvey), tratará de hallar alguna explicación, entrando en contacto con los meteoritos del espacio, unos monstruos de piedra que saben aguardar su momento para entrar en escena.

Lo cual no tarda mucho en suceder, habida cuenta de la tormenta que se desata sobre la población de San Angelo; los pedregosos seres solo necesitan una reacción y esta se la proporciona un elemento tan inocuo para los humanos como es el agua (al igual que les ocurría a los Gremlins). Pero todo eso será después de que el misterio se haya instalado en el acogedor pueblecito, con la extraña muerte de Ben y de los padres de la pequeña Ginny Simpson (Linda Scheley).

Merece destacarse el escenario, porque este queda divido en dos de forma armoniosa. Un desierto (al igual que en las producciones de Arnold), cuyo peso específico recae sobre una pequeña ciudad, embutida en él y fácil de incomunicar.


El pueblo es uno de esos enclaves en los que uno se puede librar de ser un número, conservando la identidad como individuo, habitante o convecino, aunque se trate de pasar desapercibido o siempre exista algún que otro desplazado, como el periodista Martin (Les Tremayne), cuyo malestar no guarda relación con el entorno, sino con el spleen ante la ausencia de noticias de verdadero calado. Personas, en cualquier caso, similares a objetos errantes, perdidos en la inmensidad del espacio –en este caso, desértico pero lleno de vida-.

The Monolith Monsters era una película de modesto presupuesto (una serieB) para el estudio, lo que venía a significar que los personajes de soporte o de reparto (lo prefiero a emplear el término “secundarios”) no desarrollaban todo su potencial. En compensación, la trama no se eternizaba por recovecos argumentales innecesarios y los profesionales de los efectos especiales resolvían la papeleta con grandes dosis de ingenio y profesionalidad (también generosidad). En esta ocasión, los excelentes efectos visuales corrieron a cargo del estupendo Clifford E. Stine (1906-1986) y, naturalmente, la supervisión musical multifuncional fue tarea del imprescindible Joseph Gershenson (1904-1988). Teniendo todo esto en cuenta, la película resulta altamente recomendable para los aficionados a estos vericuetos genéricos, que permiten perderse gustoso en pos de aventuras suficientemente atractivas.


En su investigación, Dave Miller será ayudado por otras personas, como la profesora de escuela Cathy Barret (Lola Albright), el sheriff de San Angelo (William Flaherty) o su mentor y maestro, el profesor Flanders (Trevor Bardette), que asegura que “no se pueden resolver todos los misterios de golpe”.

En cuanto al realizador, John Sherwood (1903-1959) fue el ayudante de dirección de Jack Arnold (1916-1992), que, en esta ocasión, no se pudo hacer cargo de la dirección de la película, pese a ser el responsable del relato junto a Robert M. Fresco (1930-2014). Pero Sherwood realiza un competente trabajo. Como ejemplo de ello, destaquemos el faro del automóvil que ilumina la escena nocturna y deja al descubierto la invasión de pedruscos en una granja apartada; junto a la radio que, de repente, deja de transmitir; la fantasmal aparición de Ginny en la oscuridad, o el fundido a negro sobre Ben, tras contemplar algo de lo que el espectador aún no tiene constancia (aunque el fundido parece envolver al personaje y resulta ilustrativo al respecto).

Además, destaca la visita de Miller y el profesor al escenario de los hechos, el cráter donde yace el meteorito “padre”, que en una posterior imagen, aparecerá azotado por la lluvia de forma inmisericorde. La escena proporciona otra entonada reflexión del profesor, cuando comenta que el visitante, “ha estado acumulando secretos del tiempo y el espacio durante billones de años”.


Abundando en ello, encontramos un plano –detalle- que no necesita de retórica, porque habla por sí solo del por qué los monolitos continúan avanzando tras el chaparrón: la tierra que Dave recoge del suelo está cada vez más húmeda según va escarbando.

Así mismo, la idea de la salinidad del agua como remedio contra el desarrollo y avance de los monolitos, está bien traída: las salinas proporcionan prosperidad al pueblo y provienen de una era en la que el desierto fue un mar; el agua desempeña ahora una labor salvífica.

Podemos añadir algún que otro apunte interesante, como la inquietante radiografía de la niña que muestra el doctor Hendricks (Harry Jackson), o el hecho de que nadie ponga en entredicho los acontecimientos; la amenaza es bien patente para todo el mundo.

Escrito por Javier C. Aguilera


Clásicos Inolvidables (LXIX): Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos

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Durante el franquismo en España hubo distintas etapas sociales y literarias, en general ajenas a lo que sucedía en el resto de Europa y del mundo. A partir de los años sesenta comenzó un desarrollo económico unido al crecimiento del turismo y a un cambio de mentalidad de la sociedad, a la par que aumentó la emigración y también la oposición al régimen dictatorial. A nivel literario, se estaba produciendo un desgaste de la novela realista social a favor de una renovación língüística y forma que, sin embargo, no perdiera su intención crítica. Precisamente, mientras en Europa destacaban las grandes obras de renovación, con autores como Kafka, Proust o Joyce, en España las grandes obras eran evidentemente realistas, casi costumbristas, y generalmente comprometidas, retratando la realidad española a través de los escritores de Cela, Delibes o Laforet.

En la década de los sesenta esta estética estaba agotada y reclamaba una renovación que se realizaría entre esta década y la siguiente. Entre las obras más relevantes en este proceso podemos encontrar Volverás a región (1966), de Juan Menet, o La verdad sobre el caso Savolta(1975), de Eduardo Mendoza, que culminó este período, pero una de las primeras fue Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín-Santos.

El autor, nacido en Larache (Marruecos) en 1924, fue psiquiatra, habiéndose doctorado en Medicina y dirigiendo el sanatorio psiquiátrico de San Sebastían, por lo que tiene una producción de textos científicos dedicados, especialmente, al estudio del alcoholismo y a su diferenciación con la esquizofrenia. Destaca también su activismo político, uniéndose al PSOE durante la dictadura, por lo que fue detenido en dos ocasiones a lo largo de los años cincuenta. Aunque Tiempo de silencio no fue su primera obra, pues ya había publicado en 1945 un conjunto de poemas con el título Grana gris, sí es su novela más representativa e importante.

El resto de su obra o bien quedo como un proyecto o fue publicado, ya fuera de forma fragmentaria, ya completa, de manera póstuma, debido a un trágico accidente de tráfico donde perdió la vida dos años después de publicar esta novela, en 1964. Su segunda novela, Tiempo de destrucción, que formaría un díptico con la primera, quedó incompleta, aunque fuera editada posteriormente por José Carlos Mainer.

Luis Martín-Santos
La novela, censurada al principio y recuperada definitivamente en los ochenta, nos traslada a Madrid durante los años de miseria de la posguerra española, hacia finales de los años cuarenta. Un joven investigador becado, licenciado en Medicina, Pedro, realiza una investigación sobre el cáncer a través de unos ratones americanos. Sin embargo, cuando estos mueren, solo le queda la alternativa de comprar unos ejemplares que fueron robados del laboratorio y que ahora viven en el mundo de las chabolas madrileño. Ese encuentro con los bajos fondos marcará definitivamente su destino cuando se vea involucrado en un aborto y en la posterior muerte de la muchacha, lo que marcará su futuro profesional, pero también sentimental, cuando se convierta en la víctima de una venganza realizada de forma errónea. El argumento de la novela es, sin embargo, lo más anecdótico de la misma. Realmente, nos encontramos ante una línea argumental muy simple, no suceden grandes acontecimientos y todo se limite a un caso donde el protagonista se ve involucrado. Pero gracias a toda esta excusa, Martín-Santos despliega toda una serie de recursos que expanden la novela y la convierten en algo más que una historia y, por ello, en una de las mejores obras de su época.

Que el acontecimiento más importante de los años que siguieron a la gran catástrofe fue esa polarización de odio contra un solo hombre y que en ese odio y divinización ambivalentes se conjuraron cuantos revanchismos irredentos anidaban en el corazón de unos y de otros no parece dudoso. (pág. 118)

No estamos ante una obra realista de estilo decimonónico, aunque los personajes que presenta el autor, especialmente Pedro, hereden algunas características literarias que otros escritores de esa época habían empleado, como Baroja o Azorín. En la novela, Pedro es un antihéroe que queda a merced de lo que sucede a su alrededor, de las decisiones que toman otros y de sus propios errores inconscientes, en el sentido de su inocencia burguesa. Incluso la novela señala, cerca del final, el sentido de fatalidad que está presente en todos los sucesos narrados, algo que nos recuerda también a la novela Crónica de una muerte anunciada (1981), de Gabriel García Márquez. Pero no es el único, también la familia de la pensión, formada por tres generaciones de mujeres, parece destinada a no alcanzar el estatus y el futuro que tanto ansían.

A lo largo de sus sesenta y tres secuencias, división que sustituye a los habituales capítulos, se desarrolla el retrato de la sociedad madrileña, por extensión, la española, centrada sobre todo en sus miserias, pero no exclusivamente la de los bajos fondos, representada por la familia del Muecas y el conjunto de habitantes de las chabolas, caracterizados por una vida envuelta en la brutalidad, sino también a la sociedad media, tanto la que malvive por las calles de Madrid, en las tertulias del café, señalando en este caso al célebre Cafe Gijón, en el espectáculo de revista o en los prostíbulos, uno de los espacios centrales de la novela, como la que se concentra en conferencias de filósofos y después se detienen en posteriores tertulias banales. Martín-Santos elabora un concienzudo retrato del trasfondo ideológico de esa sociedad en la que él vivió y logra reflexionar, generalmente a través de los pensamientos de sus personajes, sobre todo Pedro, en torno a cuestiones culturales, especialmente llamativo el fragmento dedicado a Cervantes y a su máxima obra, Don Quijote, como a ahondar en aquello que mueve a las personas.


¿Por qué hubo de hacer reír el hombre que más melancólicamente  haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros vencidos? ¿Qué es lo que realmente él quería hacer? ¿Renovar la forma de la novela, penetrar el alma mezquina de sus semejantes, burlarse del monstruoso país, ganar dinero, mucho dinero, más dinero para dejar de estar tan amargado como la recaudación de alcabalas puede amargar a un hombre? No es un hombre que pueda comprenderse a partir de la existencia con la que fue hecho. [...] ¿qué es lo que ha querido decirnos el hombre que más sabía del hombre de su tiempo? ¿Qué significa que quien sabía que la locura no es sino la nada, el hueco, el vacío, afirmara que solamente en la locura reposa el ser-moral del hombre? (págs. 72-73)

Hay un enfoque existencial ante los personajes, incluso ante las clases sociales desfavorecidas, que las convierte en humanas, frente a la posición tomada por la novela social, que los trataba como inocentes, ajenos a la culpabilidad propia. Martín-Santos muestra la brutalidad de sus vidas, su lucha por la supervivencia, pero también la miseria de una vida con más tristezas que alegrías. En este sentido, uno de los retratos más logrados es de la esposa del Muecas, personaje generalmente en segundo plano, pero que tiene un papel determinante cuando Pedro es encarcelado como supuesto culpable. En ella se reflejará toda una vida a la deriva de unas circunstancias nefastas y una obligación moral que solo la llevó a la desdicha y a la muerte. Una vida brutal, como mencionábamos, que también queda marcada en el monólogo que el autor desarrolla para Cartucho, un personaje violento, visceral y posesivo que buscará venganza por la muerte de su novia.

Si antes mencionábamos la miseria de Pedro y de la familia de la pensión, y ahora la de las chabolas madrileñas, también los personajes de una esfera superior, representada en este caso por el amigo de Pedro, Matías, y su familia, es retratada como un estamento superficial e incapaz. Cuando Matías trata de ayudar a su amigo, se percata de la futilidad de su poder y de sus influencias, del juego egoísta de quienes le rodean. La frivolidad que representa su madre así como la necesidad de buscar el cariño de las mujeres en el prostíbulo dan buena cuenta del vacío de estos personajes.

Chabolas "Jaime el Conquistador", años 50, en Madrid
Este reflejo no de la realidad, sino de lo que habita en la profundidad de las personas, lo consigue Martín-Santos gracias a los recursos que emplea a partir de la narración desde distintos puntos de vista de los personajes que componen la obra: los monólogos interiores, el estilo indirecto libre y la segunda persona para hablar con uno mismo. Por ejemplo, una de las primeras secuencias nos narrará la historia de la pensión donde se aloja Pedro a través del monólogo interior que mantiene la dueña de la misma, contando a su vez las desgracias de su vida y la miseria de sus descendientes, su hija Dora y su nieta Dorita, a la par que muestra su estrategia para conseguir un nuevo destino para su nieta. También podemos destacar los dos monólogos cercanos al final del protagonista, uno respecto a su culpabilidad o inocencia y otro sobre su futuro, una vez que su vida ha cambiado inevitablemente.

Ahora bien, a pesar de tener un argumento sencillo y de que algunos fragmentos revelen y nos acerquen de una forma muy lograda los recónditos pasajes de la vida humana, lo cierto es que no estamos ante una lectura sencilla. No solo por los recursos experimentales, sino por emplear un lenguaje denso, recargado, adaptado además a las circunstancias: excesivamente culto y técnico cuando nos acercamos al ambiente científico, o invadido por coloquialismos y argot cuando nos hallamos entre personajes de los bajos fondos. No faltan tampoco neologismos, referencias mitológicas y culturales o diferentes recursos retóricos que se aúnan a una serie de descripciones realizadas con una sintaxis compleja. Martín-Santos se distancia con todo ello del realismo social predominante en España, pero también emplea sus recursos hasta el extremo. Por ejemplo, la descripción de la estancia carcelaria es minuciosa, hasta el mínimo detalle, mientras que en otros momentos prima más la reflexión sobre lo que viven los personajes que la descripción de lo que les rodea.

Se corresponde con el deseo de que la novela no fuera una mera descripción o una mímesis de la realidad como se observa, sino que se encontrasen elementos de renovación que revitalizasen la literatura y crearan obras diferentes. Una realidad, como la miseria moral de la posguerra, desde otro enfoque, más experimental, a partir de la cual el autor logra exigir una mayor capacidad y atención al lector para apreciar su obra.

Fotograma de la adaptación realizada por Vicente Aranda en 1986
No saber nada. No saber que la tierra es redonda. No saber que el sol está inmóvil, aunque parece que sube y baja. No saber que son tres Personas distintas. No saber lo que es la luz eléctrica. No saber por qué caen las piedras hacia la tierra. No saber leer la hora. No saber que el espermatozoide y el óvulo son dos células individuales que fusionan sus núcleos. No saber nada. No saber alternar con las personas, no saber decir: "Cuánto bueno por aquí", no saber decir: "Buenos días tenga usted, señor doctor". Y sin embargo, haberle dicho: "Usted hizo todo lo que pudo". (pág. 241)

La novela fue adaptada al cine por Vicente Aranda (1926-2015) en 1986, con Imanol Arias en el papel de Pedro. No obstante, es una obra cuyo contenido no es tanto argumental como literario, difícilmente trasladable a la pantalla, a pesar de cualquier grado de fidelidad. Luis Martín-Santos escribió su nombre como un imprescindible de la novela española del siglo XX y lo hizo con una novela compleja, experimental, que iniciaba otra etapa en nuestra literatura y servía para unirse a lo que se hacía en Europa décadas antes. Pero ello no quiere decir que sea una novela cómoda, al contrario, requiere mucha atención, concentración y conocimiento previo.

Tiempo de silencio dibuja un panorama gris, una sociedad agotada, mísera, unos personajes que no logran más que vivir a la deriva. Son las circunstancias de una sociedad que malvive esperando un tiempo mejor tras la guerra, apenas nombrada, que dividió al país en dos, pero que a todos trajo una inmediata pobreza. No debemos tener miedo a esta novela, sino ser cautos y prepararnos para adentrarnos en los matices, en los grandes párrafos y en todos lo que Martín-Santos crea a través del lenguaje. 

Escrito por Luis J. del Castillo




Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig

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Qué inconsolable desolación debió de invadir a Robert Falcon Scott (1868-1912) a su llegada al Polo Sur, tras comprobar cómo el noruego Amundsen (1872-1928) se le había adelantado por cuestión de días. A la soledad del Ártico se sumó la del fracaso de su empeño. Pero, ¿cabe hablar de fracaso cuando, al fin y al cabo, el inglés logró alcanzar su objetivo? ¿Acaso no llegó al Polo Sur? La historia se muestra tan magnánima como desconsiderada; la escriben los hombres y también la redactan -no siempre para bien-. Otras veces, las gestas más heroicas y los hechos más reprobables se ven funestamente unidos.

Sin duda fue para bien que el austriaco Stefan Zweig (1881-1942) redactara estas catorce “decisiones destinadas a persistir a lo largo de los tiempos(Prólogo) que componen sus Momentos estelares de la humanidad (Sternstunden der Menschheit; El Acantilado, 2002).

Narrados con la habilidad de los relatos de intriga y el temblor de la poesía, estos momentos estelares no lo son únicamente por resultar gloriosos, sino también por desaprovechados, por olvidados, por incomprendidos o porque, por unos instantes, tan solo fueron estelares para aquellos que tomaron parte en ellos.

Lo ejemplifica la primera fracción de historia capturada por Zweig, que tiene por protagonista a Cicerón (106-43 A.C.), aunque también al pueblo (el romano, en este caso). Al final de sus días, Cicerón quiso –y supo– redimirse, retirándose a su villa en el Golfo de Nápoles. Tras el asesinato de Julio César (100-44 A.C.) trató que se devolviera a Roma su preciada constitución, pero no solo no se restableció, sino que pervivió la tiranía a manos de los futuros césares. Su negación de la dictadura lo es de cualquier estado que, en cualquiera de sus formas, establece principios de exclusión ideológica, recorta o arrebata el gobierno al ciudadano -más allá de su “participación” cada X años-. Como muy bien sabía el autor de Novela de ajedrez (Die Schachnovelle, 1941), “la dictadura es peligrosa, e igualmente, la revolución” (pg. 24).

Stefan Zweig
Y si todo camino conduce a Roma, todo entendimiento de la actualidad pasa por Roma (es decir, por el conocimiento histórico del Imperio Romano). Cicerón vivió y padeció los avatares de su época, pero consciente de que la historia –o lo que es lo mismo, el ser humano-, resulta fatalmente cíclica, tanto para lo positivo como para lo peor, legó su advertencia, junto a sus errores, a las futuras generaciones. Fue uno de esos testigos “privilegiados” a los que es dado asistir al final de una era, a la constatación de que lo que venga después podrá ser mejor o no, pero, sin duda, será distinto a lo que antes había, con todas las imprevisibles consecuencias que ello comporta.

El retrato sobre el ejercicio de la política del orador, jurista, político y escritor romano es brutal por vivido desde dentro: el parto del Segundo Triunvirato como enésima demostración de que “a quien está hambriento de poder solo le importa ejercerlo(30). Frente a una potestad que equivale a ley, los hombres que aman la auténtica libertad son escépticos respecto a las masas. Por eso el asesinato de Marco Tulio Cicerón es en realidad un suicidio o, de forma más digna, un ejemplar corte de mangas.

Cicerón y Rouget de Lisle
El asalto al poder también tuvo bastante que ver con la supremacía militar de la nueva nación turca a manos de su flamante padishá Mehmet II (1432-1481) que, en primer lugar y para no dar lugar a dudas, hizo ahogar a su hermano. Su objetivo, la antaño esplendorosa y mítica Bizancio, entonces Constantinopla y actual Estambul. No en vano, el fanatismo permanece aislado de todo atisbo de evolución y se muestra poseído por una única y fija idea. Para mayor desgracia, este halló un inesperado aliado en la pasividad del papado, de venecianos y genoveses, y de buena parte de la cristiandad… enredada y entretenida en sus propias disputas internas.

Durante otras de esas contiendas por el dominio que enarbolan el desgastado estandarte de la paz, el joven capitán francés Rouget de Lisle (1760-1836) compuso una melodía que, de forma inesperada pero unánime, acabó convertida en himno. De este modo, La Marsellesa nació en otro de esos instantes sustanciales e inspirados, cuando Francia y Alemania se declararon la guerra, hacia 1792.

El creador es contemplado como una suerte de médium con un pie en la esfera de la inspiración divina –asidua o momentáneamente-, y el otro, en la de los anhelantes humanos. Esta última categoría también posee sus reglas imprevisibles, pues pocas veces el destino de una tonada y el de su compositor transcurrieron de forma tan distanciada. Por el contrario, durante otro de esos “segundos misteriosos” del devenir de la historia, pero desaprovechado, todos los planes ambicionados por Napoleón Bonaparte (1769-1821) dieron al traste, durante su campaña de Waterloo, en Bélgica.

Núñez de Balboa y Robert F. Scott
Definitivamente, Vasco Núñez de Balboa (1475-1519) no era la clase de chico que una madre desearía presentar a su hija. Huyendo de la justicia y descubierto a bordo de un navío con rumbo a las Indias por pura casualidad (no desvelemos la gracia del suceso), el involuntario explorador y descubridor acabó convirtiéndose en el primer europeo que contempló el Océano Pacífico.

No se ocultan los aspectos más desgarradores de la aventura, si bien es justo reconocer que los excesos de los españoles en América han sido tan magnificados como menospreciados los logros -también por algunos españoles-, algo que la historiografía está sabiendo corregir, colocando cada cosa en su justo lugar. Ello no obsta para que, a veces, el sacrificio loable se mezclara con la crueldad. Con esa “asombrosa carga emocional típicamente española” fue dado a conocer el último océano de la Tierra, el veinticinco de septiembre de 1513.

Ello sucedía cuando el mundo aún era extenso y mostraba desafiante en sus mapas el espacio en blanco de aquellos lugares que faltaban por descubrir. Las últimas tierras ignotas también tuvieron por protagonista al referido capitán Scott, héroe en un cosmos donde la superficie se encuentra bajo la superficie; un grosor helado que gentil y traicioneramente se ha prestado a la preservación. La acertada descripción que de Scott realiza Zweig es la que ofrece el propio capitán, por medio de sus retratos.

Händel y Tolstoi
Otros momentos han sido especialmente fértiles para el lenguaje de la música; como todo idioma inefable, siempre asequible a quien desea participar de la conversación. En este caso, el hecho gira en torno a la creación por la cual es más recordado -a un nivel general- Georg Friedrich Händel (1685-1759). Y como a la historia le antecede el instante, retengamos aquel en que Stefan Zweig presenta al atribulado compositor paseando por las calles de Londres, bajo la indiferente mirada de sus habitantes.

El cronista se permite, además, introducir en este relato melódico cierta dramatización por vía de la palabra; esto es, mediante la incorporación de algunos diálogos. Hasta uno de los momentos estelares está elaborado en verso (Momento heroico), en tanto que otro completa una obra teatral que quedó inconclusa: la adaptación para la escena de la autobiografía de León Tolstoi (1828-1910). La propia vida del novelista ruso proporciona a Zweig material para ese último acto, reflejo de cómo el autor de la Sonata a Kreutzer (Kréitzerova Sonata, 1889), supo anticipar la perpetuación del despotismo, a la par que se despedía con toda la dignidad que pudo encontrar.

Y de los despertares de Händel o Dostoievski (1821-1881; en la citada remembranza poética), a un espejismo de renacimiento convertido en obra de arte: la trajinada composición de La Elegía de Marienbad (1823), de Goethe (1749-1832). Todo un cúmulo de sensaciones trágicas y bellas al mismo tiempo.

Johann August Sutter y Cyrus W. Field
Una vida paralela a la de Balboa fue la del suizo Johann August Suter (1803-1880) que, impelido por esa misteriosa fuerza que fue la fiebre del oro, vio cómo sus recién adquiridas y solitarias posesiones eran devastadas, en el fatídico pero apasionante año de 1848 (tuvo sentencia favorable, aunque sin efecto, en 1855).

También recuerda Zweig uno de esos inventos que otorgan un nuevo valor y dimensión al tiempo y el espacio. El de los avatares para que resonara la primera palabra a través del océano; descabellada empresa de Cyrus W. Field (1819-1892) por la que “desde los orígenes del pensamiento humano, una idea se difundía a la misma velocidad que se producía(207).

Especialmente iluminadores son los dos últimos fragmentos de historia seleccionados por Stefan Zweig; trágicos y apasionantes. El primero de ellos se centra en la naturaleza obsesiva y anti empática de Vladímir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin (1870-1924), “inquebrantable ideólogo al que no se le saltaban las lágrimas(284); y en su determinación a “armar” un tren entero con decididos revolucionarios exilados. Un cargamento que, procedente de la frontera con Suiza, atravesó Alemania con destino a Rusia. Todo “un proyectil sobre raíles(283). Por algo, “los hombres solitarios que siempre están huyendo y aprendiendo son los más peligrosos a la hora de revolucionar el mundo(275).

Woodrow Wilson
El segundo y último momento tiene como protagonista a otra soledad, aunque a diferencia de la de Scott, esta fue exclusivamente interior. Fue la del presidente Woodrow Wilson (1856-1924), antes de la “definitiva” reconciliación europea tras la masacre de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Como pieza fundamental de un Congreso de Paz que garantizase la hermandad entre los pueblos (de todos en general), Wilson trató de enfrentarse a intereses y personas para los que una paz duradera es un disparate de proporciones históricas. Un hombre aislado frente al odio acumulado -un odio presto a ser trasladado a los nietos, como debe ser-, la codicia, la incomprensión y el fustigamiento personal.

A veces, los bienintencionados no siempre logran sus objetivos a causa de cierta falta de visión, incapaz de desentrañar la realidad en lugar del idealismo. No fue el caso de Wilson, cuya dignidad residió, pese a su claudicación, en haber sabido ver el futuro.

Pocas veces un hombre con tan relativo poder se encontró tan solo.

Escrito por Javier C. Aguilera


Animando desde Oriente (V): Detective Conan, de Gosho Aoyama

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El mundo de la animación oriental, especialmente el denominado anime, en su versión televisiva, o manga, en su versión cómic, procedentes ambos de Japón, ha gozado de cierto éxito en nuestras tierras gracias, principalmente, a la llegada de algunos de sus seriales a nuestros países desde los años setenta y ochenta hasta la actualidad. Una muestra de algunas de las más populares en España son las siguientes: los trabajos de Isao Takahata, a quien ya nos hemos referido en esta sección, Heidi (1974) y Marco (1976); la célebre creación de Akira Toriyama, Dragon Ball (1986-1989) y su secuela, Dragon Ball Z (1989-1996); Los caballeros del Zodiaco (1986-1989, la primera serie de la franquicia), de Masami Kurumada; o la sempiterna Doraemon (1973-presente, con pausas), ideada por Fujiko Fujio y Hiroshi Fujimoto. En los años noventa, y también a principios ya del nuevo milenio, se siguió la tendencia de expansión, con otras series que han seguido marcando hitos entre las nuevas generaciones, que aún pudieron disfrutar de las animaciones antes mencionadas.


Gosho Aoyama
No es nuestra intención realizar una enumeración exhaustiva de las series más reconocidas, aunque cabe mencionar el hecho de que existe una gran diferencia entre la masiva producción japonesa y lo que llega a nuestras fronteras, que cada vez lo hace con menos fuerza. Como sucede con las series americanas, muchas son subtituladas o pirateadas por la red antes de su doblaje, por lo que ante su estreno en España no suele tener la audiencia correspondiente a su éxito, debido entre otras cuestiones al retraso con respecto al estreno original. Eso ha provocado que generalmente las empresas no se arriesguen a traer las grandes series, generalmente dobladas, o que su poco éxito o su excesiva duración haga interrumpir esta producción. Este último caso sea seguramente el que concierne a la franquicia a la que nos acercamos hoy: Detective Conan. Creada por Gosho Aoyama (1963-) como un manga en 1994 para la revista Shonen Sunday, ganó popularidad con rapidez y en apenas dos años consiguió su adaptación televisiva, que se iniciaría el 8 de enero de 1996. Ambas producciones siguen hasta la actualidad y no parecen tener fecha de finalización, pese a que su creador ya haya confirmado saber cómo quiere concluir su historia. Al haber continuado por más de veinte años con un ritmo corriente de producción, con algunas pausas comprensibles, les ha hecho superar los 700 episodios como anime y los 80 volúmenes (en torno a diez capítulos por cada uno) manga.

El argumento en que se asienta parte de una premisa peculiar para después adentrarse en una serie de aventuras de corte negro, es decir, detectivesco y policial, con carácter autoconclusivo en su mayoría, al estilo de seriales como Colombo (1968-2003), CSI (2000-) y derivados. Quizás la reciente Forever (2014-2015) sería más similar por partir también de la idea de un protagonista con una característica especial. El protagonista es un joven detective llamado Shinichi Kudo, que a sus 17 años se ha convertido en una eminencia, ayudando en muchas ocasiones a la policía con casos difíciles.


Desde pequeño ha estado vinculado al mundo del misterio, tanto por su padre, novelista de este tipo de historias, como por el tipo de educación que ha recibido, bastante relajada y muy cercana a la cultura, a los libros de suspense y crímenes así como a aprender diversas habilidades que resultarían extrañas para un adolescente normal, como saber disparar, conducir o pilotar aviones (en gran medida, excusas introducidas por su creador para permitirle salvar la situación). Sin embargo, nunca pierde oportunidad de mostrar sus grandes habilidades deductivas, por lo que resulta arrogante, y, por contrapartida a sus buenas habilidades tanto deportivas (en fútbol) e inteligencia, canta mal.

Sin embargo, su vida se complica cuando un día, justo en el inicio de la historia de manga y anime, mientras estaba en una cita con Ran Mouri, la chica de la que está enamorado en secreto desde su infancia, se ve envuelto en una extraña transacción con hombres de negro que, al descubrirle, le obligan a tomar un veneno para acabar con él. Sin embargo, al despertar, Shinichi descubre que, lejos de haber fallecido, ha rejuvenecido diez años, convirtiéndose en un niño, pero manteniendo todas sus habilidades e inteligencia de adulto.


Con esta situación, decide adoptar una identidad falsa, Conan Edogawa (en honor a los autores Arthur Conan Doyle y Ranpo Edogawa), y de esta forma convivirá con Ran y su padre, Kogoro, un detective privado, con el fin de conseguir más pistas en torno a los misteriosos hombres de negro que le encogieron. No obstante, mantendrá su auténtica identidad en secreto para no implicar a las personas que quiere, ya que la Organización a la que se enfrenta debe creer que Kudo ha fallecido.

Con la ayuda de una serie de variopintos inventos, al estilo de los artilugios empleados por espías como en la franquicia de James Bond, creados por su vecino, el profesor Agasa (muy similar en aspecto al Watson clásico), conseguirá suplir las desventajas de su actual estado. De esa forma, comienzan toda una serie de casos, en su mayoría de asesinatos, donde se verán implicados a través de la agencia de Kogoro o de forma casual. A pesar de que el padre de Ran es inepto como investigador, Shinichi se encargará de resolver todos sus casos y encontrar siempre al asesino, mientras se mantiene atento a cualquier pista sobre los hombres de negro.

En esta larga historia, se avanzará de forma lenta en este argumento principal, el de la investigación de la misteriosa organización. Sin duda, lo mejor de la serie, en cuanto a que conlleva más esfuerzo por parte de Aoyama para sorprender, y de donde surgen también la mayoría de personajes nuevos que ganan frecuencia en la franquicia. No debemos olvidar que, quitando estos episodios, la mayoría son casos sueltos con personajes creados para la ocasión.

En este sentido, se puede notar el desgaste o la repetición de casos, como la predilección por aquellos en que la puerta donde se ha cometido un asesinato se ha cerrado desde dentro, o los homicidios con una planificación elevada. Sin embargo, para los amantes de este tipo de historias y del anime, es una historia entretenida, imaginativa y con algunos casos muy impresionantes.


Así pues, debemos destacar la buena preparación para los casos que continúan el argumento principal o aquellos que introducen nuevos personajes recurrentes a la historia, aunque estos se diluyen bastante en un conjunto de arcos autoconclusivos que conforman el grueso de la producción. Detective Conan bebe del misterio y de las figuras clásicas, destacando la de Sherlock Holmes desde el principio, tanto en el aspecto de los personajes como en algunas de las tramas o ciertas actitudes paralelas entre ambos personajes.

Podemos destacar como el primer capítulo del manga denominaba al protagonista, Shinichi, como el Sherlock Holmes de los 90, aunque Aoyama no podía prever que la historia tuviera el considerable éxito que ha obtenido y que ha provocado su larga duración. Este hecho también ha provocado la evolución social y tecnológica de los personajes, pero, a pesar de que se introducen avances como el predominio de la telefonía móvil (en un inicio, por ejemplo,Conan usaba una antigua cabina telefónica, mientras que en la actualidad tiene un móvil), realmente no hay una concreción del tiempo que ha transcurrido desde que se convierte en niño hasta la actualidad, algo que sí sucedía al inicio (con alguna mención a las semanas, por ejemplo).


No obstante, de corresponderse al número de casos, ya habría pasado demasiado tiempo como para mantener la misma edad. Ahora bien, sucede lo mismo en otras series de animación, ahí tenemos el claro ejemplo de Los Simpson. Al igual que la serie de Groening, el dibujo también se ha estilizado y se ha ido incorporando el uso del ordenador a la producción. En este sentido, incluso se ha comenzado una reedición de algunos capítulos clave para mejorar su aspecto en alta definición y nuevo dibujo.

En este nivel técnico, también podemos observar algunos cambios de perspectiva inadecuados, que ocasionan que los personajes niños, principalmente Conan, parezcan más grandes o más pequeños según la ocasión. Por otra parte, algo evidente en Gosho Aoyama es que crea a sus personajes principales muy similares entre sí. Aprovechando el éxito de Detective Conan, no dudó en incorporar o, incluso, relanzar a otros de sus personajes, como el mago-ladrón Kaito Kid (muy parecido físicamente a Shinichi, con historia propia en Magic Kaito), o alguna mención a Yaiba, que se incorpora como personaje de ficción dentro de la serie.

Evolución del dibujo desde el primer capítulo (arriba) y capítulos más actuales (abajo)
Como aspectos negativos, hay cierta carga de factor infantil por la evidente situación del personaje, al tener compañeros de clase que conforman una especie de club de detectives. Pero no nos podemos equivocar como sucede con estas series de dibujos animados, dado que no están destinados a niños, en todo caso su público objetivo son los preadolescentes o los adolescentes, por los temas que se tratan. Por ello, precisamente, la situaciones más infantiles pueden resultar más irritantes con el paso del tiempo. La reiteración continua de casos en lugar del avance argumental o el evidente parecido de Conan con Shinichi en su infancia, al ser obviamente la misma persona, que solo se disimula, al estilo Superman, con las gafas, dan cierta sensación irrisoria en cuanto a cómo no es reconocido, aunque Aoyama hace todas sus esfuerzos, enrevesados en mayoría, para impedirlo.

También se incluye esquemas que ya no resultan nada novedosos a nivel de entramado y que, incluso, pueden llegar a hastiar (la serie se burla de sí misma sobre estos aspectos): asesinatos allá por donde los personajes van, motivos poco convincentes para cometer un crimen o la evidente falta del paso del tiempo. Además, para los espectadores occidentales, hay cuestiones relativas a costumbres japonesas o al idioma japonés, como la mayoría de acertijos puestos a los niños para que también los resuelva el espectador, que resulta una barrera insalvable, salvo que se tengan suficientes conocimientos.


La fama de este personaje y sus historias siguen siendo rentables al estudio y a su creador, que no dudan en proseguir alargándolo y creando toda una serie de productos derivados año tras año. Además del manga, que en España ha sido publicado por Planeta DeAgostini hasta convertirse en la serie más larga, superando a Saint Seya, y del anime, que ha sido doblado en español hasta casi los cuatrocientos episodios y distribuido en distintas canales, también podemos encontrar toda una serie de películas que sirven para crear casos más amplios y con más ocasiones para la acción, menos usual en la serie; hasta el momento, se han producido 19 películas desde 1997.

Respecto a estos films, todos tienen la misma estructura técnica, con una presentación de personajes y situación general, aunque cada caso es distinto. También hay una película especial que realiza un crossover entre esta serie y Lupin III, así como algunas producciones con actores de verdad, denominadas Live Action. Además, también se pueden encontrar videojuegos y volúmenes especiales del manga realizados por colaboradores de Aoyama.


Ante una serie tan amplia, resulta muy complicado hacer un comentario exhaustivo, por lo que esta presentación puede servir para acercaros al personaje. Aunque no sea una producción excesivamente adulta, sino más bien adolescente, resultará atractivo para quienes sean aficionados a las historias de misterio detectivesca, en lo que más destaca Detective Conan. Nuestra recomendación es acercarse a su inicio y disfrutar de sus casos, y una vez satisfechos, se pude optar por buscar, dentro de su gran cantidad de capítulos, todos los referentes al avance de la trama. El mundo al que os queremos abrir las puertas hoy es bastante grande, pero con la afición al género, no podéis perderos esta pieza de la animación japonesa.


Escrito por Luis J. del Castillo



El Dorado, de Howard Hawks

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Todos los personajes de El Dorado (Ídem, Paramount, 1966) están marcados por el peso del recuerdo. Todos ellos atesoran un pasado que les condiciona. Un ayer que no se explicita pero que está presente.

Por ejemplo, del pistolero Cole Thornton (un estupendo John Wayne) apenas sabemos que le unen fuertes lazos de amistad con el ahora sheriff John Paul Harrah (igual Robert Mitchum) desde antes de la guerra (civil); del mismo modo que también formará parte del pasado, por vía de la elipsis, el desengaño amoroso que sufre este último y que lo transforma en un ser vulnerable. Únicamente somos testigos de las consecuencias, que es lo que narrativamente le interesa a Howard Hawks (1896-1977).

El pretérito también afecta al joven Mississippi (James Caan), entregado a vengar el asesinato de la persona que se hizo cargo de él desde niño (otro lazo familiar no directo de los que se establecen en la película), de la misma forma que sabremos, por boca de la común amiga Maudie (Charlene Holt), que se trata de la viuda de un jugador. Como señalaba, todo lo demás está ahí sin necesidad de ser nombrado.

Igual de elocuente es la cicatriz que exhibe en el rostro el mercenario Nelse McLeod (Christopher George). Más aún, según se comenta, nadie sabe de dónde pudo sacar su dinero el terrateniente Bart Jason (Edward Asner).

Todas estas informaciones desgranadas en el guión de la estupenda Leigh Brackett (1915-1978) son como pinceladas impresionistas que, de alguna forma, nos acercan a los personajes, pero manteniendo el debido misterio que siempre proporciona la otra persona…


En esta última etapa de su carrera, Howard Hawks se mostró más interesado en profundizar en el estudio de caracteres que en renovar unos vericuetos narrativos de sobra conocidos por él. Como muchos aficionados saben, El Dorado es una paráfrasis de Río Bravo (Ídem, Warner Bros, 1959), en base a unas líneas argumentales propuestas o derivadas de esta. Ahora bien, por mucho que el excelente guion de Brackett (de la que celebramos el centenario de su nacimiento) tuviera como base la obra precedente o una novela de Harry Brown (1917-1986), titulada The Star in their courses, el resultado no deja de ser absolutamente personal.

Algo en lo que también tiene que ver la contrastada fotografía de Harold Rosson (1895-1988), capaz de pasar del naturalismo de los exteriores al efecto crepuscular y nocturnal del resto de secuencias; así como la bella y melancólica balada compuesta por Nelson Riddle (1921-1985), sustento de los excelentes títulos de crédito iniciales, que se componen de una sucesión de pinturas del espléndido Olaf Gieghorst (1899-1988); unas estampas no exentas de añoranza que son tanto el reflejo de una épica como el respetuoso canto al individuo en la figura del hombre del oeste, sea cowboy o no (por cierto que, en la película, el artista interpreta al armero apodado “el Sueco”). Tampoco andaba lejos en esta ocasión la imprescindible diseñadora de vestuario Edith Head (1897-1981).


En El Dorado, los paisajes reconocibles están al servicio del universo inconcreto y siempre en movimiento de los personajes (pistoleros, ganaderos, jóvenes impetuosos, mujeres de gran fortaleza, hasta unos conocidos “funcionarios de la ley” que Thornton encuentra en otra localidad). Personajes que, llegado el momento, están dispuestos a asentarse (casi definitivamente). Una fase vital que ya se anticipa en el comentario de Maudie cuando, al regreso de Thornton, esta comenta que se alegra de volver a tenerle cerca y que “John Paul parecía sentirse tan solo…

La soledad también se evidenciada por medio de la planificación. Frente a unos personajes que irán interactuando entre ellos dentro del plano, el encuentro de Thornton con Bart Jason, primero, y con el cabeza de familia Kevin McDonald, después (R.G. Armstrong), muestra al pistolero separado mental y físicamente de sus interlocutores –como ellos lo están de él-, gracias al correspondiente empleo del plano-contraplano. Las razones para estos desencuentros varían, pero la soledad es la misma. Poco después, Thornton sí que compartirá el plano con Maudie, durante su despedida hacia los territorios de la frontera.


Raíces antiguas y recientes se dan cita en la población de El Dorado; espacio físico y de resonancias míticas. En esa involuntaria determinación de “echar raíces” no pesa solo la edad, sino también las deudas contraídas (Thornton respecto a los McDonald; Harrah como sheriff de la comunidad; Mississippi tras haber “ajustado cuentas”).

Sin domicilio conocido, es el de estos personajes un viaje continuo hasta dar con esas raíces afectivas y geográficas que pronostica el poema de Edgar Allan Poe (1809-1849) que recita Mississippi, y que da nombre al pueblo y a la película. Un lugar para el que también se precisa de tiempo para poder olvidar. Pero la “sombra” del poema de Poe impele al jinete (al viajero) a que no cese nunca en su búsqueda de la felicidad.

Como jocoso preludio a esta disposición, a su (inicial) regreso a El Dorado, Thornton le comenta a su amigo, antes de fijarse bien en la estrella que luce, que “¡oí decir que te habían hecho Sheriff!”. Toda esta red de relaciones dará como resultado la formación de una peculiar familia, como anticipaba, no unida por lazos de sangre pero sí de camaradería y lealtad.


Por ello, los personajes acaban acompañados de alguna forma; hasta el doctor Miller (Paul Fix) encuentra a un colega más joven (Anthony Rogers).

No podemos dejar de retener algunos momentos divertidos, como la elaboración del engrudo anti-alcohólico que Mississippi prepara con ayuda de Bull (el excelente Arthur Hunnicutt, y otro personaje con un pasado a cuestas, en su relación con los indios); junto a otros instantes más dramáticos, entre los que se cuenta la muerte del joven Luke McDonald (Johnny Crawford). En la desafortunada refriega somos testigos de dos disparos, que acaban convirtiéndose en tres…

Los lugares de ese asentamiento físico y vital tienen su parangón en los escenarios no menos “míticos” de western, pese a las confrontaciones. Así sucede con el tiroteo en el interior de una iglesia, la detención de un asaltante en el saloon, o la comisaría que cobija a esa familia en formación…

Escrito por Javier C. Aguilera


Boquitas pintadas, de Manuel Puig

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La literatura hispanoamérica dio un golpe de efecto en los años 60 a través de lo que se conoció como el boom latinoamericano con autores capitales como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar o Carlos Fuentes. En gran medida, tratar de igualar o superar el éxito de las obras de estos autores era una tarea compleja, por lo que los autores de la época post-boom (y también aquellos que lo vivieron, pero que prosiguieron su carrera literaria) empezaron una corriente literaria distinta a lo marcado anteriormente.

Se alejaron en gran medida de argumentos ambiciosos para sus novelas, descendiendo el simbolismo y la carga psicológica de sus personajes, concentrándose en cuestiones de índole cotidiana, sin heroicidad, sin representar grandes ideas. También se fueron despojando de la experimentación, aunque aún autores de esta etapa la seguirán realizando.

Sin embargo, no todas las diferencias se basan exclusivamente en la cuestión literaria. La política, eterna fuente de problemáticas, motivó ciertos cambios de perspectiva. A finales de los sesenta se dan una serie de circunstancias que propician el cambio: la decepción ante la Revolución Cubana (1959), la caída del Muro de Berlín, la vivencia directa de las dictaduras por parte de los autores, así como la presencia dominante de los medios de comunicación de masas, esto último clave para entender cómo la sociedad, aunque aumentó el número de lectores, se hizo menos exigente con la literatura, o poco interesada en la misma. Todo ello provoca también el retorno al tono cotidiano, pero también a la parodia, empleando el humor sarcástico frente a la grandeza anteriormente imperante. Incluso se recurre a lo que se había considerado como subliteratura (término al que nos oponemos) hasta el momento, como los géneros de la novela negra o, en el caso que nos ocupa, la novela sentimental.

A mitad de camino entre el boom y el post-boom, encontramos a Manuel Puig (1932-1990), autor bisagra entre ambas etapas. Aunque alcanzó cierta experimentación, sus características como autor lo hacen más cercano al uso de las estrategias de los medios de comunicación. No en vano, Puig era un gran cinéfilo, pasión procedente de su infancia, que llegó a escribir para el cine a la par que el cine estaba presente en sus novelas, como muestra el título de La traición de Rita Hepburn (1968) o en el argumento de El beso de la mujer araña (1976). Además, las adaptaciones de sus películas han sido frecuentes a lo largo de su vida, participando activamente en las mismas. En Boquitas pintadas, sin embargo, el autor recurre a todo el bagaje de la novela sentimental, de los boleros, del tango o de la radio novela para crear una deconstrucción de la novela o teleserie sentimental, consiguiendo criticar toda una estructura ideológica sin que lo parezca directamente.

Manuel Puig
La historia nos traslada a Coronel Vallejos (trasunto de la auténtica localidad General Villegas, donde la obra sentó mal por tomar como referentes a personas reales), un pequeño pueblo de Argentina donde vivieron un grupo de jóvenes cuyas relaciones, en pleno momento de formación y diseño de su identidad, marcan la principal trama de la novela. Todos ellos conviven en ese mundo basado en las apariencias y la opresión social que se ejerce en base a los prejuicios. Sin embargo, esa opresión se cumple tan solo en base a aparentar que se cumple con lo establecido, como la honestidad o la virginidad de las mujeres.

Así pues, tenemos a Juan Carlos, el galán de la novela, que está enamorado en origen de Mabel, la joven de clase alta, aunque acaba en una relación con Nené, quien está realmente enamorado de él y que pertenecen a una condición social más humilde. Sin embargo, aunque esta fuera la historia esperada en la lógica de la novela sentimetnal, realmente el galán mantiene una actitud mujeriega y será infiel, igual que Mabel. Aún más, Juan Carlos, a pesar de su condición en la novela, no es un hombre perfecto ni cumple con las expectativas de serlo, sino que como única cualidad positiva solo tiene su belleza, con la cual satisfacer a las mujeres. Se trata de un chaval superficial, que se expresa mal como muestran sus faltas de ortografía y que no sabe medir las consecuencias de sus actos, por ello no se recuperará de su enfermedad y morirá, como se desvela al principio de la obra. En definitiva, un niño consentido y de cara bonita, pero que no es inocente ni honrado.


De forma paralela, Pancho funciona como una figura similar, pero de clase baja, que llega a dejar embarazada a Antonia La Rabadilla, aunque después le será infiel con Mabel, lo que le ocasionará una muerte por despecho. Precisamente, ninguna de las figuras masculinas cumple con el ideal del príncipe azul, pero tampoco se ven obligados a cumplirlo, mientras que las mujeres lo anhelan encontrar, sobre todo por cumplir con lo establecido.

La novela comienza con Nené, que ya siendo adulta y casada, escribe supuestamente cartas a la madre de Juan Carlos, donde cuenta toda su vida y se lamenta de su presente; sin embargo, de forma paralela, sabremos que está mintiendo con respecto a lo que realmente le sucede. La vida junto a Masa, un tipo normal y feucho, debería ser grata para Nené, aunque ella se muestra belicosa y lo desprecia, pese a los buenos cuidados de su marido en comparación al poco tacto del galán Juan Carlos. Como lectores, somos testigos del engaño que supone la ideología sentimental, destruida así por el autor no solo a través de Nené, sino también del resto de personajes femeninos.

Como mencionábamos, para las mujeres surge la frustración por no cumplir aquello que le imponía el engaño de esa ideología, que las manda a encontrar el amor de un hombre perfecto y virtuoso, el "príncipe azul", lo que las condena a la infelicidad. Una forma de pensar que se transmite no solo a través de las teleseries y novelas sentimentales, sino también en los tangos y los boleros, donde se señala que la mujer debe entregar toda su vida.


Si los hombres no cumplen con el ideal, ya sea por falta de belleza como en el caso del marido de Nené, o por falta de actitud, en el caso de Juan Carlos, las mujeres, a su vez, no se encuentran en la situación que les sería más favorable por su forma de ser. Todas ellas son infelices: Celina, la hermana de Juan Carlos, se mantiene solterona por no encontrar esos ideales (lo que la hace infeliz por quedar marcada), mientras que Mabel sí se casa, pero manteniendo su actitud infiel, por lo que hubiera sido feliz siendo soltera para poder mantener las relaciones que quisiera. Ni siquiera Nené, que sí podría tener una vida feliz según las exigencias de su rol, se conforma con lo obtenido.

De esta forma, la novela realiza una crítica feroz a la ideología sobre las relaciones de pareja que sostiene la novela sentimental. Lo hace a través de sus propios cauces, una inteligente forma de hacerlo a través de una estructura donde el narrador se convierte en un cotilla dentro de la novela sentimental, ya que precisamente accedemos a la historia a través de diarios y cartas íntimas, diálogos directos, incluyendo la confesión a un sacerdote, expedientes, publicaciones y hasta, como lectores, nos metemos en un álbum de fotos y nos permitimos arrancar una foto para ver su dorso. Es decir, nos permitimos meternos en la intimidad, en el dormitorio, en la vida íntima de los personajes, y esto lo hace el autor mediante su estrategia narrativa de realizarlo entrega por entrega, como un folletín y como si el narrador fuera un recopilador.

Con una adaptación cinematográfica estrenada en 1974 y dirigida por Leopoldo Torre Nilsson, la novela consigue mezclar todos los ingredientes de la novela sentimental: el amor, los celos, el asesinato o la mentira. Pero, a la vez, se consigue burlar del género, no tanto como parodia, sino como lamento y crítica hacia el mismo, sobre todo por el engaño que se intuye entre lo que conseguimos ver de los personajes. Una novela interesante en su forma y en la deconstrucción del género, con ritmo ágil e historia cerrada, que se aleja de la cosmovisión ambiciosa del boom para contar una historia más cotidiana, donde los personajes, como nos puede suceder a nosotros, caen en deseos alejados de la realidad.

Escrito por Luis J. del Castillo




Para el sábado noche (XLV): Campanadas a medianoche, de Orson Welles

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El personaje de John Falstaff, modelo de cierto oportunismo afable y víctima de la ingratitud, fue empleado en la lírica por autores como Antonio Salieri (1750-1825) o Giuseppe Verdi (1813-1901). Campanadas a medianoche (Falstaff / Chimes at Midnight, Alpine/Sirius, 1965) retomó este personaje creado por William Shakespeare (1564-1616), recurrente desde c.1597 a 1602 en obras como Enrique IV, Enrique V o Las alegres comadres de Windsor, en esta ocasión para el cine y bajo la dirección de Orson Welles (1915-1985).

Filmada en España, con producción de Emiliano Piedra (1931-1991) y el auspicio en la distribución de Harry Saltzman (1915-1994), productor de la saga de James Bond, la película contó, además, con la música de Angelo Francesco Lavagnino (1909-1987), la fotografía de Edmond Richard (1927), en un acertado empleo del blanco y negro, siempre dispuesto a contrastar con un mayor realismo los aspectos más dramáticos; y la edición de Fritz Muller (-). Todos ellos bajo las correspondientes indicaciones del realizador, pendiente en cada momento de las labores de iluminación, fotografía y montaje (el ritmo de la película), como elementos cinematográficos imprescindibles y definidores de una determinada personalidad.

A ello podemos sumar la colaboración del espléndido Ralph Richardson (1902-1983) como narrador, el cual nos pone en antecedentes acerca del derrocamiento y posible asesinato del rey Ricardo II de Inglaterra (el 14 de febrero de 1400) a manos de su primo, el duque de Lancaster, coronado rey con el nombre de Enrique IV (1367-1413; el siempre sólido John Gielgud).


El nuevo monarca tiene un sucesor en la figura del Príncipe de Gales, el despreocupado y mundano príncipe Edward, conocido como Hal (Keith Baxter), que malgasta el tiempo junto a su colega –de abolengo más que de amistad- Ned Poins (Tony Beckley).

Ambos frecuentan la compañía de John Falstaff (Orson Welles), considerada perniciosa en la corte pero tolerada por su apoyo a la causa del rey, por escuálido que este sea. Todos son cobijados por una posadera (la genial Margareth Rutherford), en un fresco tan azaroso como naturalista, que se completa con los lores Northumberland (José Nieto), su hermano, el taimado Worcester (Fernando Rey), y el hijo del primero, Harry Percy (Norman Rodway).

Un ritmo endiablado acompaña a un texto rotundo como certeras descargas, y el deambular de los personajes por un escenario que -como el castizo bollo- solo pertenece a los vivos, aunque a veces los difuntos aviven las conciencias. Así le sucederá al rey usurpador, que tras todos sus esfuerzos anhela un descanso (eterno) que no termina de llegar, agotado por las luchas con los rebeldes; en tanto que el príncipe, en su cómoda adversidad, encuentra con facilidad amigos que, finalmente, habrá de considerar como perjudiciales o comprometedores, por mor al invisible pero implacable decreto que establecen las clases sociales. “El honor es un escudo funerario”, le comenta Falstaff.


Capturados rostros (almas), conversaciones o pensamientos seccionados en dos o más planos, miradas sostenidas, cambios de perspectiva por medio de encuadres picados o contrapicados… Welles emplea todo el arsenal visual cinematográfico, aprovechando los medios de que dispone. Cualidad frente a cantidad. Ejemplo de ello es la estupenda batalla, adecuadamente caótica y enlolada. Naturalista ejemplo de otros recursos igualmente físicos, como esos chorros de luz que se derraman por los interiores –físicos o espirituales-, los planos poblados por lanzas y espadas, o colmados de nubes o neblina, y la fisicidad de la piedra (de los escenarios reales, en su doble acepción), del suelo, la techumbre o una corona…

También distinguimos el travelling que persigue a los personajes por el bosque, junto a la utilización de árboles y otros soportes de madera, destinados a hacer montar a los combatientes, enfundados en sus armaduras, sobre sus caballos. Y es que la planificación sardónica del director toma como base una elocuente oratoria, no por preciosa menos corrosiva; soporte, a su vez, del deseo –o necesidad- de querer aparentar, de la hipocresía y de todo un desfile de amistades en pos del interés, sustrato de la vida como espectáculo trágico y esperpéntico.

Welles presta su puesta en escena a la capacidad de Shakespeare de convertir en palabras el pensamiento de los seres humanos, en una perfecta y sincronizada representación del logos -como verbo y entendimiento-. Significativas y bellas metáforas que declaman la futilidad ante el paso del tiempo; puesto que El Bardo fue ante todo poeta, consciencia que prevalece, muy acusadamente, en sus obras teatrales.


Falstaff tampoco escapa a dicha pose. Como un soberano en su particular trono, es un personaje que trata de sobrevivir por medio de la astucia y la picaresca; él y sus allegados, en compañía del príncipe. Hasta organizan un simulacro, que también es una anticipación, entre “rey” y “heredero”, con la única diferencia de que un cojín y un cazo suplen a la corona. Al fin y al cabo, todo cachorro acaba por crecer…

Cuando seas rey no ahorques a los ladrones”, le pide al futuro Enrique V el curioso sir John Falstaff, líder de un ejército de harapientos, “desperdicios de una larga paz…”, en una coyuntura que se complementa con la divertida selección de los más “aptos” para entrar en batalla, en la vivienda del hidalgo y juez de paz Robert Shallow (Alan Webb). Humor en el que se inscribe el elogio al jerez por parte de Falstaff o el uso de los “lavabos” en la posada.

Otras presencias estimulantes parecen, sin embargo, más anecdóticas, como la incorporación de la meretriz Dora (Jeanne Moreau), aunque el eximio Falstaff-Welles también se las ingenia para dedicarle, siquiera de pasada, una reflexión: “tú también me olvidarás cuando me haya ido”. El deseo de amar es tan eterno como el deseo de poder.

Escrito por Javier C. Aguilera


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