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Clásicos Inolvidables (LXX): La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca

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Segismundo: [...] Con cada vez que te veo
nueva admiración me das,
y cuando te miro más,
aún más mirarte deseo.
Ojos hidrópicos creo
que mis ojos deben ser,
pues cuando es muerte el beber
beben más, y desta suerte,
viendo que el ver me da muerte
estoy muriendo por ver. [...] (pg. 94)

Aunque llamado Siglo de Oro, las delimitaciones de esta etapa de nuestra literatura son confusas y abarcan, sin duda, más de un siglo. A esta etapa que tantos buenos escritores españoles nos ha legado nos acercamos con uno de sus principales dramaturgos, Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), cuya muerte ha servido a algunos estudiosos para fechar el final de nuestra literatura aúrea. Como autor barroco supo crear una identidad propia, diferente a la del Félix de los Ingenios, Lope de Vega (1562-1635), el otro gran dramaturgo de este periodo. 

Procedente de una familia hidalga, Calderón tuvo una vida relativamente tranquila, especialmente a partir de 1651, cuando, ya ordenado sacerdote y viviendo en la corte, tan solo se dedicó a la escritura y a ver cómo aumenta su fama; a pesar de quedar huérfano relativamente pronto, a la edad de 15 años, o de ser acusado de asesinato en 1621. A pesar de reducir el número de escenas, tendiendo a la síntesis, o el repertorio métrico, su carácter perfeccionista, su preocupación por los elementos escenográficos, su carácter perfeccionista para con su obra, la creación personajes razonadores o su completa fusión con el espíritu de su época, incluyendo argumentos que sirvieran para el cuidado de la moralidad, lo convierten en uno de los maestros de nuestro teatro. 

Pedro Calderón de la Barca
No obstante, debemos tener en cuenta que este dramaturgo madrileño resulta distante a las ideologías de nuestro siglo. Dentro de la literatura, el teatro resulta ser uno de los géneros más fieles al pensamiento generalizado de la época en tanto que su éxito dependía del público. Este hecho crucial puede ocasionar una gran distancia entre el lector de hoy en día con la obra teatrla clásica. Algo que , sin embargo, no debería servir de excusa para no acercarse a una de las obras de Calderón más célebre y que todavía puede contarnos mucho: La vida es sueño (1635).

La obra da comienzo con la llegada de Rosaura, vestida de hombre, y Clarín a Polonia. En su camino, se encuentran una torre donde está cautivo un misterioso hombre llamado Segismundo, encerrado allí desde su nacimiento. Allí ambos son apresados por violar las leyes del rey Basilio; sin embargo, una serie de circunstancias relacionados con la sucesión harán que el rey revele al pueblo que Segismundo es el príncipe heredero, nacido bajo malos augurios celestiales según pudo vislumbrar su padre.

Para comprobar tales designios, Basilio procura una estratagema por la que hará que su hijo crea ser quién debería para probar su valía y, en caso de no actuar como un buen monarca, devolver a su prisión haciéndole creer que ha sido un sueño. Durante los dos siguientes actos, seremos testigos de cómo transcurre la artimaña y las consecuencias que para todos los personajes tendrá la presencia de Segismundo. Así pues, la trama principal versa sobre el príncipe dentro del supuesto sueño creado por su padre, pero también encontramos dos subtramas vitales para la obra: el desagravio a Rosaura, que marca la presencia de este personaje en Polonia, y la posible herencia dinástica de Estrella y Astolfo si Segismundo se revela como un hombre violento, más similar a una fiera.

La vida es sueño resulta ser una obra profunda y carga de distintos sentidos, algunos de los cuales pasarán desapercibidos por haberse perdido los códigos sociales, pero siguen estando presentes por ser comunes con otras obras artísticas de la época. Hay, sin embargo, temas clave, como la predestinación, el valor del honor o la duda sobre la verdad de nuestra realidad, que siguen afectando a nuestro pensamiento y es por ello que resulta, en cierto sentido, más contemporánea de lo que podría parecer. No en vano películas como El show de Truman(Peter Weir, 1998), Matrix(Lana y Andy Wachowski, 1999) u Origen(Christopher Nolan, 2010) han retornado al tema de la vida como ficción (o sueño en el caso de la última), un tópico que proviene de la filosofía platónica.

Representación de La vida es sueño protagonizada por Blanca Portillo
Así pues, la obra se refiere continuamente a dualidades: la vida o el sueño, el hombre o la fiera, el hombre o la mujer, el destino o el libre albedrío, el rey o el sabio, pero entiéndase esta "o" de la misma forma que se debe entender en La destrucción o el amor (1935), de Vicente Aleixandre, es decir, como una equivalencia, una fusión de contrarios. El rey Basilio se dedica a la ciencia de los astros, no ocupando realmente su cargo como debiera según la costumbre de otros reyes, es un sabio, pero esa también es su condena. Ante el nacimiento de Segismundo, predice para su hijo el futuro de un hombre violento y, por tanto, incapaz de gobernar; por ello, por nacer, como referirá el protagonista en uno de los diálogos, es condenado a la prisión y al anonimato. Sin embargo, de esta forma Basilio está cumpliendo precisamente con su propia profecía, pues evita con esta acción que Segismundo sea educado en sus deberes como príncipe heredero. A fin de evitar lo predestinado, origina su futuro, como sucediera en Edipo rey, de Sófocles.

No obstante, el príncipe será quien pueda romper con lo predestinado actuando con juicio y razón, algo que no sucederá en un origen, donde se desvelará como un ser vengativo, por lo que será devuelto del sueño a la realidad. Ahora bien, como el lector puede apreciar desde el primer acto, hay en este personaje atisbos de ser capaz de razonar, especialmente ante el encuentro con Rosaura. En este sentido, se puede deducir que ante la visión de la belleza su actitud se equilibra y se convierte en un hombre justo. Para Calderón de la Barca, siguiendo el pensamiento eclesiástico, cada ser ocupa un lugar en el mundo para el que ha sido designado, por lo que a pesar de que Rosaura se vista de hombre, convirtiéndose finalmente en mezcla de ambos sexos cuando vistiendo de mujer, empuñe armas de hombre (como señala la propia obra), Segismundo es capaz de apreciar su belleza. 

The Little Page, de Fortescue-Brickdale
Se puede apreciar en la combinación de Rosaura como mujer-hombre ciertas señales de una mujer independiente y fuerte, pero para Calderón su auténtica naturaleza está marcada indistintamente de su función en la obra, aunque pendule entre ambas. Incluso podemos ir más allá, su presencia en Polonia sirve para recuperar su honor perdido por Astolfo y, bajo las consideraciones de la época, quien vivía sin honor, que era dado por Dios, realmente no vivía (este hecho conduce precisamente a un diálogo de carácter filosófico y existencial entre Clotaldo, sirviente del rey, y ella).

Rosaura rehúsa su destino como mujer sin honra y luchará por recuperarla, siendo así el equivalente femenino de la obra a Segismundo, quien combatirá contra el destino al que le ha condenado su padre para ocupar su papel en el mundo: ser rey de Polonia tras su padre.

Para ello, tendrá que hacer frente a su segunda naturaleza, la de fiera, la de ser no educado, algo que en principio no resultará sencillo, pero contra lo que podrá luchar tanto por la presencia de la belleza (Rosaura en el primer acto, Estrella más adelante) como por ser su destino como príncipe, algo que asumirá conforme se revele la verdad del supuesto sueño. De esta forma, observamos cómo el libre albedrío de los personajes les lleva precisamente a cumplir con los ideales preestablecidos.

Porque privado de esa libertad y de su autodominio, Segismundo queda reducido a un ser implacable y violento, permitiendo que el instinto gane a la razón. Una vez liberado, pude volver a retomar su papel como hombre y, sobre todo, como príncipe, siendo capaz de ir contra el destino marcado por los astros. En esta defensa de la libertad, aún entendida como libre albedrío, encontramos semejanza con lo escrito por Cervantes en la segunda parte de su Don Quijote (1615): "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; [...] por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres"(capítulo LVIII). En efecto, Calderón muestra en La vida es sueño cómo Rosaura y Segismundo lucharán tanto por su honra, en el primer caso, como por su libertad, en el segundo.

Precisamente, sobre el tema del albedrío de Segismundo entra en cuestión el sueño, de raíz platónica, pero también religiosa. La temática del sueño había sido abordada anteriormente y fue frecuente desde la Edad Media, empleada generalmente como un recurso de verosimilitud, dado que al no ser real todo aquello que se sueña, otorgaba sentido a lo que atentara contra el sentido común y, en este caso, contra el cristianismo, escapando de la posible censura. Además, el sueño podía permitir al autor crear una completa alegoría, como sucedía en el Sueño de Polífilo(1499). Aunque nunca se perdió la tradición de este tema, se recuperó con más fuerza con el barroco, esencialmente debido al aumento de la represión por parte de la Iglesia Católica a raíz de la Contrarreforma, aumentando su censura; dentro de esa lógica, por ejemplo, Quevedo realizó sus Sueños y discursos(1621).

Clotaldo: ¿Qué intentas?
Rosaura:                         Mi muerte.
Clotaldo:                                              Mira 
                 que eso es despecho.
Rosaura:                                            Es honor.
Clotaldo: Es desatino.
Rosaura:                         Es valor.
Clotaldo: Es frenesí.
Rosaura:                        Es rabia, es ira.
[...]
Clotaldo: Pues si has de perderte, espera,
hija, y perdámonos todos.
(pg. 183-184)

El sueño de la razón produce monstruos, de Goya
La vida es sueño remite a la lógica del pensamiento medieval que se recupera con la Contrarreforma, según la cual, y siguiendo el platonismo, existen signaturas terrenales, existencias, que son a la vez falsas por su apariencia mundana, y verdaderas, por ser reflejo directo del orden de Dios. Por ello, no se puede alterar el papel a desempeñar por cada ser: el rey debe ser rey en tanto que dure su vida, o su sueño, hasta morir, o hasta despertar. Esto sirve para justificar la inmovilidad de los estamentos medievales y también sirve para comprender cómo el pueblo se alza en favor del desconocido Segismundo, siendo inconscientes de su comportamiento cruel durante la segunda jornada, por ser el auténtico heredero.

El célebre soliloquio de este personaje en torno a la vida y al sueño es el debate existencial clave para la época: la realidad como una ilusión de la vida real, que dentro de la lógica cristiana se corresponde con la vida eterna dada por Dios. Por tanto, mientras permanezcamos al mundo terrenal, nuestro comportamiento debe ser afín al papel que se nos otorga, ya sea para cumplir con la moral o, como comentará Segismundo, para actuar como corresponde si esta fuera la realidad y no el sueño.

La idea del rol asignado a cada individuo en su vida mundana también la representa Calderón en su obra El gran teatro del mundo (1655) de forma más explícita, aunque las líneas del monólogo de Segismundo dan buena fe de cómo debe asimilar cada ser el papel que le ha tocado vivir.

Por otra parte, cabe mencionar al resto de personajes de la obra. Basilio, del que ya hemos nombrado su dualidad como sabio científico y rey, aunque este último papel, así como el de padre, lo realiza de una forma irresponsable, en tanto que se afectado por los designios celestes que conoce como sabio. Él debía haber educado a su hijo para impedir su posible brutalidad, pero decide encerrarlo privándolo de esa educación y, por tanto, condenándolo a aquello que quería evitar. Sobre esta cuestión, podemos recordar el proyecto educativo fallido que Unamuno muestra en su obra Amor y pedagogía (1902), donde también un padre está empeñado en cumplir un objetivo con su hijo, pero yerra precisamente por evitar aquello que desechó de su proyecto.

La vida es sueño (Fotografía de LJ)
Clotaldo es el otro padre de la obra, sirviente del rey y maestro y cuidador de Segismundo durante su cautiverio. Un personaje que pese a sus esfuerzos y consejos, es observado como un hombre víctima de las decisiones de su alrededor, especialmente las de Basilio, Segismundo y, finalmente, Rosaura. No obstante, su presencia es decisiva en la trama de esta última. En menor medida, Astolfo y Estrella sirven de representantes de la nobleza. Astolfo funciona en base a la ambición, malograda por Segismundo, mientras que Estrella funciona como la doncella, aunque sea un personaje fuerte, como le permite su posición. Clarín, el compañero de Rosaura y siervo, funciona como el personaje cómico de la obra, pero también como representante del lugar que ocupa su estamento. 

En conclusión, una obra ejemplar del teatro barroco español, en preciso verso que va más allá del popular, que no por ello malo, monólogo de Segismundo, punto álgido de la obra en su reflexión. Una comedia, no por su humor, sino por su final, que sigue remitiéndonos a la reflexión sobre nuestra existencia, sobre la ambigüedad de la condición humana y sobre la existencia del destino o de la libertad. Una pieza accesible cuya experiencia siempre será completa viéndolo en escena.

Escrito por Luis J. del Castillo



Otros mundos (XIII): El síndrome Ovni, de Fernando Jiménez del Oso

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A Fernando Jiménez del Oso (1941-2005) siempre le interesó todo lo relacionado con el ser humano. Como psiquiatra de profesión y divulgador e investigador de adopción, enseñó a toda una generación de televidentes y lectores a interesarse y recapacitar, siquiera por unos instantes dentro de la ajetreada jornada, acerca de los aspectos más atrayentes de lo misterioso, con una honestidad que nunca tuvo reparos en matizar o cambiar aquello que debía ser corregido, sin dejar por ello de ser consciente de que la historia de nuestra existencia, y nuestra existencia misma, ha sido encorsetada en nombre de hallazgos tan escasos como fortuitos.

Para Jiménez del Oso valía la pena zambullirse en este continuo aprender que es la vida. O lo que es igual, prestar atención a todos aquellos fenómenos fascinantes, y muchas veces aterradores, por indescifrables y desestabilizadores, que han tenido y siguen teniendo por objeto a ese ser humano. No sin dificultad, dada la generalizada soberbia antropomorfa, lo considerado como marginal ha dejado de serlo y la ciencia ya admite aspectos teóricos que hace tan solo unos años seguían perteneciendo al especulativo mundo de la ciencia ficción. Quién sabe hasta donde nos conducirán todos estos nuevos avances y qué lugares será capaz de alcanzar el ser humano.

Fernando Jiménez del Oso fue parte de esa ecuación fundamental en la que al interés popular se sumó el rigor divulgativo y una innegable personalidad, en su empeño frente al lugar común, abriendo camino en la espesura de lo fenómeno(i)lógico. Porque en esto, como en casi todo, se puede estar informado o formado desinformativamente. Un singular proceso de estímulo y de búsqueda que se refleja en el primer capítulo de El Síndrome Ovni (Planeta Documento, 1984), titulado De este y otros hombres.

No es el más extenso pero sí intenso y, desde luego, su redacción va más allá de la mera escritura alicorta y reporteril. Por todo ello y pese al tiempo transcurrido (perpetuamente relativo), el legado de Fernando Jiménez del Oso sigue suscitando un vivo interés (al margen de que siempre es preferible acudir a las fuentes originales). Ajeno a los interminables proemios que casi abarcan un programa entero, con su labor precisa demostró que no es lo mismo ser mediático que divulgador.

Pintura de Ingo Swann
Un escalofrío nos recorre al enfrentarnos a determinadas posibilidades (¿realidades?). Por ejemplo, ante la antigüedad de algunos restos fósiles, cuyo análisis estratigráfico invita a reescribir bastantes capítulos de la historia de nuestra presencia y evolución en el planeta. El maestro divulgador siempre tuvo claro que en un universo cambiante, “transformar la teoría en dogma es una estupidez, puesto que siempre partimos de una determinada realidad que nos circunda”. Realidad que, en cualquier caso, ha de consistir en “un proceso de búsqueda individual, alejado de imposiciones que promueven el borreguismo”.

Y así llegamos hasta el meollo de un absurdo llamado OVNI, capítulo en el que el autor da cuenta del fértil y mítico año de 1947; importante, sobre todo, porque la gente decidió volver a mirar al cielo, concediéndole una importancia mayor a la que generalmente le adjudicamos. La consecuencia, claro está, fueron los múltiples avistamientos que, por las razones que fuera, se produjeron en aquellos días, y que fueron recogidos por los aún no tan prejuiciados medios de comunicación.

Aspecto último que nos conduce, indefectiblemente, al nacimiento del secretismo oficial. Jiménez del Oso hace hincapié en el hecho de saber diferenciar entre el escepticismo y el dogmatismo de la negación (venda no solo aplicable a los sabelotodo de la ciencia o a fanáticos religiosos, sino también a comentaristas – poco investigadores- de lo paranormal).

Pintura de Dezsö Sternoczy
Como sucede con el arte, disponemos de una máquina del tiempo para lo insólito de manos de material como el que hoy rescatamos. De hecho, ¿qué pensaría cualquiera de aquellos muchachos que logró captar de improviso la imagen de algún objeto extraño en el cielo con su cámara portátil? “O somos el espectáculo más interesante de la galaxia o el espacio tiene puertas secretas por las que apenas cuesta ir de un sitio a otro”, como evidencian los testimonios de personal tanto aéreo como civil. Más aún, “a mí siempre me resultó entrañable la definición de Platillo Volante…”.

Luces sobre la superficie lunar, la presunta exploración del medio terrestre por sectores (las clásicas líneas ortoténicas), probables bases ocultas en mares y océanos… De todos estos fenómenos o posibilidades, el autor aporta las declaraciones de pescadores, pilotos y astrónomos, diferenciándolos muy bien de los nuevos apóstoles, sección en la que se aborda el espinoso asunto de los “contactados”, no por difícilmente objetivable por la ciencia menos interesante a un nivel psicológico.

Experiencias de primera mano (o mente) como la de Julio F. -otro clásico-, junto a una nueva distinción entre el presunto -una vez más- contactado y su humana actitud frente al contacto y la interpretación de su mensaje, caso de haberlo. Tres factores que el autor examina detenidamente; y ámbito en el que su experiencia como psiquiatra le faculta para comprender y enfrentarse a la posibilidad de una serie de delirios o fenómenos psíquicos, como las tan traídas y llevadas “alucinaciones colectivas”, simpática aunque cansina excusa de aquellos que no entienden los mecanismos de la mente a un nivel patológico. Todo ello, no hay que dudarlo, frente a visionarios y demás redentores, tan dispuestos siempre a captar adeptos para su misión.


Jiménez del Oso aborda esta cuestión sin esconder su desconfianza ante casos nada claros -o demasiado claros-, como corrobora su desencuentro cercano del primer tipo con el célebre contactado Eugenio Siragusa (1919-2006); lo que sirve al autor para reflexionar de forma aguda y atemporal acerca de la condición del ciudadano medio: “la sumisión intelectual ha sido una constante a lo largo de toda la historia”, situación que le hace ser presa de los fundamentos más instintivos y facilones de esta y cualquier otra realidad.

Como en toda circunstancia relacionada con lo antropológico, esta presenta dos facetas, ya que con las denominadas pseudo-ciencias pasa como con la economía; parece más fácil de lo que en realidad es y todos se sienten legitimados desde sus respectivas tribunas para hacer comentarios de forma superficial. Por ello, Jiménez del Oso también alerta de la pérdida de capacidad crítica cuando se enjuician dichos “contactos” y “mensajes” -redentoristas o no- desde dentro, es decir, por el contactado mismo; sin dejar de tener en cuenta que junto o frente a estos, se encuentran los “contactados discretos”, aquellas personas anónimas, trabajadoras, anti-grupales y nada mesiánicas, que sobrellevan su experiencia, sea esta lo que sea, con reserva y sin el menor deseo de trascender a los medios. A estos otros contactados, el autor les dedica su comprensión y simpatía.

Pintura de Ingo Swann
La prehistoria de los no identificados y su captación por los primeros medios mecánicos centran el apartado Ahora y siempre, donde no deja de llamar la atención el “usual” pero fascinante recurso del camuflaje, contemplado en algunos avistamientos e inmortalizado por alguna que otra cámara fotográfica. De entre los testimonios más venerables de la antigüedad que se han conservado, destacan los expuestos por el genial Diego de Torres Villarroel (1694-1770), autor del que alguna vez espero poder comentar su inigualable Vida, junto a los de Cicerón (107-44 A.C.) o Tito Livio (59 A.C. - 17 D.C.), el sorprendente Libro de los Prodigios de Giulio Ossequente (c. siglo IV) y los conocidos Vedas.

Cierra el ensayo Dios nos libre de los dioses, acerca de las posibles raíces comunes de los mitos de distintas culturas, y su relación con el fenómeno. En estas páginas se especula con el presunto origen de tales dioses… Un último capítulo en el que, nuevamente, el autor advierte del peligro de la pérdida de la libertad individual en un futuro y una galaxia para nada lejanos.

Estremece, cuando no repugna, contemplar una manifestación de masas; saber que cada uno de aquellos miles de puntos negros ha perdido su individualidad para transformarse en célula de otro animal distinto, al que solo manejan unos cuantos (…) Cualquiera medianamente hábil es capaz de movilizarnos a través del sentimiento”.


Nos sorprende la gran variedad de estructuras químicas que puede proporcionar un elemento en apariencia simple como el carbono, tal y como se ha puesto de manifiesto en nuestro planeta.

¿Qué habría pensado en estos momentos el insustituible Fernando Jiménez del Oso al saber que ya ha sido confirmada la presencia de alguno de esos otros mundos hermanos a la Tierra en nuestra galaxia? ¿O que el primer alimento cultivado y consumido en pleno espacio exterior ha sido la entrañable lechuga? Casi con toda seguridad que ya lo había visto venir.

Escrito por Javier C. Aguilera


Caravana de mujeres, de William Wellman

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El emprendedor ranchero Roy Whitman (John McIntire) tiene una propuesta muy especial para el guía de caravanas profesional Buck Wyatt (Robert Taylor). 

Consiste en trasladar a aquellas mujeres que lo deseen desde Chicago hasta el valle donde él y otros hombres “lo bastante locos como para levantar su casa junto al desierto” tratan de salir adelante, edificando un futuro. Un compromiso adquirido por ambas partes que se convertirá en todo un viaje iniciático para esas mujeres pioneras.

La necesidad de echar raíces tarde o temprano es algo que forma parte de los anhelos humanos. Pese a situarse cerca del desierto, el valle es muy fértil y constituye un lugar nuevo donde intentar asentarse, más allá de disponerse a “pasar el rato” con unos colonos: el viaje exige una mentalidad bien distinta. 

De este modo, Caravana de mujeres (Westward the women, MGM, 1951) desarrolla una historia de Frank Capra (1897-1991), a su vez, inspirada en hechos reales (que al parecer tuvieron por escenario el istmo de Panamá), de la mano del guionista Charles Schnee (1916-1962), bajo la producción del siempre relevante Dore Schary (1905-1980) y con una fotografía en blanco y negro de William C. Mellor (1903-1963) capaz de acentuar la rudeza y aridez del espacio geográfico, y por consiguiente, el esfuerzo de todos los componentes de la caravana.

Se trata de un recorrido de cinco mil kilómetros cuajado de inconvenientes, como Buck advierte a las mujeres que finalmente deciden tomar parte en la arriesgada aventura. 

Entre ellas se encuentran Fifí Danon (Denise Darcel) y Laurie Smith (Julie Bishop), dos muchachas que aseguran estar dispuestas a cambiar su anterior forma de vida, conocida por ser “la más antigua del mundo”. Se da la circunstancia de que Fifí no escoge ninguna de las fotografías que se muestran a las viajeras con el fin de seleccionar una posible pareja; aunque eso no quiere decir que no haya hecho su elección. Su intención de abandonar el oficio ya se manifiesta en un trueque de indumentaria (por mucho que, en principio, no se trate más que de un subterfugio para lograr ser admitidas en el grupo). 

Y del mismo modo que les sucede a los personajes que interpretan, las actrices fueron debidamente “prevenidas”, en previsión de las once rudas semanas de rodaje en las montañas de Utah y el californiano desierto de Mojave, además de adiestradas en toda suerte de habilidades con carros y animales.

También las miradas entre personajes forman parte de un diálogo que alcanza su mayor intensidad emocional tanto al inicio como al término del viaje. Mientras este tiene lugar, se produce la confraternización, el enfrentamiento, la empatía, la renuncia, la valentía, el descubrimiento, el sacrificio…


La dificultad de la empresa va pareja a la del terreno. El recorrido es un espacio despoblado al que se superpone la, con frecuencia, agreste parcela de los sentimientos. Significativamente, William Wellman (1896-1975) no sobredimensiona el relato con la incorporación de elementos como la música. Muchas secuencias transcurren en silencio o con el único acompañamiento del sonido del viento que azota el paraje. Únicamente, un himno a modo de tributo puntúa los títulos de crédito.

Además, en otra interesante resolución, el realizador no muestra el ataque de los indios cuando este finalmente se produce. El asalto tiene lugar en un momento en que Buck y Fifí se hallan fuera del campamento, aunque al regresar podrán comprobar sus consecuencias; una circunstancia que proporciona a la secuencia un mayor dramatismo si cabe: por medio de un elegante e individualizado movimiento, la cámara les irá mostrando los penosos resultados. Tanto el guión de Schnee como la realización de Wellman logran plasmar una contenida emoción que en todo momento evita el subrayado más sensiblero.


La puesta en imágenes tiene lugar, tal y como nos hace advertir un rótulo al inicio del relato, justo un siglo después de que acontecieran –o hayan sido situados- los hechos. Destaca especialmente la estampa de aquellas mujeres que contemplan el desierto que tienen por delante. Una imagen que podemos considerar épica por parte del realizador, que las filma a través de un simbólico contrapicado.

De igual modo que han dejado atrás las que hasta ahora han sido sus vidas, las expedicionarias también se verán obligadas a abandonar una serie de objetos antes de atravesar ese espacio desolado. En tan breve aunque intenso periodo de tiempo, también tendrán ocasión de familiarizarse tanto con la llegada de una nueva vida como con la pérdida que conlleva la muerte. Incluso con algún que otro renacimiento, tal como le sucede a la madre italiana (Renata Vanni).

Para concluir, quisiera recordar el plano con la imagen de la carreta que queda varada en dicho desierto, mientras al fondo avanza la caravana, trabajosa pero resueltamente, hacia el horizonte.

Escrito por Javier C. Aguilera


Noticias: Próximamente en BdC

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Plaza del Triunfo nocturna (Fotografía de MB)
El principal mes del verano también es aquel donde la gente disfruta de sus vacaciones frecuentemente; nosotros, sin embargo, hemos seguido al pie del cañón, echando de menos vuestras visitas. No ha sido nuestro agosto con más entradas, quedándonos en la cifra habitual de las 15 mensuales y con visitas mensuales en torno a las 11.000, como viene siendo frecuente en los últimos meses. También aumentamos poco a poco en seguidores, con 1 más en Blogger, alcanzando los 169, 3 me gustas en Facebook, con 163 totales, y nos mantenemos en Twitter con 532 totales.

Rodaje de Campanadas a medianocheen Ávila
La literatura ocupa un importante espacio en nuestro blog, así tenemos ejemplos de clásicos como La vida es sueñoo Tiempo de silencio, buenos ejemplos de ciencia ficción, con La Fundación, e interesantes obras, como las del gran Zweig y sus Momentos estelares de la humanidad.

También en su traslado al cine, nos acercamos al final de las adaptaciones del célebre y joven mago literario más popular de los últimos años, con Harry Potter y las Reliquias de la Muerte - Parte 1. Además, el western ha contado este mes con dos ejemplos, Caravana de mujeresy El Dorado.

Nos hemos vuelto a adentrar en el mundo de la animación japonesa con Gosho Aoyama y su Detective Conan, Y, por supuesto, la psicología prosigue su camino por nuestro blog con un nuevo artículo con el título Emociones racionales. Hemos estrenado una página donde hemos recogido todos nuestros ciclos especiales, así como por países, estudios de cine y fechas concretas, accesible ahora desde el primer menú, con el enlace Ciclos.

Esperamos superarnos en septiembre con más entradas. Se acerca la conclusión de las adaptaciones de Harry Potter, una nueva entrega de La Caja de Psique, más clásicos literarios, películas que han marcado historia, incluyendo una aventura galáctica, y más libros, más cine, más música, más publicidad. Como siempre, contando con vosotros.

Un saludo,
Luis J. del Castillo

PD: Concluiremos el verano el próximo mes y ya empieza la cuenta atrás para el esperado retorno de Star Wars. Os recordamos el trailer de la próxima entrega, que disfrutaremos en cines durante el mes de diciembre.


"El placer de leer es doble cuando se vive con otra persona con la que compartir los libros"

                  -Katherine Mansfield



Clásicos Inolvidables (LXXI): Divina Comedia, de Dante

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Valles y montañas, ríos y precipicios, puentes y bosques… un escenario real poblado de seres fantásticos, como grifos y dragones, gigantes y demonios…, y en medio de todos ellos, dando cuenta de sus faltas o disfrutando de un merecido y definitivo descanso, el ser humano que fuimos. Con toda seguridad, la Divina Comedia (Divina Commedia) es la más famosa representación del Infierno, el Purgatorio y el Cielo.

Retrato de Andrea del Castagno
El trascendental y alegórico viaje narrado por Dante Alighieri (1265-1321) en primera persona y como protagonista bien merece su privilegiado puesto de honor en la historia del pensamiento humano que es la literatura.

La elaboración del ingente poema ocupó al poeta florentino los últimos quince años de su vida. Hasta tal punto que la parte dedicada al Paraíso fue publicada póstumamente.

Como advertíamos, se trata de un extenso poema alegórico de corte didáctico, que aún participa de las características literarias medievales, de profunda simbología moral y religiosa, a las cuales Dante supo incorporar su ingente conocimiento teológico, tanto a un nivel teórico como práctico, es decir, circunscrito al ámbito de los sentimientos.

Exilado en Verona y sus alrededores, Dante desdeña las humillantes condiciones que el gobierno de Florencia aplica a aquellos que desean retornar. Una condena a muerte en 1315 antecede su consecución a causa de la malaria. Como en todo trayecto vital, también en la Divina Comedia se producen desvíos y paradas a lo largo del camino; vericuetos no previstos por los que discurre el viaje (¿el sueño?) del viajero.

Al igual que ha sucedido a tantos otros, Dante fue uno de esos elegidos que pronto se desengañaron de la política; de igual modo que el poeta y ensayista acabó convertido en uno de esos autores que supieron edificar, no con el ánimo de romper con el pasado, sino con idea de fundirse en él, formando parte de ese particular cielo de los clásicos en el que la edad no importa.

Como sabemos, existe otro personaje fundamental, sin cuya aparición es muy posible que no hubiera surgido la obra misma. Beatriz representa una suerte de eterno femenino, por muy personal que fuera su presencia en el devenir de Dante. Sabemos que casó y que tuvo tres -puede que hasta cuatro- hijos, y que falleció tempranamente hacia 1290. Una tragedia que, según se ha contado, fue preludiada por una visión que el autor tuvo en sueños.

El sueño es un elemento importante porque además del fenómeno de videncia que presupone la anticipación del fallecimiento de Beatriz, de un tiempo a esta parte se han venido afianzando los aspectos que se refieren a la sabiduría mística del autor, tras un largo periodo de escepticismo o de negación.

Dante a punto de iniciar su viaje. Grabado de Gustavo Doré
Un conocimiento que, en cualquier caso, no debe ser contemplado desde nuestra moderna perspectiva racionalista, es decir, como una cristalización de los anhelos más reprimidos, sino a imagen de aquellos sueños ancestrales que ya pensó la filosofía, en los que el deseo también es sinónimo de toda una realidad inexplicada, envuelta en los ropajes del misterio, y a la que, como parte de un todo, no se opone la razón del entendimiento. Todo este vasto y conexo conocimiento es ilustrado por Dante mediante la compleja y emergente sintaxis de la nueva lengua vulgar, incorporando vocablos del clasicismo (traducciones del latín “ex novo”), un variado uso de la rima y frecuencia de figuras retóricas, más allá de los rígidos esquematismos de la literatura precedente.

El resultado es una notable novedad estilística, que además constituye todo un esfuerzo enciclopédico y onomástico, en base a acontecimientos de la época del autor o anteriores, con profusión de todo tipo de personajes mitológicos e históricos (no se contempla tal distinción), como monarcas, escritores, héroes legendarios, señores de familias muy principales, religiosos, cortesanos o militares.

Por suerte para nosotros, todos los extremos quedan bien aclarados gracias a unas notas a pie de página nada recargadas.

En cuanto al léxico, Dante incorpora vulgarismos, latinismos, coloquialismos, parodias del lenguaje de la curia y la política, dialectalismos y hasta neologismos (invenciones propias). El poeta supera las figuraciones clásicas creando –sin ánimo de frivolizar- todo un espectáculo celeste de luz y sonido, por medio de un lenguaje perceptivo y polisensorial, de excepcional riqueza de datos, colores, música y senderos argumentales.

Representación medieval de Dante junto a los escenarios de su Divina Comedia
El recorrido da comienzo la Semana Santa del año 1300; concretamente el ocho de abril, y culmina siete días después. Es una curiosa puntualización que denota hasta qué punto empleaba y le eran gratos a Dante los conocimientos sobre astrología y astronomía (véanse al respecto las notas en las páginas 142, 292, 297, 312, 313, 315, 344, 399, 411, 453, más un largo etc., de la presente edición). Unas competencias que, como queda dicho, el poeta no excluye de sus saberes históricos o teológicos (para desesperación de aquellos que lo saben todo).

Por ello, no es extraño encontrar referencias a magos (como Simón), videntes, alquimistas o astrólogos, algunos de ellos incluso amigos personales de Dante. Su mismo alter ego es objeto de algunas visiones complementarias a las escenas reales que contempla. Además, como sabemos, en su particular pero transferible recorrido, estará guiado -y acompañado- por el gran poeta Virgilio (70-19 A.C.) en el Infierno y el Purgatorio, y por su amada Beatriz en el Cielo.

Dante y Virgilio. Grabado de Doré.
Comenzando por el primero de estos escenarios, el Infierno descrito por Dante tiene como marco un espacio físico, como corresponde a quien no duda de su sustantividad, con respecto -pero no enfrentada- a una lectura de carácter más simbólico. Se sitúa en una cavidad subterránea de enormes proporciones, formada por nueve círculos a modo de “ante-infierno”, divididos, a su vez, en otras secciones.

Los condenados lo están de acuerdo con el esquema aristotélico del pecado, es decir, repartidos en base a la incontinencia (pecados capitales), la bestialidad (distintas formas de la violencia) y la malicia (el engaño, el fraude, etc.), una taxonomía debidamente ampliada para proporcionar hueco a aquellos yerros no contemplados –ni tan siquiera soñados- por el filósofo griego.

A modo de curiosidad, Jasón nos aparece en el infierno, dadas sus relaciones pecaminosas con otros personajes del relato de Apolonio de Rodas (295-215 A.C.). Tampoco anda lejos Clemente V (1264-1314), el funesto papa de los Templarios, y una casi interminable serie de figuras que, como los arcanos del Tarot, proponen multitud de interpretaciones (Purgatorio, Canto IX). Precisamente, es en el Infierno donde el poeta llama más la atención acerca de la regeneración espiritual de la humanidad y de la Iglesia en particular (Dante es creyente pero contra algunos pronósticos eso no le incapacita para señalar los abusos). Además de juzgar, el poeta comprende.

El Infierno. Ilustración de William Blake
El Purgatorio es una montaña en el interior de una isla. Un lugar de expiación en el que el río Tiber simboliza la salvación, como el Aqueronte la condenación. En la ladera se sitúa el “ante-purgatorio”, con los excomulgados pero arrepentidos en vida, los perezosos, los negligentes o los pecadores sentenciados a causa de una muerte violenta.

Se pretende una purificación ascética en cada uno de los siete niveles ascendentes del Purgatorio (a saber, de los soberbios, envidiosos, iracundos, acidiosos -indiferentes-, avaros, glotones y lujuriosos). Toda una serranía a cuya cima llega Dante transportado por Santa Lucía. Nuevamente, la variedad en los exempla morales es excepcional por la originalidad de la invención; buena muestra de la incansable variedad narrativa de Dante.

Allí se produce el encuentro del poeta con Catón, guardián del Purgatorio. Además, en el canto XVI, Marco Lombardo, un iracundo, responde a sus dudas respecto al entendimiento de la moral (por ejemplo, acerca de la codicia de los pontífices) o las causas del libre albedrío.

Todo el paseo por el Purgatorio es honesta demanda de una parusía de los buenos tiempos proporcionados por algunos gobernantes, así como una condena de la degeneración “actual” de otros tantos, el absentismo del Emperador o la antedicha mala disposición de la Iglesia, consciente ya el viajero de la conveniencia de separar imperio y papado.

Purgatorio. Ilustración de William Blake
Por su parte, los bienaventurados están invitados a gozar de la visión y conocimiento de Dios en el Paraíso. Además, responden, por boca de Beatriz, a todas las preguntas del poeta (que si atesora algún vicio -al margen de los soberbios enojos del autor-, es la insaciable curiosidad dirigida a diestros y siniestros).

Paraíso. Grabado de Doré
En este peldaño último, el ser humano no es únicamente objeto de Gracia, sino que, además, está constituido por una naturaleza sensitiva (esos elementos “del sueño” a los que hacíamos referencia) y por la razón. Por ejemplo, y prosiguiendo con sus conocimientos esotéricos pero no ocultos, Dante asegura que la razón es regida por la luna, Mercurio y Venus, en tanto que la Prudencia y la Justicia lo son por el sol, Marte y Júpiter. Saturno representaría la vida contemplativa.

Además de los nueve cielos, con sus correspondientes coros angélicos, y un décimo denominado Empíreo o Inmóvil, Dante hace -o participa de- una distinción entre dos esferas o ambientes. El Cielo Estrellado, que tiene por residentes a la Virgen, San Pedro, Santiago, Adán o San Juan; y el Cielo Cristalino (ese Décimo o Empíreo), sede del paraíso celeste. En él, Dios se le aparece a Dante como un punto de luz, siendo este espacio y sus gradas lugar de congregación de personajes como San Pedro, Moisés, Juan el Evangelista, Santa Ana, Santa Lucía, Eva, Raquel, Sara, Rebeca, Ruth, Judith y Cristo, entre otros.

La edición de Cátedra (Letras Universales, 1988-2015), a cargo de los estudiosos Giorgio Petrocchi (1921-1989) y Luis Martínez de Merlo (1955), que en su traducción sacrifica la rima en favor del estilo, espíritu e inteligibilidad del texto, se completa con un apéndice del italianista Joaquín Arce (1923-1982), Fortuna di Dante in Spagna, que no comprendo como no se ha traducido como Fortuna de Dante en España, en lugar del equívoco Dante en España. En cualquier caso, por él tenemos noticia de las primeras traducciones parciales o completas de la obra al castellano y al catalán.

Dante fue de gran influencia, tanto estructural –la métrica- como temática. Su estilo fue cultivado por Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana (1398-1458), pese a que la renovación poética propuesta por Boscán (1492-1542) y Garcilaso (c.1498-1536) circunscribió las tendencias a Petrarca (1304-1374) y el petrarquismo.

Miniatura italiana de Dante y Beatriz en el cielo
Escrito místico, fantástico, piadoso, imaginativo… estamos ante uno de esos textos donde resulta inevitable preguntarse acerca del número de lectores que han pasado por él; cada uno de ellos con sus aspiraciones, temores, humores e interpretaciones.

Y es que, pese a su condición ejemplarizante y generalizada intencionalidad, el asombroso poema de Dante se adapta a la circunstancia de cada cielo e infierno particular, encarnando cada aspecto del mal, por inconcreto e intangible que nos parezca.

De hecho, al adentrase en la Divina Comedia, uno tiene la sensación de participar de un saber hermético, con sus leyendas, historia, personajes y chascarrillos… todo un compendio de referentes (casi) perdidos para nosotros, aunque familiares para el lector de la época.

Peregrino de las almas, Dante Alighieri inició en la Divina Comedia un largo itinerario hacia Dios -o hacia nosotros mismos-, en íntima reflexión y comunión con el ser humano. Al fin y al cabo, el arte consiste en eso, en vencer a la muerte.

Escrito por Javier C. Aguilera


Adaptaciones (L): Harry Potter y las Reliquias de la Muerte - Parte 2, de David Yates

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Una década después concluía la aventura cinematográfica del joven mago Harry Potter tras su primera adaptación en 2001, Harry Potter y la piedra filosofal, a manos del director Chris Columbus. Un proyecto que gozó de éxito y que, como hemos podido observar a lo largo de este año, tuvo películas de calidad irregular, tanto algunas excelentes como otras más perdidas en la trama. Pasando por las manos de Columbus, Alfonso Cuarón, Mike Newell y, finalmente, David Yates, que nos trajo el final en 2011 tras dividir el último libro en dos: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte - Parte 2.


A diferencia del resto de películas, resulta indispensable enlazarla con la anterior, al suponer la división de un mismo libro y partir, justamente, del mismo momento en que acabó Harry Potter y las Reliquias de la Muerte - Parte 1 (2010). Si en aquella encontrábamos la tensión de la guerra, la batalla a nivel psicológico y cierta ausencia de momentos climáticos, en esta hallamos toda la epicidad y la magia que se ausentó anteriormente, un contrapunto de emoción e intensidad in crescendo que funciona como un clímax completo de la anterior pieza.

La aventura nos sitúa en un momento delicado para el trío protagonista. Harry (Daniel Radcliffe), Ron (Rupert Grint) y Hermione (Emma Watson) han logrado escapar de la mansión de los Malfoy, pero en esa huida han perdido la vida del elfo Dobby. Tras la pista de los últimos horrocruxes deberán adentrarse en dos de los lugares más seguros del mundo mágico: el banco Gringotts, donde serán guiados por el duende Griphook (Warwick Davis), y el Colegio de Magia y Hechicería Hogwarts, donde contarán con la colaboración de Aberforth Dumbledore (Ciarán Hinds) y del resto de compañeros y profesores, tanto para llegar como para provocar la marcha de los mortífagos que controlaban el castillo, con Snape (Alan Rickman) como director impuesto por Voldemort (Ralph Fiennes).


Ambas aventuras suponen un retorno al camino que realizó Harry en el primer libro o en la primera película, pero ahora oscurecido tanto en forma, pues la estética de esta película se mantiene igual que la anterior entrega, como en el fondo: ya no hay seguridad en el Callejón Diagon, tampoco en Gringotts o en Hogwarts. Incluso la presencia de Ollivander revisando las varitas sigue el esquema de la llegada de Potter al mundo mágico o el hecho de que se revele a Griphook como el mismo duende que lo atendió en su primera visita al banco.

La travesía por las instalaciones de los duendes, y primer tramo climático de la película, nos adentra en el mundo de las criaturas mágicas, con la recuperación tanto de duendes, que mostrarán la naturaleza con la que Hagrid los describió en el primer libro, inteligentes, pero nada amigables. El comportamiento final de Griphook revelará su avaricia, motivo que finalmente le condenará, en una clara resolución moral. La salida del banco con un dragón recupera a una criatura presente tanto en la primera como en la cuarta entrega, proporcionando también una de las escenas épicas puntales de la obra. Seguramente, la única que aprovecha realmente el formato 3D (junto a otra ocasión en el segundo tramo) en que se puede visualizar la película, totalmente prescindible en sendas entregas finales.


El segundo tramo, que ocupa la mayor parte del metraje, lo situamos en la guerra mágica que acontece en Hogwarts, a partir de la huida de Snape. Mientras el trío centra sus esfuerzos en encontrar y destruir la copa y la diadema que funcionan como horrocruxes, el resto de personajes se prepararán para la batalla. Comienza así el espectáculo visual principal, con la defensa del castillo y el posterior asedio del ejército de criaturas mágicas, incluyendo hombres lobo, gigantes o los dementores, y mortífagos, con Voldemort a la cabeza.

La destrucción de los objetos conlleva también el recuerdo de otras aventuras anteriores. Así, el retorno a la cámara secreta por parte de Ron y Hermione nos traslada a la segunda entrega, mientras que la conversación con la Dama Gris (recuperando a los fantasmas del castillo, cuyas intervenciones desaparecieron a partir de la tercera entrega) y la posterior búsqueda y destrucción de la diadema de Ravenclaw (de los pocos horrocruxes de los que se señala su dueño original) nos remite a la Sala de los Menesteres, lugar recurrente a partir de la quinta entrega. En ambas ocasiones, también se aporta cierto carácter definitorio: el beso entre los amigos de Harry confirma su amor y el rescate de Draco Malfoy responde al carácter ambiguo de este personaje, en consonancia con lo que ocurrirá después.


Todas estas escenas culminan con la batalla en el recinto del castillo, donde la labor de los efectos especiales hace su función completa, presentándonos un espectáculo visual y mágico que enlaza perfectamente con cualquier blockbusters de fantasía. Así podemos ver a las armaduras de piedra, a los gigantes, a los hombres lobo o a los dementores combatiendo a la vez que numerosos efectos luminosos señalan la presencia de la magia. Hay espacio incluso para la visualización de algún cadáver alcanzado por la magia oscura.

En este sentido, el ritmo de la película es acelerado, recordando en algunas ocasiones al cine bélico, incluso podemos hacer referencia, marcando las distancias tanto en forma como en fondo, a las batallas que nos dejó la trilogía cinematográfica de El señor de los anillos. Como hemos podido ver, esta última entrega es la antítesis de su predecesora, y por ello no se detiene a construir más a los personajes, sino a ir cerrando sus historias o, incluso, a ver todo lo anterior desde otro enfoque. Si observamos esta obra de forma individual, no seríamos capaces de apreciar el valor de una construcción que se realizó a fuego lento, en la cocina de la escritura de Rowling.


Como mencionábamos en nuestra reseña anterior, hay una escena clave en esta película que dentro de todo el metraje merece especial atención por ser sobresaliente en su realización y al ser un puntal de la trama. La narración del pasado de Snape aúna en la película un conjunto donde el montaje, la música y la historia se dan la mano para crear una escena única y de elevada calidad, paralela al cuento de los Reliquias de la Muerte en la Parte 1. Su carga dramática así como el giro que supone al entramado creado a lo largo de todas las películas produce otra forma de enfrentarnos a la historia que se nos ha contado. Si en un origen las ideas estaban predefinidas, al llegar a este final observamos que ya nada de lo que se creía bueno o malo lo fue realmente en su amplitud, salvo los extremos de Voldemort y Harry.

Así, Dumbledore revela en parte su pasado oscuro en estas últimas películas, a pesar de que la versión literaria es más amplia y rica al respecto, James, el padre de Harry, no resultan tan idealizado como en origen, visto ahora desde los ojos de Snape, y Harry se revela como un héroe maldito, por haberse convertido, sin querer, en una de las causas de la inmortalidad de Voldemort. Severus será el ejemplo también de cómo un héroe no es siempre el personaje más visible y querido, sino que a veces viven en las sombras, sin que nadie conozca sus buenos hechos ni sus intenciones puras.


En este sentido, debemos también alabar la actuación de Alan Rickman, que logra contener la complejidad interna del personaje; por ejemplo, en la secuencia de duelo contra McGonagall (Maggie Smith), alterada con respecto a la novela. Otros cambios en la adaptación incluyen la afirmación de que el último deseo de Snape fue mirar los ojos de Harry para recordar a Lily, decisión que en el libro era ambigua. Se prefirió un montaje poco usual en la narrativa, entremezclando tiempos y sucesos, desde la infancia hasta la madurez del personaje; decisión acertada del montaje. Un pequeño error, bastante extraño, es el recurso de una actriz para Lily Potter de niña que no tuviera el mismo color de ojos que Daniel Radcliffe, para mantener la concordancia con la célebre característica que compartían madre e hijo.

Durante el tramo final de la película, seremos testigos del último sacrificio que realiza Harry por sus amigos. La resolución de este sacrificio resulta extraña, aún viniendo adaptado del mismo libro, al ser un deus ex machina en forma de limbo, lo que atenta contra la lógica del universo potteriano; aunque exista una explicación con respecto a lo sucedido, no deja de ser paradójico este último recurso.


También veremos la defensa que realizará Neville (Matthew Lewis) de la necesidad de luchar contra el mal, con el valor de un Gryffindor ante las circunstancias contrarias y dramáticas, algo clave si tenemos en cuenta que él pudo haber sido el Elegido en lugar de Harry, así como el duelo definitivo entre Potter y Voldemort, a la vez que en otros escenarios observaremos las batallas particulares entre otros personajes o la destrucción del último horrocrux, precisamente a manos del otro niño elegido.

En estas circunstancias, suceden diversos acontecimientos a tener en cuenta. Por una parte, el gran valor que se le otorga al amor, otra constante en toda la historia. Son los casos de Narcissa Malfoy, en cuanto al amor maternal, Snape, en el amor constante más allá de la muerte, o Harry, en el amor que supone el autosacrificarse por los demás. Sin embargo, a diferencia del libro, este sacrificio final no resulta tan relevante como en el libro, dado que no otorga protección mágica a las personas por las que Potter se entrega. De la misma forma, a pesar de hacer hincapié en las Reliquias de la Muerte, la capa de invisibilidad no tiene la relevancia que debería haber tenido en esta adaptación (tan solo aparece en el tramo de Gringotts), mientras que sí se respeta todo lo relativo a la Piedra de la Resurrección y a la Varita de Sauco.


Otros cambios tienen relación a la forma en que se desarrolla la batalla final, especialmente el duelo entre Harry y Voldemort, que en este caso se sucede en varios lugares hasta el enfrentamiento final en la entrada del castillo, a solas. Resulta curioso la elección de dejar fuera de plano las muertes de personajes principales de la historia, dejando tan solo algunos guiños previos. En relación a estas dos ideas, a pesar de resultar una película espectacular en su forma para aquel que la visione, se queda corto en comparación al nivel bélico que alcanza en su formato original, la literatura, o del potencial que se podía haber usado a pesar de no estar presente en la novela. Tampoco se comprende la decisión final tomada por los guionistas con respecto a la Varita de Sauco, dado que no le permite recuperar su anterior varita como en el libro.

Así pues, aunque la película cuenta con los fragmentos más emocionantes y emotivos de la saga, está algo falta de buenas resoluciones con respecto a la acción mostrada, sobre todo si atendemos al material con el que contaba. Se nota también la ausencia de cierto luto por los fallecidos, ocasión que solo se puede entrever con el uso de la Piedra de la Resurrección, pero no con respecto a los sentimientos de los personajes que sobreviven. Es decir, pese a la buena adaptación y a la inclusión del epílogo situado años después (con la criticada decisión del maquillaje empleado), falta cierta espacio para otorgar sensación de conclusión a los acontecimientos vistos en pantalla.


En definitiva, una película complementaria que despliega la espectacularidad de la magia pero sin dejar atrás la resolución de una trama que sirve para concluir un largo recorrido: el de ocho películas y diez años de historia de un joven mago británico. Sus principales carencias se sitúan principalmente en cuestiones que no se relacionan con el objetivo directo de la película, por lo que debemos exculparla; a excepción de la conversión de Voldemort en un personaje infantilizado cuando se considera victorioso, acompasado por una interpretación de Fiennes nada satisfactoria en este punto, restando valor a un personaje que ya había sido ninguneado por la falta de contenido gracias a una pobre sexta película.

Otros errores están más relacionadas a la falta de fidelidad con las novelas, creando posibles lagunas para el espectador y, sobre todo, quedarse corta como adaptación, como ya mencionábamos con respecto a la Parte 1. Con todo, una digna conclusión cinematográfica que reivindica las ideas de toda la saga y que, frente a la humanidad de su primera parte, despliega toda la fantasía que supone la versión al cine de Harry Potter.

Escrito por Luis J. del Castillo


Cristal Oscuro, de Jim Henson y Frank Oz

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El nudo gordiano del que parte la inolvidable Cristal Oscuro (The Dark Crystal, ITC-Universal-Columbia Pictures, 1982) es la representación de una escisión. La de una entidad cuya naturaleza ha sido disociada y que, para proseguir su armónica evolución, ha de volver a unirse.

Siguiendo la senda de los presocráticos, diríamos que en el mismo río somos y no somos, pues todo es uno, aún estando sujetos a una mutación continua, física, espiritual o de ambas. Según esto, toda realidad observable sería producto de una primera fuerza o sustancia, y en ella nada está desconectado; ni siquiera los contarios.

Viene este trascendente prolegómeno a cuento de la argamasa argumental de la película que nos ocupa, de la que no podemos dejar de recordar a sus artífices, el mítico marionetista Jim Henson (1936-1990) y el realizador Frank Oz (1944), ambos bajo los auspicios del empresario Lew Grade (1906-1998) y el productor Gary Kurtz (1940).

Así mismo, cabe destacar la dirección artística del ilustrador Brian Froud (1947) y la inspirada partitura de Trevor Jones (1949; es decir, de esas que ya no se encuentran en una película ni con lupa -o sonotone-), junto al tratamiento de las imágenes por parte del magnífico Oswald Morris (1915-2014), en el que fue su último trabajo para el cine (y personalmente, uno de los profesionales que me hicieron descubrir y percatarme por primera vez de la labor del director de fotografía, o cinematographer, como dicen allá).


El símbolo de la referida desunión es el Cristal Oscuro, que se conserva en el interior del Castillo del Cristal. Representa a dos razas con un tronco común: los contemplativos místicos y los repulsivos skekses. Tanto de una raza como de otra, en estos momentos solo quedan diez representantes o supervivientes.

La voz del narrador describe a los primeros como apacibles custodios del saber, y a los segundos como unas criaturas agonizantes, siendo extensible el calificativo a su afán por el poder (y al poder mismo). Los líderes de ambas razas están feneciendo, pero a los habitantes del telúrico alcázar les está reservada la escenificación de esa lucha por el poder, con el correspondiente conciliábulo y posterior banquete de celebración.

Fea conducta en consonancia con el desagradable aspecto físico de tales residentes, con sus atavíos de reminiscencias decadentes y aristocráticos perifollos. La porfía por hacerse con la vacante que acaba de dejar –muy a su pesar- el Emperador, culmina con el despojo de vestiduras del oponente que queda perdedor, el repudiado Chambelán. Ciertamente, el humor ácido habita los corredores del Castillo del Cristal, en un relato que se valora y disfruta mucho más siendo adulto.


No contentos con lo expuesto, los agónicos skekses extraen la energía que les mantiene con vida directamente del sol, por mediación del quebrado cristal. De este modo, son capaces de “engañar a la muerte”. Pero además, incapaces de hacer algo por ellos mismos, aprovechan el fluido vital de los bondadosos miembros de un sometido aunque dicharachero pueblo, los podling (que semejan una congregación del Medievo y son destinatarios de una de las excelentes piezas de la banda sonora de Jones, la Danza Pod). Estos quedan convertidos en una especie de zombis amansados, ya que sin el sometimiento del “pueblo”, los skekses se quedan en nada; sus ansias de perpetuarse en el tiempo tomando la esencia de sus víctimas, es el muerto retrato de la eternización del poder en abstracto.

Diferentes resultan los rituales de los místicos, pero a ambos les atañe una profecía, lo que equivale a decir un destino. Anhelada meta para unos y amenaza para los otros, el gelflin Jen, “último” representante de su especie, está en disposición de hacer cumplir dicha profecía restaurando un fragmento desprendido del Cristal. Jen ha sido discípulo de los místicos que, a su vez, sentirán una vez más la llamada de la preciada roca, después de “mil años”.


Para cumplir con la misión encomendada, Jen emprenderá un viaje iniciático, donde “ya nada es fácil”, y cuya primera escala será la morada de la bruja y astrónoma Aughra (a la que prestó voz la actriz Billie Whitelaw).

Elegantes desplazamientos laterales de la cámara (travellings) acompañan a Jen y a su compañera Kira durante buena parte de su recorrido, de igual modo que muestran un paisaje poblado por los más extraños y fascinantes seres. Una bonita idea es aquella por la cual Kira y Jen comparten sus recuerdos -sus vidas- al contacto de sus manos. También resulta evocador el paso por las antiguas ruinas de sus antepasados gelflin, junto a la definición de Jen de lo que entiende por escritura.

Al final, no serán únicamente las fraccionadas almas de los skekses y los místicos las que se reúnan gracias al fenómeno astronómico de la Conjunción de los Tres Soles, en este lugar impreciso y trufado de fantasía…

Escrito por Javier C. Aguilera


Notting Hill, de Roger Michell

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William es el dueño de una tienda de libros de viajes en Londres, en el barrio de Notting Hill. Un día entra a la tienda Anna Scott, una de las actrices más famosas de Hollywood, pero a la que el poco cinéfilo William no reconoce. Lo que sí surge es el flechazo instantáneo; pero conocer, y mucho menos seducir, a una persona tan famosa, que no puede dar dos pasos sin que le asalten los admiradores, resulta ser bastante complicado. Pese a todo, Anna se siente atraída por el torpe y tímido William: disfruta visitando el piso que comparte con el excéntrico Spike, o tratando con gente cotidiana, con sus dichas y desdichas, como son los familiares de William. ¿Será posible este amor entre un desconocido y una estrella, toda una bomba informativa para la prensa rosa y el cotilleo?


En esta película nos encontramos ante una historia de amor atractiva, en la que se reflejan plenamente las diferencias sociales entre la pareja y las distintas dificultades a superar. Julia Roberts y Hugh Grant forman un dúo de protagonistas perfecto, lo que a él le valdría para consolidarse (y quizás encasillarse) como un brillante actor dentro de la comedia romántica. El guión, al igual que otras películas protagonizadas por Grant, como es el caso de Cuatro bodas y un funeral o Love Actually, es de Richard Curtis, y bajo la dirección encontramos a Roger Michell (conocido por Persuasión o Morning glory). 


Richard Curtis se ha caracterizado a lo largo de su carrera por idealizar el amor a la hora de encontrar la pareja perfecta, las locuras que llegamos a realizar por conquistarla o el historial de relaciones insatisfechas hasta poder encontrarla. Esa idea también la encontramos en William, quien trata de superar una decepción amorosa cuando conoce a la enigmática Anna, de quien se enamora fugaz y apasionadamente y hará de todo por adentrarse en su vida, incluso en el frenético mundo de la fama.

A las muchas y divertidas situaciones del film se suma el descubrimiento del actor Rhys Ifans, quien posteriormente ha acumulado numerosos proyectos como Mr. Nice, en la que participan los españoles Luis Tosar y Elsa Pataky, o como protagonista principal en Anonymous. En su primer papel taquillero, Ifans da vida a Spike, el peculiar y entrometido compañero de piso de Hugh Grant, el cual, pese a su aspecto externo, es un personaje con un gran corazón.


La gente va a dar por supuesto que, al interpretar a una actriz, me estoy interpretando a mí misma, o que la entiendo perfectamente. Y no es así. Los actores tienen personalidades diferentes, y viven experiencias distintas. Muchas veces no nos parecemos en nada.” Son declaraciones de la propia Julia Roberts cuando habla de interpretar un papel similar a su vida real. Aunque es cierto el protagonismo que tienen que afrontar en su día a día, como refleja la escena de la película en la que tiene que promocionar su nueva película: multitud de paparazzis de manera habitual, entrevistas promocionales, al que acuden multitud de periodistas, que suelen recibir respuestas muy parecidas a preguntas también muy parecidas. El tiempo apremia, y hasta una estrella como Julia Roberts puede estar agotada después de responder lo mismo por enésima vez. Pero así es la vida en Hollywood.

Una escena divertida del film es la protagonizada por Hugh Grant haciéndose pasar por periodista en una promoción de la nueva película de Anna para así poder pasar un rato con ella y conseguir una cita. Lo que no imaginará es que acabará también entrevistando al resto del reparto, lo que dará lugar a una serie de cómicas y embarazosas situaciones para William.


La música es otro punto importante a favor de la película. Romántica y buena banda sonora, por la cual va centándose la historia y logra amenizar en su justa medida, ayudar y disimular esos tiempos muertos, esos pensamientos al aire de los protagonistas, rellenándolos y, además, aumentando en todo momento las sensaciones que transmiten al espectador. Y es que la comedia romántica inglesa es casi un género en sí mismo, caracterizado, entre otras cosas, por lo cuidadísimo del guión y lo bien desarrollados que están los personajes, incluso los secundarios. 

De tono entre romántico y melancólico, pero con acertados y concretos toques de humor, funciona como una comedia entretenida y conclusiva, sin caer en tópicos pastelosos o pomposos típicos del género romántico. Esta pareja demuestra que por muy surrealista que pueda parecer una historia de amor, a veces todo encaja de una forma tan extraña como perfecta.

Escrito por Mariela B. Ortega



El autocine (XVII): La invasión de los ladrones de cuerpos, de Donald Siegel

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La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the body snatchers, Allied Artist, 1955; estrenada un año más tarde) es una de esas películas cuya inteligente trama favorece la eclosión de interpretaciones, tanto de orden político como sociológico, psicológico o hasta exobiológico. Cada cual puede escoger la que mejor le cuadre, aunque me parece que lo más acertado es compendiarlas en un conjunto fantástico.

A su vez, Donald -o Don- Siegel (1912-1991) fue uno de esos realizadores con los suficientes conocimientos del medio como para legar una filmografía harto interesante, por la sencilla razón de que, antes de convertirse en director, y al contrario de lo que suele ser habitual, su formación se inició “desde abajo” en lugar de “desde arriba” (lo que conlleva delegar el resto de funciones y aspectos cinematográficos de una producción). En su caso, Siegel comenzó ejerciendo labores de edición, como le sucedió a Robert Wise, y en otros ámbitos a otros muchos. Este escalonado aprendizaje le permitió conocer todos los mecanismos y entresijos de que se compone una película, y poder pulsar cada resorte de la forma más adecuada, a pesar de la premura del tiempo (en el caso que nos ocupa, un rodaje de veintitrés días) o de no disponer siempre del guión más agradecido.

Además, conviene rendir el merecido homenaje al productor de la película, Walter Wanger (1894-1968), responsable, a su vez, de que La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939) llegara a buen destino; así como al autor de esa citada riqueza narrativa, el interesante guionista Daniel Mainwaring (1902-1977) que, en esta ocasión, se basó en unos relatos del escritor Jack Finney (1911-1995) publicados en la conocida revista Collier’s.

Don Siegel, primero a la derecha
En un mundo sin sentimientos, ni positivos ni negativos, sino indiferente, donde todo es relativo -además del tiempo-, parece sencillo el hecho de procrear para dejar una descendencia, esto es, “replicar” humanos con el fin de perpetuar la especie (pensamos ingenuamente que para perpetuarnos a nosotros mismos). Pero lo realmente engorroso reside en la responsabilidad de saber transmitir aquellos legados no genéticos, es decir, los valores culturales, científicos y éticos por los cuales se distingue una civilización o cultura (aspecto cada vez más relegado a las máquinas o a los centros escolares).

En definitiva, el conflicto continuo del ser humano consiste básicamente en una huida del planeta de la uniformización, mantra con el que es continuamente bombardeado, cuando es consciente de ello, claro está, en una personal lucha por no ser clasificado y embutido en unos patrones (pre)determinados. Y es que ya hemos comentado en otras ocasiones cómo en una estructura de serie “B” podían tener cabida aspectos incluso más comprometidos y sugerentes que en una “A” (no siempre era así, desde luego). Lo que sí parece claro es que la talla profesional de aquellos nada tenía que envidiar a la de estos.


La invasión de los ladrones de cuerpos se articula en base al terror que provoca la posibilidad de un lavado de cerebro en el que el sujeto pierda la capacidad de poder amar u odiar; en suma, de disponer de la suficiente libertad como para tomar decisiones por uno mismo. Cuando esto no es así, el envoltorio humano puede continuar siendo el mismo, por lo que el único modo de distinguir al invadido consiste en hacer aflorar su obsesión por convertir a los demás; por la idea fija y fanática.

Lo corrobora la imagen del buen doctor Miles Bennell (Kevin McCarthy) observando a sus vecinos por la ventana de su clínica “como cualquier sábado por la mañana”; indicación o diagnóstico seguido de un estremecedor e instintivo plano general de la plaza en la que se concentran muchos ciudadanos. Las imágenes de distribución de las imitadoras vainas muestran una maniobra inquietante encaminada a aniquilar la ocasión de poder desarrollar una personalidad distintiva, con voluntad para razonar en cada asunto y ocasión, en lugar de que nos lo den todo razonado.

No resulta baladí el detalle del control de población por vía de los medios de comunicación, como sucede con la intervención del teléfono. La amenaza se incrementa en el sentido de que los invasores, de alguna manera, saben que uno no es de los suyos, siendo una terrible realidad aquel aserto que asegura que el que no está conmigo está contra mí. Una clave que el propio doctor Daniel Kauffmann (espléndido Larry Gates), el psiquiatra del pueblo, desvela, cuando recuerda a Miles que se ha olvidado de algo muy importante: que ahora ya no puede elegir.


Por ello, solo cabe, o bien disimular las emociones -los pensamientos independientes-, o el ostracismo de una interminable huida campo a través. Pero, ¿es el doctor Miles Bennell un perturbado conspiranoico que sufre en su psiquismo o, por el contrario, su experiencia ha sido real, más allá de lo constatado por su mente?

La epidemia que poco a poco se va adueñando del pueblo de Santa Mira, como vórtice hacia otros peldaños más elevados (las grandes ciudades) es un ataque frontal al albedrío en favor de una seguridad presuntamente igualitaria y servil; es la visualización del concepto de “solucionar el mundo” a golpe de sometimiento. El propio Miles comenta que a lo largo de su carrera ha venido observando cómo algunas personas “se endurecían”, aunque se trataba de un proceso menos repentino.

Pero antes de esta dolorosa constatación, a su regreso a la población, el médico había restablecido el contacto con un amor frustrado de su pasado. En este sentido, el personaje de Vecky Driscoll (Dana Wynter) no consiste en la convencional y funcional acompañante, sino que se erige en el de una joven que demuestra, con decisión y arrojo, su (personal) inteligencia. Por ejemplo, será la primera persona en preguntarse qué les sucede a los cuerpos “originales” una vez se ha producido la réplica.


Expresivo es el travelling que los muestra a ambos cruzando la calle principal del pueblo, como angustioso resulta su ascenso por unas empinadas escaleras a las afueras del mismo, cuando tratan de escapar de sus convecinos. Como ejemplo de anormalidad, sobresalen los encuadres cenitales y, sobre todo, la utilización de la luz, o mejor dicho, su ausencia, en un empleo de la oscuridad cercano al cine negro (un tratamiento de la imagen de Ellsworth Fredericks [1904-1993]).

Enrarecida atmósfera que también logra distinguir a los personajes de reparto, como por ejemplo, la desconcertada Vilma (una estupenda Virginia Christine), que ha advertido que ya “no queda sentimiento ni emoción”. Como si el dejar traslucir los afectos costara realmente un gran esfuerzo (aún siendo momentáneo): pese a su sonrisa de circunstancias, al tío Ira (Tom Fadden) lo contemplamos desarrollando una actividad puramente mecánica (cortar el césped). De forma sarcástica, el mencionado psiquiatra reduce los hechos a la consabida “histeria colectiva”.

Otro detalle interesante estriba en que los primeros en darse cuenta de que algo extraño está sucediendo son los niños, siempre más perceptivos, en la figura de Jimmy Grimaldi (Bobby Clark). Así como las huellas dactilares de la réplica hallada en casa de Jack (King Donovan) y Teodora (Carolyn Jones). Igualmente, hemos de mencionar el restaurante al que acuden Miles y Vecky para cenar, y que está prácticamente vacío, lo que proporciona una sensación tanto de romántico aislamiento como de cercana inquietud. En este sentido, también es destacable el momento en que Miles encuentra un compartimento secreto en un sótano, gracias al temblor que le proporciona la llama de una cerilla.


Dejando al margen un epílogo tranquilizador (aunque no del todo), añadido cuando el resto de la película ya había sido ultimada, imprescindible es comentar dos secuencias determinantes y excelentemente filmadas por Siegel. La primera es la del invernadero, lugar en el que los personajes entran en contacto –directo- con el vértigo del vacío.

Y la segunda, la que transcurre en la mina donde Miles y Vecky se han refugiado temporalmente, con un uso bastante elocuente del recurso visual del plano-contraplano, por el que se constata hasta qué punto podemos llegar a depositar buena parte de nuestra humanidad en un beso. Irónicamente, Miles había comentado con anterioridad que “el amor es cosa de especialistas”.

Implacable secuencia a la que se incorpora una melodía que resuena por los campos, como último vestigio de una creatividad que se apaga por momentos, y que tiene su correspondencia en la solitaria tonada que Miles y Vecky comienzan a bailar en el referido restaurante.

Escrito por Javier C. Aguilera


El canto del cuco, de Robert Galbraith

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Detrás de la visión idealista de los detectives clásicos, como Sherlock Holmes o Hercules Poirot, o de las impresionantes investigaciones televisivas, al estilo CSI, nos encontramos con una realidad más cruda. La vida de un detective privado se aleja de todo ese idealismo, de los grandes crímenes y sus brillantes resoluciones, para centrarse en cosas tan cotidianas como aburridas: facturas que pagar, persecuciones a amantes, clientes despechados, falta de autoridad, falta de recursos y, sobre todo, falta de pasión. 

Esa era la vida de Cormoran Strike, a punto de la bancarrota, abandonado por su prometida, y sin perspectivas de futuro, hasta que la visita del abogado John Bristhow lo lleva a investigar el supuesto suicidio de la supermodelo Lula Landry, hermana adoptiva de Bristow. A partir de entonces, Strike comenzará a indagar en un mundo que le resulta ajeno, al que no pertenece, y descubriendo gradualmente que la muerte de la bella Landry sigue envuelta en un halo de misterio y de mentiras. De la misma forma que esta novela nos conduce a la verdad de una muerte, su autor tampoco es lo que aparenta. 

Tras la identidad de Robert Galbraith, escritor de El canto del cuco (2013), se encuentra J.K. Rowling, autora de la célebre saga del mago Harry Potter, en su segunda aventura dentro de lo que se ha llamado literatura para adultos, tras la menos valorada Una vacante imprevista (The Casual Vacancy, 2012). Tras abandonar el mundo de la fantasía, Rowling se adentra en las tramas policiacas, en la novela negra, con un estilo sobrio en cuanto al tema, y detallista en cuanto a la forma.

Se aleja así de la corriente más actual de crear acción trepidante, más alejadas de los métodos de deducción clásicos. Tampoco se relaciona con las grandes conspiraciones que triunfaron hace unos años, al estilo de las obras de Dan Brown, con El código Da Vinci (2003). Rowling se acerca más a heredar el estilo de Conan Doyle o Agatha Christie en un ambiente actual que a adentrarse en modas más actuales. Este hecho puede resultar contraproducente para lectores que busquen una trama trepidante, más cercana a grandes acontecimientos, dado que nos encontramos ante un asesinato de cierto carácter mediático pero cuya investigación radica en la meticulosidad y en los interrogatorios que componen la gran parte del libro.

J.K. Rowling, autora tras el seudónimo Robert Galbraith
"La nada", pensó Strike, distraído por un segundo. Había dormido mal. "La nada" era donde Lula Landry había ido y adonde todos ellos, él y Rochelle incluidos, se dirigían. A veces, la enfermedad se convertía poco a poco en la nada, tal y como le estaba ocurriendo a la madre de Bristow... A veces, la nada llegaba hasta ti de repente, como una calle de hormigón que te parte el cráneo en dos. (pág. 287)

Se produce así un ritmo lento, centrado en los diálogos que suelen referirse generalmente a los sucesos del día en que Lula se precipitó al vacío, en ocasiones repitiéndose las declaraciones al coincidir con las versiones de otros personajes. Esta característica de la novela, que puede resultar tediosa, nos da la clave de la investigación. Si al igual que Cormoran procediéramos a apuntar todos los detalles que los personajes nos proporcionan, comenzaríamos a ver las incoherencias entre las distintas versiones, algo que el narrador no comparte con nosotros salvo al final, para revelar al asesino a través de Strike. En este sentido, nos traslada a una deducción a la que podríamos llegar como lectores, aunque a la vez se juegue con la sospecha hacia distintos candidatos, en la típica estrategia del ¿quién lo hizo?

Una propuesta que se une al clásico pensamiento, de corte positivista, de que la verdad siempre sale a la luz, idea que, aunque no se revele como tal, está presente en todas estas historias policíacas donde el criminal es descubierto. Un ejemplo claro lo podemos ver en el manga Detective Conan, en el que se recurre literalmente a este ideal. Por otra parte, Rowling recrea con detalle los entresijos londinenses, desde los barrios más pudientes hasta los pubs más recónditos, todo en correlación a los personajes interrogados, un conjunto de estrellas de rock, diseñadores, modelos, millonarios, cineastas, guardas de seguridad, policías, drogadictos (en rehabilitación), chóferes y demás personajes relacionados con la vida de Lula Landry. En algunos casos, recurriendo a ciertos clichés. Hacemos notar también el repudio hacia la prensa sensacionalista, cuestión que también estuvo presente en novelas anteriores de la autora.

Picadilly Circus, estatua de Eros
[...] no habían sido mujeres como Lucy ni como su tía Joan. No habían mostrado la lógica precaución ante la violencia y el azar, no se habían atado a la vida con hipotecas y trabajos voluntarios, la seguridad de un esposo y personas a su cargo de rostros limpios. Sus muertes, por tanto, no estaban catalogadas como "trágicas", igual que las de las amas de casa serias respetables. Qué fácil era sacar provecho de la inclinación de una persona por la autodestrucción, qué sencillo impulsarla a la no existencia y, después, alejarse, encogerse de hombros y decir que había sido el inevitable resultado de una vida caótica y catastrófica.(pág. 467)

Pero el mundo exterior no es el único aspecto que se trabaja en la novela, también se realiza una profundización sobre la historia personal de Cormoran a través de sus reflexiones y su actitud. Con una familia distante, un pasado de nomadismo, un accidente en el ejército que lo dejó sin pierna y una tormentosa relación de idas y venidas con su prometida, Charlotte, que será una sombra constante en la novela. Con buena capacidad deductiva y hombre meticuloso gracias a su trabajo en el cuerpo de investigación del ejército británico, por lo que se decidió a ser detective. Suele velar su vida privada y simular ante sus conocidos. En definitiva, un hombre reservado con el que la autora realizará un juego de contrarios con respecto a su secretaria temporal Robin. A diferencia de otras novelas similares del género, Robin no se convierte en los ojos del lector, sino que, por el contrario, el lector sabe generalmente más que la secretaria en torno al caso o a la vida de su jefe.

Ella es una joven enamorada y prometida de un contable que busca un trabajo temporal hasta encontrar algo fijo como secretaria. No obstante, pese a una primera impresión negativa, Cormoran supondrá el principio de un sueño a cumplir desde su infancia: investigar crímenes como los célebres detectives. Un personaje cuya presencia está algo desaprovechada, pero que permite un buen contrapunto a Strike al tener una vida idílica, que en cierta forma comienza a enturbiarse al trabajar en el despacho del protagonista. Los diálogos entre ambos, aunque resulten extraños por no corresponderse generalmente con sus pensamientos, sí funcionan en su realismo, al mostrarnos en cierta medida cómo nos expresamos en ocasiones, contradiciendo nuestra ganas de contar algo por nuestro enfado o molestia con la otra persona. 


Este primer caso de Cormoran reconstruye una y otra vez la caída de Lula al vacío y, al final, quizás después de presentarnos a tantos personajes, queda cojo de cierta reacción por parte de gran parte de los implicados. No obstante, no es la última vez que veremos al detective ni a su secretaria, dado que ya hay continuación en El gusano de seda (The Silkworm, 2014) y en la siguiente entrega, a publicar este año 2015, Career of Evil. Por otra parte, hemos notado una traducción ajustada, aunque con ciertos equívocos, como la confusión entre el concepto de soborno con el de chantaje.

En definitiva, una obra donde todos los datos son importantes, una introducción de Rowling al mundo de la novela negra que no se solventa con originalidad, aunque sí con una propuesta firme que remite a una metodología clásica y habitual dentro del género. Un entretenido caso cuyos entresijos quizás puedan resultar cargantes, pero que revela que, en el caso de Rowling, hay vida más allá de la magia, aunque quizás no de forma tan relevante.

Escrito por Luis J. del Castillo


La guerra de las galaxias (primera trilogía), de George Lucas, Irvin Kershner y Richard Marquand

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A menudo se ha insistido en el hecho de que para los espectadores de mil novecientos setenta y siete, La guerra de las galaxias (Star Wars, Fox, 1977) constituyó todo un vendaval -más que un soplo- de aire fresco, por no decir que un acontecimiento de dimensiones astronómicas, lo que hasta cierto punto y sin entrar en afirmaciones aún más hiperbólicas, es cierto.

Fue el mismo año del estreno de Encuentros en la tercera fase (Close encounters of the third kind, Steven Spielberg, 1977) y el mismo en que el ser humano envió las dos sondas exploradoras Voyager a inspeccionar los principales mundos del Sistema Solar.

Lucas (centro) dirigiendo a Peter Cushing y Carrie Fisher
Hace poco comentábamos Fundación; en concreto, la (también) inicial trilogía de Isaac Asimov (1920-1992). Al releerla (re)descubrí algunas concomitancias interesantes, como la aparición de una fuerza recóndita aunque universal -o galáctica-, de incalculable valor emocional, el surgimiento de un sistema nuevo y opresivo, erigido sobre las cenizas de otro orden ya extinguido o a punto de estarlo (la Primera Fundación), más un personaje arrastrado “al lado oscuro” debido al mal uso de sus capacidades paranormales (El Mulo); etc.

Evidentemente, la primera trilogía (cronológica, no ficcional) de La guerra de las galaxias no habría existido de no disponer de toda una serie de antecedentes literarios o cinematográficos. Los cuales -aunque no se suelan recordar y mucho menos estimar- no restan un ápice de interés cinematográfico ni de desenvoltura argumental al trabajo de George Lucas (1944). Pero justo es reconocer en las ficciones del pasado unos antecedentes o parientes pobres, la mayoría de las veces bastante dignos, cuyas carencias técnicas, dejando al margen 2001, una odisea en el espacio (2001: A Space Odissey, Stanley Kubrick, 1968), eran perfectamente suplidas por esa innata capacidad del espectador a la hora de rellenar los huecos estructurales por medio de la imaginación.

Sea como fuere, las aguas han vuelto a su cauce y la primera trilogía de La guerra de las galaxias se ha asentado como un relato que bebe de las fuentes de la space opera (las aventuras y sagas fabulosas, trasladas al espacio sideral), puesto al día y competentemente filmado, y en cuya elaboración intervino un buen número de profesionales de talla (mi costumbre de consignar decoradores, directores de fotografía, editores, compositores, etc.), “invisibles” para el espectador medio pero básicos para proporcionar productos tan bien servidos como el presente.

Unas creaciones -y me refiero al cine en general, no únicamente a los efectos especiales- que solo pueden ser disfrutados en una pantalla con las debidas proporciones y no en cualquier artefacto electrónico de los que sirven para casi todo, incluso para pensar por nosotros.

En cualquier caso, la referida renovación fue y sigue siendo lo suficientemente moderna y atractiva como para que las secuelas y sus personajes ocupen un justo lugar en la historia del cine (los aspectos mitómanos los delego, pues nunca me han interesado).

De hecho, a Lucas le costó un considerable esfuerzo (rentabilizado de sobra, desde luego) poner en marcha su proyecto Star Wars. Otra cuestión será si al productor y ocasionalmente director, tras varios episodios de hipertensión y agudos ataques fílmicos por parte de las corporaciones -mejor que llamarlas industrias del cine, ya hace tiempo finiquitadas-, apenas le han vuelto a interesar las labores de realización cinematográfica.


La guerra de las galaxias (me refiero al ahora denominado capítulo IV, Una nueva esperanza, el primero en ser filmado) se abre con un plano general del espacio que, al descender levemente, muestra un fondo salpicado de planetas que pronto queda inundado con la persecución de un enorme destructor imperial a una nave de reducidas dimensiones. Un acoso admirablemente servido gracias a la desorbitada desigualdad de escalas entre uno y otra.

Todo este segmento (la secuencia de la toma de la nave) está sostenido con buen sentido del ritmo, e incluso sentido del humor, y es pródigo en hallazgos argumentales y visuales. Por ejemplo, el empleo de las armas láser o el comentario sobre la sonda en la que se han refugiado los androides C3-PO (Anthony Daniels) y su complemento R2-D2 (Kenny Baker) por parte de los soldados imperiales, según los cuales “no se observan formas de vida”.

Uno de los aciertos del relato consiste, precisamente, en desmentir este aserto. Los robots C3-PO y R2-D2 son seres artificiales, pero no dejan de ser seres por ello. Dicho de otro modo, presentan -sobre todo el primero- comportamientos y actitudes a imagen y semejanza de los seres humanos.


De ese modo, el androide de etiqueta, protocolo y “relaciones humanas y cibernéticas” C3-PO se muestra orgulloso, hasta vanidoso; en tanto que su compañero es capaz de encasquillarse para hacer notar sus desacuerdos. Cuando este último es derribado, se desploma de forma ostensible, asumiendo cierta corporalidad humana. Incluso llegan a encerrarse en un armario para pergeñar una treta que les permita “salir del paso”. La única -y no poca- diferencia, estriba en que cuando alguno de ellos queda desmembrado, puede ser reconstruido.

Pero además, al escapar del asalto a la nave de la princesa Leia (Carrie Fisher), C3-PO observa atinadamente desde su (casi) seguro puesto de observación que, curiosamente, “los daños no parecen tan graves desde aquí”; otra reflexión profundamente humana.

Por desgracia, la pista de los planos robados de la estación imperial apodada Estrella de la Muerte persigue a los androides. Concretamente, hasta el planeta natal del joven Luke Skywalker (Mark Hamill), que, al entrar en contacto con ellos, desatará una serie de elementos que han permanecido latentes y que determinarán su destino.


Entre los momentos más destacables de La guerra de las galaxias se encuentra el mensaje entrecortado de la princesa emitido por R2-D2, la visita a un bar de carretera en el planeta de Luke, en busca de un piloto, y el descubrimiento del sable láser, “arma noble” -nuevo enlace con lo legendario y fabuloso-, en la que destaca el trabajo con el sonido: un acertado recurso de auxilio visual, sobre todo a la hora de ser desenvainado o enfundado. Podemos añadir la aparición en lontananza de una Estrella de la Muerte captada como si fuera un satélite (artificial) por parte de un planeta, junto al instante en que Darth Vader (David Prowse) advierte la presencia de su (ex)colega Ben Kenobi (Alec Guinness) en el interior de esta.

Sin olvidar la divertida secuencia de los muros convergentes del vertedero, o la sorpresiva aparición frente al Halcón Milenario, la nave pilotada por el contrabandista Han Solo (Harrison Ford), de una imprevista lluvia de meteoritos, que resultan ser los restos de un planeta destruido por el Imperio. Este constituye una estructura de poder en la que, como era de esperar, todos se desenvuelven por vía de acatar órdenes. Como recuerda el gobernador Turkin (el siempre excelente Peter Cushing, de tan magnética y felina presencia), “el miedo se encargará de controlar los planetas más diversos y sofocar todo conato de rebeldía”.

Otro aspecto interesante es la conveniencia de ser políglota para poder desenvolverse por la galaxia. Y por supuesto, no podemos dejar de mencionar el asalto a la descomunal Estrella de la Muerte por el interior del gran cañón que la circunda, secuencia planificada por el especialista John Dykstra (1947). Como última curiosidad, podemos destacar el empleo de cortinillas durante algunos cambios de plano -de escenarios-, tal cual se aplicaban en la década de los treinta.


Al material original, Lucas añadió posteriormente alguna secuencia descartada (Han Solo ante Jabba) junto a una breve conversación sacrificada en la sala de montaje (Luke reencontrándose con un compatriota, momentos antes de partir hacia la Estrella de la Muerte). Por lo demás, se limitó embellecer algunos fondos y a incluir innecesariamente más criaturas en determinados planos: es curioso comprobar cómo todos estos añadidos han quedado de repente más obsoletos y postizos que el material original, elaborado in praesentia o por medio de unas eficaces maquetas (aparte que saturar el plano no le proporciona una mayor densidad).

Ciñéndonos pues al material original, en todo el conjunto cabe destacar el extraordinario empeño de maquetistas, miniaturistas, marionetistas, diseñadores de producción, supervisores de efectos especiales (ópticos y con unos incipientes microprocesadores), dibujantes, pintores, montadores, coreógrafos, maquilladores, diseñadores de sonido y, naturalmente, la incorporación de una partitura de corte sinfónico, obra de John Williams (1932). Hasta sufridos lingüistas intervinieron con el fin de dar cuerpo visual y sonoro a toda una caterva de seres antropomorfos o informes, en una galaxia en la que incluso las naves, como recuerda C3PO, poseen su “peculiar dialecto”.

Todo un proceso de maduración emprendido en 1975 mediante la fundación de la empresa de efectos visuales ILM, uno de cuyos logros primigenios y más felices fue la idea de una espada clásica trasmutada en arma láser. Un desarrollo en el que Lucas encontró su propio destino como innovador, aunque no más como realizador. También quisiera añadir aquí la excelente labor de doblaje de las versiones en español, con la impagable fusión de caracteres propiciada por Miguel Ángel Valdivieso (1926-1988, la voz de Woody Allen) para C3PO o la de Constantino Romero (1947-2013) para Darth Vader, que en nada tienen que envidiar a las de Daniels, personificando a un impertérrito mayordomo inglés, y James Earl Jones (1931), ciertamente oscura pero desprovista de tal gama de matices.

Todo ello conformaba una visión que bebía directamente de las fuentes del cine clásico. Un relevo de la mano de Francis Coppola (1939), Steven Spielberg (1946) o Brian de Palma (1940), realizadores que emergían tras una década tan tumultuosa como mitificada hasta la nausea, y opuestos a productos coyunturales impregnados de “realismo sucio” y desencanto social, alegóricos o no, pero testimonio de (casi) exclusivo valor sociológico.


Pues bien, de esos lodos renacen nuevamente la fabulación y la fantasía de los antiguos seriales, con técnicas que combinaban lo mejor del legado cinematográfico con las novedades tecnológicas (teniendo en cuenta que aún no se delegaba todo el esfuerzo visual en unos efectos digitales que se nos antojan cada vez más planos y estancados).

De este modo, El imperio contraataca (The empire strikes back, Fox, 1980) fue dirigida o, mejor dicho, traducida a imágenes, por el interesante Irvin Kershner (1923-2010), profesor del propio George Lucas en algunos seminarios de cine. Al igual que en la precedente, el ahora productor solo contó con la comprensión y asistencia económica de Alan Ladd, Jr. (1937), jefe de producción de Twentieth Century Fox.


Miles de sondas recorren el espacio a la búsqueda del escondite de los rebeldes. Una de ellas recala en un planeta helado con el irónico nombre de Hoth. La secuela propone un cambio de escenario y tono, tanto escenográfico como argumental, pues El imperio contraataca es un relato de consolidación de relaciones afectivas entre personajes, de amor y amistad, reencuentros y despedidas… todo un ciclo vital.

Incluso Han Solo surge tras una “aparición” de Ben Kenobi; la visión de un Luke maltrecho y tendido en la nieve. Ahora el mentor es una suerte de Merlín para el joven en su viaje interior. El recorrido tampoco está exento de imprevistos para el resto de sus compañeros. Hasta la nave de Solo funciona incorrectamente; las imágenes lo muestran junto a su compañero Chewbacca (Peter Mayhew) bastante apurado en la reparación –remiendo, más bien- del vehículo espacial. Una situación agravaba cuando se hace necesaria la evacuación ante el inminente avance de las tropas imperiales.

Ello no obsta para que el Halcón Milenario sea protagonista de una de las secuencias más ejemplares -cinematográficamente hablando- de la película, aquella que exhibe su pericia -y buena fortuna- sorteando un endiablado campo de asteroides. La deriva de la nave tiene su paralelo con la de otro personaje principal, Luke y su estancia en el pantanoso mundo de Yoda (articulado por Frank Oz).

Por ello, la llegada de Leia, Solo, Chewbacca y C3PO a la colonia minera (¡) sostenida en las alturas y regentada por Lando Carlissian (Billy Dee Williams) coincide con la toma de conciencia de Luke, no solo ante su destino como caballero Jedi que “utiliza la Fuerza como ciencia y defensa”, sino también respecto a la aplicación responsable de esta, a la hora de poner en práctica todo lo aprendido, incluso antes de haber podido completar su entrenamiento, tratando de ayudar a sus amigos.


Como complemento, más que como un “reverso” de esa fuerza, se produce la comunicación telepática final entre Luke y Vader, de igual modo que volverá a suceder en la siguiente entrega de la trilogía, como ocurrió entre este último y Kenobi en la anterior aventura, o también acontece al término de la presente, cuando Leia intuye que Luke es quien está ahora en peligro y decide regresar a la colonia.

El ejemplar guion de Leigh Brackett (1915-1978) y Lawrence Kasdan (1949) aún depara más aciertos, como la cápsula en la que reposa y renueva su máscara Darth Vader, la secuencia en el interior del meteorito, a resguardo de los cazas imperiales, la imagen de la achacosa nave, camuflada gracias a un crucero imperial mastodóntico –nuevo juego con las proporciones-, o el plano de Luke tras el combate sobre el campo helado de Hoth, viendo partir a sus espaldas al Halcón Milenario, y constatando la disgregación del grupo (de humanos y de androides).

El balance la película arroja el saldo de un Han Solo congelado en carbono, Luke medio tullido, C3PO descompuesto y el resto de rebeldes en desbandada. Esta deriva narrativa es la que otorga a El imperio contraataca ese perpetuo estado de transición, de asequible identificación emocional con el espectador.

Líneas argumentales no divergentes, sino conclusivas, definen El retorno del Jedi (Return of the Jedi, Fox, 1983), ahora bajo la dirección del malogrado Richard Marquand (1937-1987), en una narración que muestra el regreso de Luke a su planeta de origen, Tatooine, con el fin de rescatar a Han Solo de su doble prisión, la del carbono y la del repelente Jabba.

Sobresale una partitura con preponderancia de pasajes oscuros para el siniestro palacio de Jabba o el duelo de mentes entre Luke y el Emperador (que pasa de la voz del excelente Clive Revill, en la precedente, a la presencia de Ian McDiarmid); un enfrentamiento que se prolonga con el propio Vader -y consigo mismo, situación ya planteada durante el enfrentamiento “virtual” entre ambos personajes en el planeta de Yoda, y ahora definitivamente solventada-.

Los poderes de Luke se nos muestran más seguros y desarrollados, aunque de forma aleatoria (su indecisión ante las añagazas de Jabba).


El concluyente guion de Lucas y Kasdan proporciona buenos instantes, como aquel en que Leia refiere a Luke sus impresiones -más que recuerdos- acerca de su madre, “bella pero triste”. Así como la “puesta de largo” de la renacida Estrella de la Muerte, cuyo acierto consiste, esta vez, en su incompleta apariencia, que le confiere un aspecto aún más amenazador. Sobre las imágenes de El Retorno del Jedi planea además la muerte de una época, representada por la desaparición -si bien, solo física- de Yoda.

Por otro lado y como era de esperar, se nos regaló una “edición especial” con algunos fondos más elaborados y la inclusión de un plano aéreo final que rompe claramente con la planificación original, compuesta a base de planos fijos. Este añadido recorre los nuevos mundos de Star Wars, acompañado de una composición musical mucho más sosa; solución que de igual e incomprensible forma arruina la secuencia -tampoco demasiado lucida, hay que convenir en ello- de la cantante en el palacio de Jabba (es fácil evitar todos estos inconvenientes acudiendo a la versión original).


Pero no quisiera despedir el presente comentario sin señalar otros aspectos destacables de El retorno del Jedi, como son la persecución con las motos por el bosque de Endor o el ataque a la Estrella de la Muerte, en esta ocasión, accediendo al interior de la misma; ambas secuencias con el ritmo y duración adecuados; además del mencionado duelo final entre Luke Skywalker y Darth Vader, preludio de la redención de este último, al que, además, le ha sido amputado el mismo miembro que perdió Luke. Una situación que se complementa con el posterior deseo del progenitor de poder contemplarlo “con sus propios ojos”. La solicitud posee doble valor: físico -por mediar la máscara artificial- y emotivo.

En este sentido, destaca la imagen de unos fuegos artificiales que iluminan el cielo nocturno, al mismo tiempo que lo hace una pira funeraria. El plano contrapone la alegría de la celebración de los habitantes de Endor y de las fuerzas rebeldes con el pesar del último de los caballeros Jedi.

Escrito por Javier C. Aguilera


Clásicos Inolvidables (LXXII): Edipo rey, de Sófocles

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Las historias de la mitología grecolatina consiguió agrupar todas las preocupaciones del ser humano, otorgando explicaciones no solo a lo acontecido en la naturaleza, sino también a las propias pasiones humanas.

Una serie de relatos que eran comunes para todos los ciudadanos, componiendo toda una red de personajes que fusionaban mito e historia. Hoy las referencias son amplias y encontrar caminos comunes resulta complicado, dentro de una vorágine veloz que engulle referentes en pocos años.

Por ello, Edipo no comienza su historia en esta tragedia de Sófocles, Edipo rey, ni se detiene a contarnos el pasado de Edipo ni el de su ascendencia, puesto que el público al que iba destinado ya lo conocía, sino su final en el reinado de Tebas. La culminación de un camino hacia la identidad que ha estado presente posteriormente en muchas otras obras, incluso en los melodramas televisivos.

El argumento nos transporta a una Tebas empobrecida por los brotes de peste, cuyo final solo será posible si, según el Oráculo de Delfos, de gran importancia en todo el ciclo tebano, se ejecuta o se expulsa del reino al asesino del rey anterior, Layo. En ese momento, el recientemente nombrado rey Edipo, que está en el apogeo de su gloria gracias a la derrota de la esfinge que asoló Tebas anteriormente, decide emprender la búsqueda de este criminal y dar con la verdad de la muerte de Layo para poder devolver la paz y la prosperidad al pueblo que le confió la corona. Su empeño será de tal magnitud que ignorará las advertencias de quienes, provistos de las visiones de los dioses, le señalen un funesto destino en su empresa.

La fuerza de la historia, que bien podría resultar un antecedente de novela negra, reside en la búsqueda de esa respuesta: ¿quién fue el asesino de Layo? Pero, a la par, conforme aparezcan las pistas y las palabras divinas de los oráculos y adivinos, la respuesta evidente tiñe de dolor y miseria al rey, en una caída completa con respecto al estatus alcanzado. Además, hay un giro dramático a la cuestión del ¿quién lo hizo? hacia el ¿quién soy? que de forma tan desgarradora culminará con Edipo.


A pesar de revelarse como un buen rey, no dudará en acusar a Creonte o Tiresias de conspiradores cuando comience a deducir que las profecías y las premoniciones divinas le señalan a él, pero a la vez, Sófocles sabe incluir momentos de duda a partir de los cuales el público nota la debilidad de Edipo. En una obra tan breve podemos apreciar el cambio de actitud desde un rey bondadoso y justo a momentos de enajenación tiránica, con muestras de gran ira para con sus hombres leales, como sucede con Creonte. Pero también a un hombre dubitativo, temeroso, pero firme en su resolución. Sus monólogos y, especialmente, el diálogo que mantiene con Yocasta, se tiñen de una ironía cruel en tanto muestra su determinación para hallar al extranjero que acabó con la vida de Layo desconociendo que fue él mismo, considerándose extranjero sin serlo realmente. De la misma forma, la tragedia que rodea a las profecías de Delfos culmina con el suicidio de su amada y madre, quien logra anticiparse a la verdad antes que Edipo y, al notar el empeño de su hijo en descubrir la verdad, toma esta funesta decisión.

Cabe plantearse esta obra como una afirmación de la fuerza del destino, del fatum que tan presente estaba en las profecías ofrecidas por Apolo, y elemento que también podemos hallar en obras modernas, como Crónica de una muerte anunciada (Gabriel García Márquez, 1981). A pesar del intento de impedir que se cumplan, es precisamente con esos actos con los que acaban provocando el cumplimiento del destino marcado por los dioses. Una temática común en la mitología griega y que permanece de fondo en esta obra, pues debemos remarcar el hecho de que no se cumplen tales profecías durante la tragedia de Sófocles, sino anteriormente, siendo más relevante en esta la dramática búsqueda de la verdad de Edipo, una búsqueda que trasciende más allá del anecdótico asesinato hacia una cuestión de identidad.


Precisamente, cuando Edipo conoce la verdad, se inflige el castigo de perder la visión al arrancarse los ojos, cuestión que queda en un aparte en la obra de Sófocles. Una ironía final: desvela la realidad y pierde la vista, porque ha hallado lo prohibido, incluso a pesar de las advertencias del resto de personajes, algo que entra en correlación incluso con otras historias como el fruto del pecado original, comido por el ser humano a pesar de las advertencias del Dios bíblico.

Pero aún más, cumpliendo con su propio mandato, acepta su castigo, mostrándose heroico y sacrificándose a pesar de que sus crímenes fueron cometidos en la ignorancia. La ceguera final de Edipo incita también a pensar en el autocastigo que se impone al haber actuado contra grandes tabúes de su sociedad, con hechos tan escabrosos como el parricidio y el incesto materno-filial, ambos elementos sirviendo a Freud para elaborar el célebre complejo de Edipo.

Observando esta tragedia, no cabe más que observar la ironía que propone Sófocles: la sabiduría y el conocimiento de lo que realmente sucede en el mundo no necesariamente nos otorgará felicidad, sino que, por el contrario, puede infligirnos un gran pesar. No obstante, podemos dejar nuestra búsqueda, como nos recomiendan, no aceptarla, como le ocurrió a Yocasta, o sacrificarnos para convivir con una vida cargada de dolor, pero honesta, como Edipo, quien, alzado valeroso por su inteligencia ante la esfinge, debe condenarse a sí mismo para aplicar la justicia que prometió a su pueblo.

Escrito por Luis J. del Castillo



Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen y Gene Kelly

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Incluso Charles Chaplin (1889-1977) se negó, en un principio, a incorporar la voz a sus películas –no así el acompañamiento musical-. Para él, el cine lo constituían las imágenes primordialmente. Pero el cine es un arte ecléctico que siempre ha tomado lo mejor de todas las artes precedentes, sobre todo cuando el esfuerzo y la inspiración van de la mano, lo que le ha permitido convertirse en el mejor representante visual y sonoro de nuestro pasado siglo XX (después nos han llovido toda clase de productos).

Así lo comprendió finalmente Chaplin, a quien el cine tanto debía -y debe-, tanto técnica como emocionalmente, por mucho que sus mejores logros ya hubiesen sido atesoraros por el celuloide para la posteridad.

Dentro del arte cinematográfico también han coexistido los saludables auto-homenajes a sí mismo, reflejos ora amables, ora corrosivos, de sus mágicos entresijos (aquello que de ordinario no se muestra al espectador). Una engalanada muestra de lo más sugestivo o censurable del ser humano que, en definitiva, es el motor de cualquier arte. Si bien, siempre sin perder de vista aquella vieja máxima por la cual la industria del cine simboliza la consabida fábrica de sueños por excelencia.

Pero para poder hacer buenas películas hace falta gente de talento (creativos) y cierto grado de profesionalidad (técnicos), y unos y otros no faltaron en la aún moderna y gozosa Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, MGM, 1952), la película que hoy nos proponemos compartir con nuestros lectores.

O'Connor, Donen y Kelly
Fue dirigida al alimón por los bailarines, coreógrafos y realizadores Stanley Donen (1924) y Gene Kelly (1912-1996), quienes supieron aunar con creativa armonía la consolidada caligrafía cinematográfica con una imaginativa labor coreográfica. Ecuación en la que fue determinante, como productor y autor de las letras, Arthur Freed (1894-1973), al que se unió el talento musical del dúo formado por Betty Comden (1917-2006) y Adolph Green (1914-2002).

Metro Goldwyn Mayer fue un estudio que aportó a ese sueño compartido todo un arsenal de profesionales y un considerable background, la mayoría de las veces intercambiable entre géneros (que en MGM fueron el musical y la comedia, principalmente). 

Por ello, a los nombres citados hemos de añadir los del director musical Lennie Hayton (1908-1971), los diseñadores de producción -o decoradores- Cedric Gibbons (1893-1960) y Randall Duell (1903-1992), el compositor y letrista Nacio Herb Brown (1896-1964) y la fotografía en tecnicolor del experimentado Harold Rosson (1895-1988).

Pues bien, haciendo sarcástica gala de la propia publicidad del estudio, “las estrellas del cine”, más que un eslogan se ha convertido en un imán para las fans de Don Lockwood (Gene Kelly), como puede comprobar su sorprendido colega, además de amigo, Cosme Brown (el estupendo Donald O’Connor; como habrán podido advertir, el apellido de ambos compositores, el real y el ficticio, es coincidente).

A Lockwood le acompaña siempre una manufacturada diva llamada Lina Lamont (la extraordinaria Jean Hagen), con la que forma una pareja de conveniencia, todo sonrisas y buen porte, que como es lo acostumbrado, acude con buena disposición al estreno de su último emparejamiento fílmico, El truhán real, producida por los eufemísticos estudios Monumental, en pleno y trascendental año de 1927...


Este magno acontecimiento es recibido por los espectadores como un auténtico festín y sirve para que el espectador pueda adentrarse en la verdadera relación de Don, Lina y Cosme. En efecto, por boca del actor principal, se irán sucediendo una serie de flashbacks en respuesta a las preguntas de una entrevistadora “del corazón”, que tienen la particularidad de mostrar todo lo contrario de lo que se dice; una ilusión paralela que revela lo que para -las vidas de- los espectadores suponían –suponen- determinados personajes mediáticos (en este caso del cine, pero de más amplia gama por medio de revistas especializadas y medios de difusión).

De hecho, podría decirse que imágenes y palabras están desincronizadas, y no lograrán una perfecta concordancia hasta el término del relato. Entre tanto, por medio de dichas imágenes nos convertimos en espectadores –por partida doble- del auténtico periplo vital y musical de la joven pareja de trotamundos formada por Don y Cosme, mucho antes de adornar las marquesinas, junto a su posterior asociación con Lina.

Después del estreno en cuestión y de que las fans le asalten en plena calle, se produce el encuentro fortuito de Lockwood con una joven llamada Kathy Selden (Debbie Reynolds), al precipitarse el actor en el interior de su descapotable. Será la muchacha quien le recuerde lo fútil de toda esa vanagloria y lo ridículo de determinados ademanes. Más sustancialmente, le hará ver que no tiene por qué actuar “fuera de la pantalla”.


El guión de Cantando bajo la lluvia hace un excelente uso de los estereotipos de la perpetua fauna cinematográfica, incluyendo una magistral descripción del paso del mudo al sonoro (transición de orden técnico además de artístico); un proceso al que se agrega la alocada alegría de los años veinte. De este modo, la espléndida representación del ambiente de aquellos años hace que su vitalidad y desinhibición se traslade a bailes y actitudes, concretándose en las canciones All I do is dream about you y Make ‘em laugh, esta última, maravillosamente escenificada por O’Connor, con acompañamiento de sonoros golpetazos.

Es por ello que, cuando Don comenta a Kathy que “quisiera hablarle de una cosa”, naturalmente lo haga con música, extrapolando todo aquello que, de otro modo y en una conversación más convencional, tal vez no hiciera acopio del valor suficiente o no encontrara las palabras precisas, cosa que no ocurre al comunicarse por medio del universal lenguaje de la música.

Como ya sabemos a estas alturas, la inclusión de números musicales no solo no interrumpe el discurso narrativo sino que lo enriquece. Por esta razón, y regresando a la proposición que Don le hace a Kathy, el decorado en que esta tiene lugar es, precisamente, un plató desnudo que progresivamente irá cobrando vida y significado. Más aún, con el concurso exclusivo de música e imagen se puede contar toda una historia, y justamente eso es lo que se logra durante el extenso número musical de la Melodía de Broadway, en el que Kelly se vio acompañado por una joven Cyd Charisse (1922-2008). Un segmento en el que, como en el cine más clásico, sobran las palabras. Al fin y al cabo, la imagen siguió siendo la fuente de información más relevante del discurso cinematográfico.


Para propiciar una adecuada transición del silente al sonoro también se requieren profesores de dicción y declamación, pedagogos contratados por el hospitalario jefe del estudio, al que se identifica mediante las siglas R.F. (el estupendo Millard Mitchell). La renovación supuso la muerte de muchas estrellas que, o no supieron, o no quisieron adaptarse al nuevo medio.

Por ejemplo, los problemas técnicos que conllevó la incorporación del sonido hicieron necesario el procedimiento del doblaje en un primer momento (suele olvidarse que las películas también se doblan al propio idioma para corregir defectos, cambiar líneas de diálogo o resaltar matices). Y aquí es donde entra en escena otro personaje inolvidable, el realizador del siguiente vehículo cinematográfico de Don y Lina, el sufrido realizador Dexter (Douglas Fowley), con la subsiguiente y decepcionante “noche de pre-estreno” del producto final.

No en vano, todos los aspavientos y latiguillos intertitulados han quedado obsoletos de repente, como anticipa la divertida secuencia de la filmación de dicha película, originalmente concebida como muda pero reconvertida en sonora.


Y por supuesto, inolvidable es la presencia de la lluvia durante el conocido tema Singin’ in the rain, compuesto con anterioridad por Freed y Brown (concretamente, fue publicado en 1929). Se trata de una lluvia luminosa y vivificante, símbolo de esa felicidad que le asalta a uno en plena calle, sencillamente porque se es feliz, llueva o haga sol, tal cual lo expresaron el compositor Harold Arlen (1905-1986) y el letrista Johnny Mercer (1909-1976).

Y es que, más allá de los números musicales, los actores también se desenvuelven coreográficamente, como si el paso por la vida constituyera una alegre danza.

Por su parte, Lina Lamont vive su propio ensueño: el amor que siente hacia Don es el pavimento de una historia en la que llueve sobre mojado, y a la cual la actriz supo proporcionar toda la compasión que reclamaba su personaje. Como curiosidad, hemos de mencionar que en la realidad, fue la actriz Jean Hagen (1923-1977) la que dobló a Debbie Reynolds (1932), prestando su voz durante las intervenciones musicales.

Escrito por Javier C. Aguilera


Ronda del Guinardó, de Juan Marsé

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La guerra civil español y su posguerra ha sido escenario de multitud de obras culturales, con Ronda del Guinardó (1984) nos acercamos a la Barcelona de los años cuarenta, con la sombra del final de la Segunda Guerra Mundial y la miseria extendida entre las calles de la ciudad condal. Esta novela breve de Juan Marsé nos transporta a una calle de esta ciudad que será recorrida por un inspector acompañando en su trabajo de limpiadora a una niña huérfana que debe acudir a la morgue para identificar un cadáver, el de su violador. Un argumento breve y conciso que reúne tras de sí la oportunidad para reflejar el estado posterior a la guerra y para mostrar a través de los personajes con los que se van encontrando en su paseo las diferentes perspectivas de la situación que se está viviendo, todo ello a la vez que se denuncia el funcionamiento de una nación que emplea la mentira para enmascarar la realidad.

Nacido en Barcelona a principios de 1933, Juan Marsé fue dado en adopción al no poder encargarse su padre viudo de los dos hijos que tenía, cuestión que marcaría su idea del azar de la identidad así como la plasmación de vivencias personales en sus novelas.

Disfrutó y se formó a través del cine, siendo aficionado tanto al cine negro norteamericano de los años 30 y 40 como al western, a lo que acompañaron sus primeras lecturas a través de tebeos, novelas de kiosco y autores como Stevenson y, posteriormente, Stendhal y Balzac. Sin embargo, no publicará hasta 1960, con su primera novela Encerrados con un solo juguete. A la que seguirían posteriormente obras como Últimas tarde con Teresa (1966), La oscura historia de la prima Montse (1970) o, su considerada mejor novela, Si te dicen que caí (1973). A su carrera como escritor se unirá su perfil como periodista en diversas revistas, generalmente de carácter humorístico irónico.

Juan Marsé
Toda su obra se ha visto impregnada de unos elementos típicos, como la ironía, la memoria o los aventis, las historias con las que los niños recrean su mundo. En esta Ronda del Guinardó se pretende arrojar luz sobre la situación no solo del barrio, sino de la ciudad o, incluso, del país entero, haciendo notar el deterioro tanto físico como interior: los sueños, las ilusiones y las vidas marchitas de sus habitantes son el mejor reflejo de la realidad que se vivía en esos años. Tampoco es azarosa la situación temporal en que Marsé centra la obra, pues al escoger el día posterior al momento en que el ejército nazi firmó la capitulación con la que se daría fin a la guerra, puede señalar el ambiente festivo de algunas casas de pensamiento republicano o un ambiente tenso en la comisaría al esperar una revuelta. Sin embargo, como lectores actuales, sabemos que esa esperanza está rota: los aliados nunca acudirán en ayuda del restablecimiento de la democracia, cuestión que también reflejó Francisco Ayala en su relato La vida por la opinión, recogido en La cabeza del cordero (1949).

Tanto el inspector como la niña, Rosita, son dos derrotados que tan solo actúan como testigos de este momento. El primero se muestra fracasado ante lo que fue en el pasado, habiendo dejado de ser un hombre fuerte y poderoso, mientras que ella es una huérfana de guerra que ha quedado degradada por la violación, aunque aún mantiene sueños e ilusiones infantiles, propias de su edad, entre los trece y catorce años. Entre ambos surge un vínculo de complicidad que evoluciona a lo largo de la novela, en gran medida porque el propio inspector comienza a cambiar en este paseo por la ronda, acabando por identificarse no con quien fue, sino con aquellos perdedores entre los que deambula ahora, llegando al arrepentimiento de la figura represora en que llegó a convertirse. Algo que terminará por confirmarse al final, cuando la verdad sea manipulada para mantener la ilusión de una victoria o de un caso resuelto.


La excusa de la identificación del violador, tema central de la novela, sirve para conocer el pasado y el presente de los personajes que conviven en este barrio de Barcelona sumido en la pobreza, a pesar de residir diferentes clases. Las paradas de Rosita, acompañada por el inspector, funcionan como una especie de via crucis que permite adentrarse en diferentes retratos de la sociedad barcelonesa, ninguna exenta del humor negro que Marsé emplea para las escenas más cruentas, logrando una naturalidad de lo grotesco que nos recuerda al esperpento de Valle-Inclán. Cabe destacar también el uso de personajes pertenecientes a otras obras del autor, en un universo común que podría recordarnos a la misma técnica empleada por Galdós entre sus novelas.

En definitiva, una novela cruda que bebe del género negro para mostrar la dureza de la posguerra, de una forma similar al reflejo que autores como Raymond Chandler lograban de la sociedad norteamericana a partir de sus casos. No obstante, destaca entre los retratos la complicidad de los dos personajes centrales, cada uno perteneciente a bandos distintos, pero ambos perdedores, un reflejo de la situación de la que el propio autor fue testigo entre esas mismas calles de su infancia. Juan Marsé nos ofrece en esta Ronda del Guinardó la visión descarnada y sin piedad de una España fría y miserable donde convivían personas de vidas rotas e ilusiones incumplidas; el precio de una guerra para cualquier bando.

Escrito por Luis J. del Castillo


Otros mundos (XIV): Las claves ocultas de la biblioteca de El Escorial, de Andrés Vázquez Mariscal

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Todo un conocimiento secreto aguarda a que nos iniciemos en buen número de tratados cuajados de símbolos, volúmenes caprichosamente clasificados, tablas numéricas y mensajes cifrados -más que ocultos-… Materiales que conforman un saber aprendido y olvidado en el que un elemento tan aleatorio como es la casualidad también juega un papel relevante: el que reparemos o no en tales objetos puede venir (pre)determinado por vía de lo imprevisto.

De este modo, la observación casual de un amigo fue lo que llamó la atención del gaditano Andrés Vázquez Mariscal (1941), buen conocedor de la figura del arquitecto Juan de Herrera (1530-1597), acerca de una curiosa frase exhibida en pleno monasterio de El Escorial.

Herrera fue el asistente y sustituto de Juan Bautista de Toledo (1515-1567), el primer arquitecto designado para emprender la colosal y salomónica tarea de la planificación, primero, y edificación después, del citado monasterio (cuyas labores de construcción se desarrollaron entre 1563 y 1584).

Pues bien, para los interesados en una visión del complejo más hermética de lo habitual, interesante será adquirir Las claves ocultas de la biblioteca de El Escorial; y en concreto, la segunda edición de la obra (Ed. Creación, 2010), revisada y ampliada por su autor. La tesis queda ya sintetizada en la primera solapa del ejemplar: los frescos de la biblioteca del Monasterio esconden las claves para la localización de ciertos libros de contenido esotérico y ocultista. Una afirmación tal vez demasiado rotunda pero que induce a una fascinante indagación. No en balde, el ser humano se distingue por tener la capacidad de elucubrar y simbolizar el mundo que le rodea por medio de la filosofía, el arte o las distintas religiones.

Grabado de Juan de Herrera
El misterio se desarrolla a lo largo de tres secciones, a modo de introducción, nudo y desenlace: el escenario, los personajes y la búsqueda. Un viaje histórico y, como advertimos, incluso iniciático para el lector más dispuesto. Ensayo de investigación en un escenario completamente real, con una puesta en escena salpicada de conspiraciones, mancias y lugares sagrados.

El volumen se completa con unas láminas a color que detallan las enigmáticas pinturas de la bóveda principal, además de mostrar otros emplazamientos a los que se hace referencia, junto con una serie de apéndices que recogen diversa correspondencia, una sentencia, una memoria, el testamento de Juan de Herrera y algunos de los documentos del traidor por excelencia, Antonio Pérez (1534-1611); sin olvidar un nuevo desentrañamiento de esas claves ocultas… (Apéndice IX). 

Tan solo cabe anotar un “pero”, sito en la página 251, en torno a las palabras de un crítico de cine al que no se nombra; que una cosa es no sobreabundar en información de tipo bibliográfico –de la que el libro prescinde total y conscientemente- y otra muy distinta emplear a un autor y proceder a su ocultismo; es decir, someterlo al anonimato (olvidos -y hablo ahora en general- a los que no nos resignamos aquellos que no queremos que se nos cite sin mencionar la fuente).


En el prefacio se advierte de que en la historiografía la objetividad no es un hecho inalienable, aunque, sin duda, sí debe aspirar a ser objetivo el análisis de los hechos, puesto que la exigencia con la historia, y con uno mismo, no ha de estar reñida con un academicismo tan escéptico que todo resulte literalmente “hermético”. Ya hemos comentado otras veces cómo algunos historiadores y arqueólogos, no todos, se han caracterizado por arrojar a la papelera (de reciclaje o la de toda la vida) aquellos datos que les eran onerosos y no encajaban en sus obstinadas estructuras artificiales.

En cualquier caso, como acabó comprobando el autor de este texto, junto a sus compañeros de aventura e investigación -en oportuna sombra-, aún siendo la más principal, el Monasterio de El Escorial no constituyó la única obra de interés diseñada por el arquitecto cántabro.

Pero con respecto a este formidable, riguroso y real sitio, recordemos que este se sitúa a cincuenta y dos kilómetros de Madrid, y que además del clásico orden dórico, también participa del matemático, el geométrico y el humanístico, siendo su concepción una imagen de adecuada semejanza con el mítico Templo de Salomón (junto con los merovingios, uno de esos reyes que también fue tenido por mago). Como certeramente resume Vázquez Mariscal, estamos ante un edificio que trata de conciliar elementos de la ortodoxia cristiana con la tradición hebraica (pg. 27).

Biblioteca de El Escorial
Es por ello que para poder compartir con el lector el enigma, este deberá poseer sus propias claves, que el autor va proporcionando a lo largo del texto, en una redacción asequible y amena, que incluso llega a interpelarlo por medio de algún que otro coloquialismo.

Sintetizando algunas de esas claves, recordemos también cómo entre los hebreos arraigó una sabiduría casi mística de los números, basada, a su vez, en la tradición de Pitágoras (c.569-c.475 A.C.) y el tetractys. Un significado esotérico por parte de los pitagóricos al que se sumó el de los cabalistas, cuya interpretación está íntimamente ligada al valor correspondiente de cada letra del alfabeto hebreo, el cual contiene, en sí mismo, los secretos más profundos de la Creación, directamente revelados por Yahvé a Moisés.

Secretos dilucidados por Euclides (325-265 A.C.) o el mecenas Michael Maier (1568-1622), que desembocan en las figuras de Salvador Dalí (1904-1989), que se hace eco de una tradición pictórica esotérica derivada de los maestros del renacimiento(93) o Jean Cocteau (1889-1963), y que discurren por el importante trasbordo que ofrece el no menos mítico Enchiridion Leonis papae, el manual redactado por el papa León III (c.750-816) como un significativo regalo para Carlomagno (c.742-814), cuyas recetas mágicas aseguraban la obtención de determinados dones (un asunto al que el autor dedicará otro apasionante libro-viaje).

Solo teniendo en cuenta este cíclico e ininterrumpido fluir de la historia de lo no visible seremos capaces de profundizar en la relación primordial entre alquimia, cábala, astrología y geometría –a la vista pero oculta-, de los frescos y estructuras propuestos por Juan de Herrera, siempre conforme a los designios del propio rey Felipe II (1527-1598). Y en estas andaban hasta que en el siglo XVI el significado de dicha simbología hubo de ser ocultado por temor a ser considerado hereje. 

La última Cena, de Salvador Dalí
Hace algún tiempo comentábamos el excelente libro El escritor en su paraíso de Ángel Esteban (1963). En él se nos recordaba la figura del hebraísta y humanista Benito Arias Montano (1527-1598) que, precisamente, fue el primer bibliotecario del Monasterio y que, como habrá advertido el lector más observador, nació, vivió y murió en idénticos años que su regio empleador.

Sea como fuere, la clave de esta ocultación se ha conservado -tal parece- en hebreo y con la singularidad de aparecer en ella dos letras mal escritas, las cuales permiten -o permitirían- pulsar otras muchas teclas, como las que compartimos en el presente libro, que se lee con el interés de una crónica histórica (al menos en lo que a los datos aportados por la misma se refiere), que repasa las vertientes esotéricas o corrientes ocultas más arraigadas e interesantes de las desarrolladas por el ser humano. Con el apartado dedicado a la búsqueda en sí, el texto pasa a convertirse en un relato narrado en primera persona, en pos de la localización de los restos de Juan de Herrera o de la confirmación de su valioso escondrijo secreto, caso de haberlo... Eso sí, más que tesoros contantes y sonantes lo que se pretendió salvaguardar fueron libros y documentos.


Cuando tras arriesgadas especulaciones e inevitables reconsideraciones en torno a todo ese material que sí ha sobrevivido a incendios y saqueos -al tiempo, en definitiva-, estas toman forma en un enclave geográfico y físico determinado, uno comprende que, finalmente, ha sido partícipe de un dichoso viaje de iniciación; aunque siempre arribando al buen puerto de los detectives más humildes (véase el apartado de las conclusiones).

En suma, Las claves ocultas de la biblioteca de El Escorial es un texto franco y directo, punteado por documentos y apreciaciones de la época, junto a informaciones más que curiosas, como las medidas esotéricas del monasterio (81). Y pese a que no todas las huellas del pasado perviven, algunas sí han sido llamadas a permanecer y favorecer toda suerte de hipótesis de trabajo, investigaciones y excursiones.

Escrito por Javier C. Aguilera



Cómo entrenar a tu dragón, de Dean DeBlois y Chris Sanders

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Romper con lo establecido, sobre todo cuando nos enfrentamos a una tradición milenaria, es muy difícil. La historia nos ha dado grandes ejemplos de cambios sociales ante situaciones que ahora nos parecerían absurdas, pero que fueron prácticamente ley de vida. El cine ha recurrido tanto a nuestra realidad como a la invención de narraciones sobre superación, sobre marcar precedentes para mejorar o, al menos, para cambiar la perspectiva de lo que sucedía en torno a los personajes. 

Si acudimos a la animación, generalmente marcada como un género para niños, aunque ya hemos señalado en otras ocasiones lo erróneo de este pensamiento preestablecido, encontramos diversas historias sobre la necesidad de escuchar los sueños y deseos de las nuevas generaciones, la necesidad de prestar atención a nuestro alrededor aunque nuestras conclusiones sean contrarias a lo que nos han enseñado, así como, a la par, el peligro que supone para la generación precedente y para la nueva evitarse mutuamente, especialmente al advertir el peligro de la sobreprotección sin justificación. Ideas que estaban presentes en películas como La sirenita (1989), Mulán (1998), Buscando a Nemo (2003) o, más recientemente, Brave (2012).

A su vez, y de manera más contemporánea, se ha combatido contra los estereotipos y debatido sobre la adjudicación de roles, como hemos podido ver en Shrek (2001), El espantatiburones (2004), ¡Rompe Ralph!(2012) o Frozen(2013). En este sentido, podemos observar una mayoría de ejemplos de la factoría Disney-Pixar, generalmente porque Ghibli ha tratado otros temas de forma más primordia y Dreamworks ha preferido el corte humorístico (en muchas ocasiones de baja calidad) para la mayoría de producciones que han podido tratar estas temáticas, como bien puede mostrar un precedente sobre héroes improbables con Kung Fu Panda (2008). La excepción la supone, precisamente, esta obra dirigida por Dean DeBlois y Chris Sanders: Como entrenar a tu dragón (2010).

Chris Sanders y Dean DeBlois
La historia, que adapta libremente la novela de Cressida Cowell, nos transporta a un mundo de vikingos rudos y fuertes cuya principal dedicación es combatir a los dragones desde tiempos inmemoriales. En la isla de Mema, el líder y héroe de la población es Estoico, que pretende encontrar el nido de dragones para acabar con él. Por contra, su hijo, Hipo, es un vikingo adolescente débil, poco dado al combate, pero inteligente y hábil. Al inicio de la película, durante el asalto de dragones al poblado, decidirá emplear uno de sus artilugios contra unos de los dragones más temidos: un furia nocturna. Sin embargo, esta acción le dará la oportunidad de conocer mejor a los seres contra los que su tribu se ha enfrentado y a descubrir que quizás todo lo que pensaban sobre los dragones no sea cierto.

Al enfrentarse a la realidad con sus matices, Hipo emprende una lucha por su propia identidad: en medio de lo que el resto del mundo quiere que seas, tú debes descubrir quién eres. Hipo debe enfrentarse no solo contra su poblado, sino contra aquel que representa todas las cualidades positivas de su tribu: su padre. Una cuestión que físicamente ya lo representa, planteándose así un héroe marginal con respecto a su sociedad, al no corresponderse con el perfil de musculoso y fuerte de todos sus congéneres. Un tipo de personaje más en la línea del reciente Hiro de Big Hero 6(2014), donde prima la inteligencia y la habilidad tecnológica, que a los habituales guerreros donde destacaba la fuerza o el poder.


Precisamente, la representante de ese tipo de héroe es Astrid, antítesis a la par que objetivo romántico de Hipo. Ella emerge como una mujer ejemplar dentro de los ideales de su mundo, y aunque la podamos observar como un ejemplo de mujer guerrera ajena a clichés femeninos, no deja de corresponderse con un estereotipo de heroína, con ocasionales momentos románticos. No obstante, a pesar de chocar en sus ideales con el protagonista y de ser reacia a sus propuestas, llegará a convertirse en su mejor aliada, aportándonos la idea de que la juventud acepta mejor los cambios que las generaciones precedentes.

El resto de personajes componen un variopinto reparto de comportamientos clichés y acordes con la actitud de los vikingos. Aunque la película recurre en ocasiones al humor irónico, generalmente nos encontramos un humor absurdo o tonto reflejado esencialmente en el resto de muchachos de la misma edad que el protagonista, que poco o nada aporta a la obra. Hubiera sido preferible un humor más sutil introducido en momentos clave, algo que en ocasiones se logra en esta misma obra, por lo que no estamos ante un imposible.


No obstante, donde destaca la obra es en sus momentos más trascendentales, remarcados, pero igualmente conseguidos. La mayoría los encontramos en la relación entre Desdentao e Hipo, que se desenvuelve a lo largo de la película a través de los pasos necesarios, sin artificios: desde la mutua desconfianza inicial hasta la profunda amistad que muestran hacia el final de la película, dejando espacio para momentos especiales, como la primera vez que el dragón permite a Hipo que le toque o el primer vuelo que logran realizar juntos. Todo ello bien hilado a través de un montaje que permite unir el entrenamiento con los otros dragones, presentándonos los distintos tipos que existen, con la rehabilitación del furia nocturna y la conexión entre Hipo y el dragón herido.

Este tipo de relación nos lleva a un acercamiento con lo desconocido, a una amistad con lo que se pensaba peligroso. Un mensaje que encontramos en línea con lo que suele representar Ghibli, en esa unión con la naturaleza. En este caso, existe una identificación entre humano y dragón que logra superar las ideas culturales transmitidas a Hipo, es decir, aquellas que señalaban a los dragones como seres peligrosos y a las que matar en cuanto se tuviera oportunidad. El encuentro con una realidad que va más allá de esas convenciones logra transmitir un mensaje contra el miedo a lo desconocido o a lo que se teme por considerarse peligroso, como determinadas razas animales tachadas como tales. Resulta así más importante el cómo se tratan unos seres a otros que el determinismo que pueda existir entre ellas.


El tema ha sido recurrente para los directores, que también trataron una amistad improbable en Lilo & Stitch (2002), obra también dirigida por DeBlois y Sanders. No podemos dejar la oportunidad de mencionar el excelente currículum en animación de ambos directores, con proyectos tanto para Disney como para Dreamworks, habiendo trabajado para algunos de los títulos ya nombrados anteriormente y otros como El rey león(1994) o Atlantis: el imperio perdido (2001). Precisamente, la animación 3D de la película está muy lograda, especialmente cuando observamos los efectos de agua, el cabello de los personajes o las secuencias de vuelo.

Punto en contra es un doblaje español que en algunas escenas resulta extraño y con falta de unión entre voces, personajes y acción. También es curiosa la preferencia por ciertos recursos como eliminar la -d- en el nombre de Desdentao, cuando el resto de la película tienen una dicción perfecta. No obstante, no son cuestiones que arruinen la experiencia fílmica. La película, por su parte, cuenta con una secuela realizada por DeBlois y Sanders, Cómo entrenar a tu dragón 2 (2014), y una tercera parte planteada para 2018. Sin embargo, esperamos que Dreamworks no sobreexplote la franquicia como ya ha hecho con otros éxitos (Shrek, Madagascar...), descendiendo generalmente el nivel de calidad de forma drástica.


En conclusión, puede que no estemos ante una historia novedosa, ya hemos señalado numerosos ejemplos que tratan ideas semejantes, pero, como siempre, todo está contado ya, cambian solo las formas y los matices. En este caso, Dreamworks logra un excelente trabajo con esta obra. Cómo entrenar a tu dragón consigue transmitir gracias a la rotundidad de ciertas escenas, incluido un giro final poco habitual en este tipo de películas y que la enriquece y diferencia de otras propuestas. En fin, recomendable para todos los públicos.

Escrito por Luis J. del Castillo


Música Inolvidable (XXVIII): Kraftwerk

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Vivimos en el presente, por mucho que nos encaremos con el futuro y nos esforcemos en comprender el pasado. Aunque este artículo lleve años escrito, se está leyendo en algún presente. Además, el pretérito suele ser imperfecto y el futuro bastante simple, por lo que cada vez son menos los que desean imbuirse en de dónde venimos, o tienen demasiado claro a dónde vamos.


Por lo demás, el pasado exige un reposo y concentración que muchas veces los nuevos métodos de vandalismo ruidoso no permiten. En cualquier caso, existe la errónea percepción de que antes de la era de los smartphones las personas vivían poco menos que en la edad de piedra, cuando lo cierto es que la fascinación por los avances técnicos ha acompañado a estos desde su nacimiento, y ha procurado obras tanto literarias como cinematográficas, pictóricas y hasta musicales, como la que hoy nos ocupa.

La historia del progreso es, por tanto, la de una seducción que se incrementó con la llegada del siglo XX y su promesa de un entorno siempre mejor, pero que pronto se tornó en escepticismo, por la sencilla razón de que, aunque el hombre no sea la medida de todas las cosas, sí mide todo lo que le rodea, confeccionándolo en base a sus propias medidas y desajustes.


Así, de entre los rescoldos de los triunfos y fracasos de la moderna técnica, emerge el testimonio de la música electrónica y tonal del grupo alemán Kraftwerk; en cierto modo, un trabajo en sintonía con el minimalismo cósmico de grupos como Tangerine Dream.

La banda fue fundada en el año 1970 por los músicos Ralf Hütter (1946) y Florian Schneider (1947), a los que se sumaron Wolfgang Flur (1947) y Karl Bartos (1952), en lo que podemos considerar como la formación “clásica” (superados los inicios y hasta el álbum Electric Café, EMI, 1986, que inicialmente iba a llevar el elocuente título de Technopop). Poco prolíficos en cuanto al número de álbumes, pero siempre significativos, el grupo ha sido longevo en el tiempo, y aún con cambios en su composición, se mantuvo en activo hasta el año 2009.

Sin embargo, pese a este extenso periodo de tiempo, los logros más celebrados de Kraftwerk se circunscriben a la década de los setenta y primeros ochenta, e incluyen desde la ilustración musical del trayecto por una innovadora autopista, hasta trovar el descubrimiento de la radiactividad, cantar la aparición de robots y su interacción con el ser humano, y anticipar los factores, tanto positivos como negativos, de tener al P.C. en casa (el Personal Computer, quiero decir), musicalizando las aplicaciones de la técnica en las comunicaciones y sistemas de locomoción, ya fuera por vía terrestre –coches, trenes o bicis- u orbital. Un continuo avanzar, ya sin el traqueteo de aquel vamos de paseo, por una carretera hacia alguna parte pero sin ningún destino fijo.


Desde entonces, esporádicas composiciones, oportunos remixes y frecuentados reencuentros en vivo refrescaron nuestra memoria acerca de uno de los más competentes, personales, imaginativos y pioneros grupos de música electrónica, calculadamente frígido, eminentemente visual, siempre a cobijo de un mundo cambiante.

Vislumbrando un futuro incierto, o como expresión de un presente aún esperanzado, Kraftwerk fue la formación que logró sintetizar todo un estado de ánimo y supo dar la nota componiendo temas tan sugestivos como aquel Die Roboter (The Man-Machine, EMI-Capitol, 1978), cabecera para la medianoche, en recuerdo del simpar Antonio José Alés (1937-2008). Un sonido que es, a la vez, crónica del tejido urbano y de nuestra propia conciencia de pasado.


La idea del progreso está en crisis (herencia de la revolución francesa), sin que ello suponga tener que renunciar a los avances de la modernidad. Pero ni las modas ni la celeridad con que hoy es consumido todo podrán hacer mella en la música de Kraftwerk, como sucede con los grandes grupos y compositores que siempre tienen algo que decir, porque ya se han instalado confortablemente en un eterno presente, sabiendo estar sin prisas ni sofocos, sincopando arcanos muy humanos.

Son la historia de nuestra historia, en cuyos compases se solapa la experiencia común y la personal. Esa que a veces recordamos volviendo a mirar el cielo estrellado.

Escrito por Javier C. Aguilera


La caja de Psique (III): El marketing de contenidos a través de la neurociencia

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Una de las grandes preocupaciones de las marcas es el conseguir que los consumidores accedan a esos contenidos que generan y hacerse destacar entre ese gran público. Al fin y al cabo, los contenidos se están creando para ser leídos por alguien, y no simplemente para quedarse esperando en la red a que alguien tropiece con ellos. Esa es la finalidad del marketing de contenidos; un objetivo cuya máxima es conseguir audiencias. Pero lograr que los contenidos se conviertan en algo que a los consumidores realmente interese no es tan sencillo; es por ello que las marcas han recurrido a muchas y muy variadas técnicas para lograr posicionarse socialmente.

Estudiar cómo el cerebro de los usuarios y consumidores responde a los contenidos y cómo estos logran captar su atención es una llave para crear contenidos que resulten más atractivos y sobre todo que funcionen mejor a la hora de construir un recuerdo más poderoso de marca. Es así como actúa la neurociencia en este ámbito. En ese sentido, algunas herramientas son capaces de sorprender en mayor grado a los consumidores y también de captar su atención de una forma mucho más memorable. Curiosamente, estas construcciones no cuentan con elementos necesariamente novedosos: muchas de ellas han sido empleadas con éxito por los medios a lo largo de las décadas, antes incluso de que se pudiese medir cómo estaban respondiendo ante ellas el cerebro de sus receptores.


Así, una de las herramientas más claras para captar la atención del consumidor y hacer que el mensaje cale en el cerebro es emplear elementos conocidos con variaciones sobre lo que el consumidor conoce: modificar ligeramente el contenido tendrá un efecto sobre el cerebro del consumidor, tal y como explican en Neurosciencemarketing.

Pero, ¿cómo funciona esa estrategia en nosotros? Muy sencillo: escuchamos lo que se nos dice y adivinamos la forma en la que continuará el mensaje. Por ejemplo, si el lector empieza a leer al pan, pan, su cerebro añadirá de forma inconsciente y al vino, vino. Pero la predicción se rompe si en vez de encontrar lo esperado se encontrase por ejemplo al refresco, refresco; no es igual a lo que el receptor esperaba y no es igual a lo conocido, así que el cerebro se activa y se pone en marcha para analizar lo que ocurre y encontrar la diferencia. Todo este proceso hace, además, que el receptor recuerde mucho mejor el mensaje.  


Según descubrieron investigadores de la University College de Londres, cada vez que un mensaje rompe con lo que era esperado, y cada vez que los patrones no se cumplen, el hipocampo reacciona. El mensaje es detectado, analizado y empuja al consumidor a reflexionar sobre el mismo. Así, en lugar de generar promesas que no se han cumplido y, por tanto, de frustrar a los consumidores, como puede ocurrir con la técnica click-baiting (esos titulares de noticias llamativos, y engañosos, que corren por las redes sociales y que decepcionan al lector), se ha creado un reclamo que apela al propio cerebro del consumidor y lo seduce de una forma que hace que quede en sus recuerdos.

Pero la neurociencia no solo permite comprender por qué unos contenidos logran en mayor medida que otros la atención de los consumidores, sino que además permite también comprender las razones que empujan a que, una vez leídos, unos contenidos logren tener mucho más éxito que otros. ¿Qué es lo que hace que los consumidores compartan unos contenidos y no otros con sus amigos y conocidos? El estudio del cerebro también tiene una respuesta para ello. Según han demostrado los estudios de neurociencia, los usuarios comparten contenidos con los demás para sentir que son útiles a sus amigos y conocidos. 

 
Un estudio de la UCLA se centró, de hecho, en mirar qué partes del cerebro eran las que entraban en juego cuando se compartían contenidos en redes sociales. La parte que se estimulaba en el cerebro de los usuarios cuando se enfrentaban a un contenido que después compartirían con sus amigos era la que está asociada al dar uso. Los consumidores quieren que los contenidos generen valor, que les ayuden a alimentar las relaciones y que ayuden a definirse ante los otros. Por tanto, el cerebro escoge compartir únicamente aquellos contenidos que tienen realmente una utilidad en su relación con los demás. El internauta valora si el contenido será divertido, interesante o útil para sus contactos y de ahí parte su decisión de compartirlo o de no hacerlo. Y es que, como bien podría definir al ser humano, el hombre es un animal social y, por tanto, dependemos gran parte de nuestras relaciones con los demás.

Escrito por Mariela B. Ortega

Sombrero de copa, de Mark Sandrich

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En los salones del Thackeray Club de Londres debe guardarse un respetuoso y casi sepulcral silencio. Pero con la imprevista presencia del coreógrafo y bailarín Jerry Travers (Fred Astaire), el silencio solo puede ser aquel que precede a la tormenta, en forma de ágiles movimientos de baile y pasos de claqué. Es una bonita alegoría de cómo el componente musical puede adueñarse de nuestro ánimo, proporcionando solaz incluso cuando las circunstancias no invitan a ello.

Y es que alegría es lo que desprende una película como Sombrero de copa (Top Hat, RKO, 1935), producción de Pandro S. Berman (1905-1996), con un espumoso guión de Allan Scott (1906-1995) y Dwight Taylor (1902-1986), autor, a sí mismo, de la historia original, bajo la dirección del malogrado Mark Sandrich (1901-1945).

Como ya hemos tenido ocasión de comprobar otras veces –sin ir más lejos en la recientemente comentada Cantando bajo la lluvia(Singin’ in the rain, Stanley Donen & Gene Kelly, 1952)-, este júbilo no es algo exclusivo de una película en particular, sino de todo un género.

Muchos musicales comparten esta cualidad, y sus melodías han acabado convirtiéndose en la memoria sentimental de muchos espectadores (de aquella u otras épocas). En el caso que nos ocupa, las inolvidables composiciones fueron obra del músico y letrista Irving Berlin (1888-1989), apoyado en la dirección orquestal por Max Steiner (1888-1971).

Pero además, Sombrero de copa contó con la presencia en el reparto de una de las parejas del cine más celebradas y (justamente) legendarias. Naturalmente, me estoy refiriendo a la que formaron Ginger Rogers (1911-1995) y Fred Astaire (1899-1987) a lo largo de nueve películas en común.


Pues bien, nuestro bailarín ha entrado en contacto con un empresario londinense, Horace Hardwick (el insustituible Edward Everett Horton), interesado en mostrar a sus compatriotas el sofisticado espectáculo. Una vez instalado en su hotel, la nueva demostración de contento de Travers se traduce en un elegante zapateado que, por desgracia -si bien finalmente por fortuna-, despierta a la cliente que duerme en la habitación de abajo, Dale Tremont (Ginger Rogers).

Tras proporcionar al primer (des)encuentro de ambos las debidas raciones de ingenio y desparpajo (ella le insinúa si su dolencia no se deberá al baile de san Vito), se afianzará la relación bajo un marco de actitudes desinhibidas -aún en potencia-, tan características de las screwballs de los años treinta.

Dale trabaja como modelo del diseñador Alberto Beddini (Erik Rhodes), pero además es amiga de Madge Hardwick (Helen Broderick), la esposa de Horace. Los elementos para el necesario equívoco están servidos, y este no tarda en presentarse cuando, tras una inolvidable tarde de tormenta por el parque, Dale confunde a Horace con Travers, de forma bastante ingeniosa, en apariencia simple y eminentemente visual: una enorme lámpara del hotel se interpone en la visión de la chica al tratar de identificar al marido de su amiga.


Respecto al protagonismo –más que acompañamiento- musical, el gran pilar sobre el que se apoya el resto de la estructura de Sombrero de copa no solo reside en la música en sí, sino también en las excelentes letras de Berling.

Destaquemos algunos fragmentos de los distintos números musicales, como el primero que interpreta Travers y en el que asegura hallarse “sin lazos afectivos, despreocupado y libre para el amor, especialmente cuando me siento romántico”, o cuando “parece que encuentro la felicidad que busco”, durante la inolvidable escenificación del tema Cheek to cheek; o en fin, en un quiosco de música con las proporciones adecuadas, la citada tarde de tormenta, que para los bailarines será “un día espléndido para quedar atrapado por la lluvia”; entonada melodía de insinuación o declaración de intenciones, expuestas, como sucede con el resto de composiciones, por medio de unas concisas pero certeras frases, que en seguida dan pie -o pasos- al artístico baile, ya con exclusividad.

Los escenarios en que estas bonitas formas de cortejar se desenvuelven son siempre imaginativos y forman parte de un conjunto de amplias estancias art-decó, negligés, cócteles, edredones de seda, fracs y pajaritas, elegancia y buen ritmo. Su paroxismo será el surrealista decorado de un hotel veneciano por el que danzan ágiles no solo los actores, sino las sutiles grúas y discretos travellings que los acompañan, sin hacer el menor ruido.

La confusión de identidades es tratada con tono desenvuelto y mordaz, al contrario de lo que suele ser habitual en lo que conocemos por vida real. Valga como ejemplo el sopapo que recibe, en off, el pobre Horace, sin comerlo ni beberlo.

Y en suma, revistiendo todo este armazón de punta en blanco y comedia de variedades, se nos presentan unos bailes y danzas que son como ensoñaciones; representaciones de aquello que nos gustaría hacer con fulanita o menganito; como, por ejemplo, enamorarnos (¡incluso aunque la otra persona aún no lo sepa!).

Sabiendo transmitir un saludable entusiasmo por la existencia y por el propio arte (cinematográfico y musical), Sombrero de copa formó parte –aunque podemos aseverar también en presente- de esas películas importantes, no solo para quienes deseaban evadirse, sino para todos aquellos que merecían vivir una realidad alternativa mucho más gozosa.

Escrito por Javier C. Aguilera


Noticias: Próximamente en BdC

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Palacio de Carlos V (Fotografía de MB)
El otoño llegó y también el nuevo curso. Nosotros nos tomamos un descanso semanal, pero hemos vuelto con más fuerza y ganas. Seguimos con 16 entradas mensuales y las visitas entre las 10.000 y 11.000 mensuales. Aumentamos en seguidores, con 2 más en Blogger, situándonos en 171, 4 nuevos me gustas en nuestra página de Facebook, con 167 totales, y subimos 2 seguidores en Twitter, con 534 totales.

Imágenes de rodaje de La guerra de las galaxias
La literatura ha retornado con fuerza al blog con clásicos de la talla de la Divina Comedia, de Dante, o Edipo rey, de Sófocles. Pero también con espacio para el género negro, con la novela El canto del cuco, o sobre esoterismo, con Las claves ocultas de la biblioteca de El Escorial, este último en la sección Otros mundos.

A nivel de cine, estrenamos la saga de Star Wars con un repaso a la trilogía original: La guerra de las galaxias, El imperio contraataca y El retorno del Jedi. A la par, hemos cerrado el ciclo del joven mago británico con Harry Potter y las Reliquias de la Muerte - Parte 2. Hubo espacio también para la comedia romántica, con Notting Hill, la animación, con Cómo entrenar a tu dragóny los musicales, como Cantando bajo la lluviay Sombrero de copa.

Como cada mes, tuvimos una cita con la psicología en La Caja de Psique, donde observamos cómo el marketing ha empleado a la neurociencia para alcanzar al consumidor. A nivel musical, tuvimos la ocasión de acercarnos al grupo de música electrónica Kraftwerk.

Para octubre volveremos a la novela negra, también a los clásicos hispánicos, habrá también un retorno a Animando desde Oriente, y, por supuesto, tendremos un ciclo dedicado a Halloween, además de los habituales libros y películas.

Un saludo,
Luis J. del Castillo

PD: Durante este mes se celebró en la capital nazarí el Granada Sound, con lo más granado del indie español. Entre los grupos pudimos disfrutar de Supersubmarina, que cerró con su tema LN Granada, que aquí os dejamos.


"Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro"

                  -Emily Dickinson



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