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Para el sábado noche (XLVI): Al morir la noche, de varios directores

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Pueden suceder cosas muy extrañas al morir la noche, en ese tiempo y lugar en que los sueños son recordados. Los sueños forman parte del mundo complejo del inconsciente. Sobrepasando su interpretación como deseos reprimidos, proponen una conexión con otros planos de nuestra existencia. Planos a los que no solemos prestar mucha atención, pero que psíquica y fisiológicamente tienen una gran importancia. Son la llamada de atención hacia una parte de la evolución que muestra reglas muy distintas de las que rigen la vigilia.

Pues bien, este es el escenario o punto de partida de una película titulada, precisamente, Al morir la noche (Dead of Night, 1945), del siempre apreciado estudio británico Ealing. De hecho, se trata de una producción de Michael Balcon (1896-1977), principal responsable del mismo entre 1937 y 1959, con música del sugestivo Georges Auric (1899-1983), edición de Charles Hasse (1904-2002) y fotografía de Douglas Slocombe (1913). La película propone varios relatos unidos por el nexo de lo misterioso e inexplicable. Experiencias que atañen a todos y cada uno de los personajes que se dan cita en una mansión campestre, lugar al que ha acudido, como uno más, el arquitecto Walter Craig (Mervyn Johns), requerido para algún tipo de reforma.

Esta estructura por capítulos hizo que Al morir la noche fuera dirigida a cuatro manos por Alberto Cavalcanti (1897-1982), Charles Chrichton (1910-1999), Basil Dearden (1911-1971) y Robert Hamer (1911-1963), todos ellos competentes realizadores del estudio. Las historias que hilvanan el núcleo central las proporcionaron los guionistas John Baines (1909-1962) y Angus MacPhail (1903-1962), en base a relatos propios o de los escritores H. G. Wells (1866-1946) y E. F. Benson (1867-1940).


La noche en cuestión, Walter Craig se muestra aturdido al comprobar cómo ha vivido antes esa misma situación y cómo las personas que se reúnen en la casa no le son desconocidas. Una percepción que parece ir más allá del simple déjà vu. Craig concreta la sensación cuando comenta a uno de los invitados que “he soñado con usted y no le había visto en mi vida”.

Pero el sueño del arquitecto es, además de sorprendente, reiterativo, con lo que, sin perder nunca el sentido del humor, los protagonistas reflexionan acerca de la naturaleza y realidad de los personajes de ficción; muchas veces, más auténticos para el lector o el espectador -o al menos, más próximos-, que algunas personas de carne y hueso. Por ello, una vez establecida la extraña circunstancia, los presentes se interesan por el asunto y cada uno de ellos relata una vivencia en consonancia con el ambiente que se ha creado.

De este modo, el corredor de carreras Hugh Grainger (Anthony Baird) narrará una premonición que lo libró de la muerte, con la particularidad de que la experiencia acontece tras haber sufrido un aparatoso accidente, y que esta es precedida de forma tanto visual como sonora -es decir, relativa a todo su entorno en ese momento-, al producirse un salto temporal previo, junto al cese, y posterior reanudación, de una melodía radiofónica.


Por su parte, la joven y vitalista Sally (Sally Ann Howes) comparte la experiencia de una asombrosa aparición durante una fiesta navideña. En su aventura, el estremecimiento de los acontecimientos no ha evitado el poder sentir un gran cariño hacia aquellos que no descansan en paz. Seguidamente, toma la palabra la enfermera Joan Cortland (Googie Withers), que referirá la extraña obsesión de su marido (Ralph Michael) por un objeto tan cotidiano como perturbador, un espejo adquirido en un anticuario; tal vez, un portal con vistas a otro tiempo y espacio.

A continuación, el anfitrión Eliot Foley (Roland Culver) parece improvisar -su jocoso relato se antoja el menos sólido- la curiosa relación entre dos de sus amigos, Larry Potter (Naunton Wayne) y George Parrat (Basil Radford), rivales en el amor y en el golf (especialmente mordaz es la imagen que los muestra en un green cubierto por la nieve).

No obstante, todos los personajes habrán de confrontar sus experiencias con los pareceres académicos de otro de los invitados, el psiquiatra Van Straaten (Frederick Valk), representante del escepticismo oficial que, pese a todo, también compartirá una insólita experiencia, por la cual se vio involucrado nada menos que en la relación entre un ventrílocuo llamado Maxwell Frere (Michael Redgrave) y su muñeco, ente portador de una vida y personalidad propias… puede que no solo para su manipulador compañero.


Tanto este último segmento como el del espejo fueron obra de Baines, así como el de la fiesta navideña lo fue de MacPhail, la premonición del corredor de carreras de Benson y la descacharrante y fantasmal historia de los golfistas de Wells.

En resumen, Al morir la noche hace gala de una conseguida atmósfera, buenas interpretaciones (a las que podemos sumar la del simpar Miles Malleson, socarrón inquilino del otro lado) y un guión preciso y elegante en el que sobresale la posible doble explicación de lo hechos: ¿realidad inexplicable o producto de trastornos mentales, ya sean ocasionales o crónicos?

Con respecto al escenario principal se produce un hecho curioso, como es que la casa se nos presente en una región imprecisa, propia de los sueños, que posteriormente, cuando Craig recibe la invitación para acudir a ella, ya de vuelta a un mundo real aunque tan físico como el anterior, se concreta geográficamente como una vieja granja del condado de Kent. En cualquier caso, el arquitecto parece abocado a un eterno retorno digno de los límites de la realidad.

Escrito por Javier C. Aguilera




Clásicos Inolvidables (LXXIII): El sueño eterno, de Raymond Chandler

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Cuando nos acercamos a El canto del cuco, de Rowling, hablamos de la visión idealizada de los detectives, contrariada por la vida de Cormoran Strike. Sin embargo, compartía con las novelas negras clásicas el afán por descubrir la verdad, un afán que no era impedido por el autor, sino que, por el contrario, era el objetivo del mismo. Pero no ha sido siempre así.

La verdad no siempre prevalece cuando se incluye el interés privado para que permanezca oculta. Nos referimos a las novelas que, perteneciendo al género, se deshacen del idealismo moral clásico, en el que la ciencia, la investigación y la moralidad permitían hallar al criminal y acusarlo públicamente. Uno de los ejemplos es el giallo italiano cuando fija su atención en la mafia, como hiciera Leonardo Sciascia en su obra El día de la lechuza (1961), donde la verdad no es descubierta y el principal heraldo del bien, y de la investigación, rompe sus ilusiones de justicia ante el poder de la mafia. No obstante, el autor nortamericano Raymond Chandler (1888-1959) llegó a ir más allá al presentarnos a un detective cínico e irónico, Philip Marlowe, que se entremezcla en la sociedad a la que pertenece y emplea los mismos trucos sucios que sabe que el resto de la población realiza.

Antes de comenzar la escritura de novelas, Chandler se dedicó a publicar poesías en su juventud y, posteriormente, relatos que se publicarían en revistas pulp, durante la época de la Gran Depresión. Entre estas revistas, destaca Black Mask, donde verían la luz Asesino bajo la lluvia (1935) y El telón (1936), relatos que sirvieron de base para su primera novela, El sueño eterno (1939), primera de un contenido número de obras largas entre las que se encuentran también La hermana pequeña (1949) y El largo adiós (1953), esta última considerada su mejor obra. Soldado en la Primera Guerra Mundial y empleado de banca posteriormente, también dedicó su tiempo a la escritura de guiones cinematográficos entre los años cuarenta y cincuenta, colaborando con Billy Wilder en Perdición (Double Indemnity, 1944) y con Alfred Hitchcock en Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951). Hacia el final de su vida,  tuvo problemas de alcoholismo y llegó a intentar suicidarse tras entrar en depresión por la muerte de su esposa.

"Parecía demasiado fácil. Poseía la austera sencillez de la ficción en lugar de la retorcida complejidad de la realidad" (pg. 190)

Raymond Chandler
El sueño eterno nos lleva a la mansión del viejo general Sternwood, donde ha sido citado el detective privado Philip Marlowe, quien nos narra en primera persona la historia. Allí se encontrará con un caso de intento de chantaje por parte de un tal Geiger hacia el general por unas supuestas deudas de su hija menor, la salvaje Carmen. Sin embargo, antes de abandonar la mansión en pos de su investigación, la hija mayor, Vivian, le interroga para averiguar si su misión es encontrar a su ex marido, Rusty Regan, quien se fugó con la esposa de un gángster local, Eddie Mars. Este asunto comenzará a crear interés en el detective, aunque esté a punto de adentrarse en un mundo de perversidad y peligro, especialmente cuando se convierta en testigo (no ocular) de un asesinato. 

A pesar de contar con la primera persona para la narración, el lector será bastante ajeno a los pensamientos reales de Marlowe y, por tanto, del resto de personajes, de comportamientos bastante irregulares y generalmente egoístas. La degradación social es completa en una novela donde ningún personaje está a salvo de la acusación, ya sea criminal, ahí encontramos la corrupción policial, la estafa, el chantaje, la distribución ilegal de pornografía, el uso de drogas, o morales, como la ausencia de una paternidad responsable, el encubrimiento de los crímenes, las mentiras, la lujuria en forma de femme fatale o ludopatía. 

El detective también cae en encubrimientos, siempre que favorezcan al trato privado con su cliente, como él mismo revelará en varias ocasiones, una de ellas ante el fiscal y la policía: "La pasma se pone muy solemne y virtuosa cuando alguien de fuera trata de ocultar cualquier cosa, pero ellos hacen lo mismo un día sí y otro también para contentar a sus amigos o a cualquier persona con un poco de influencia"(pg. 129).

Sin embargo, Marlowe es un hombre moralmente justo, incapaz de caer en las trampas de la femme fatale, en dos ocasiones distintas, o de intentar salvar la situación a pesar de arriesgar su vida. Pero el hecho de que se adhiera siempre al vínculo privado con su cliente crea un nivel diferente de lectura si lo comparamos con otros detectives que, por encima de clientes, buscaban la verdad y que todo se resolviera para todos los implicados. El detective de Chandler ocultará fragmentos de verdad en su testimonio y en las conclusiones de su caso por proteger a la familia Sternwood, e incluso hallará una verdad que no llegará necesariamente a la justicia.

"Cuando se contrata a un sujeto de mi profesión no se está contratando a alguien para limpiar ventanas; alguien a quien se le enseñen ocho y se le dice: Cuando haya acabado con esas habrás terminado. Usted no sabe por dónde voy a tener que pasar ni por encima o por debajo de qué para hacer el trabajo que me ha encargado. Hago las cosas a mi manera. Y las hago lo mejor que sé para protegerlo a usted; puede que me salte unas cuantas reglas, pero me las salto en favor suyo. El cliente es lo más importante, a no ser que sea deshonesto. Incluso en ese caso lo único que hago es renunciar al trabajo y cerrar la boca"(pg. 236)

Si a ello unimos el retrato de una ciudad corrupta, que permite los negocios ilícitos, siempre que consideremos que puedan existir lícitos, algo que el crítico Juan Carlos Rodíguez dudaba, donde las influencias y el dinero pesan más que el sistema judicial o la policía.

Precisamente, el dinero y la búsqueda de poder son el motor de los personajes de Chandler, siempre se habla en cuestión de beneficios, de parecer más fuerte de lo que realmente se es, y todo ello conduce a un mundo donde el asesinato es una alternativa factible, los crímenes son cotidianos, la marginación palpable y la injusticia primordial. Incluso encontramos casos de amoralidad y falta de conciencia, como Carmen Sternwood, incapaz de sentir culpa y abandonada a un mundo donde se deja manipular por sus emociones más primarias.

A todo ello hay que unir un estilo seco, donde reluce la ironía y un uso de los diálogos fluidos y sentidamente reales, similares al cine de la época, que Chandler conocía tan bien. Además, cabe destacar la primera adaptación cinematográfica de esta historia, protagonizada por Humphrey Bogart y Lauren Bacall, y con dirección de Howard Hawks: El sueño eterno (1946).

Raymond Chandler consiguió elevar la calidad de la novela negra en ambos sentidos: con un marcado estilo que perdura aún en la creación de detectives actuales, de tono sombrío pero, sobre todo, irónico, y con un fondo crítico con la realidad. El autor consigue unir la mirada crítica de su realidad y de la sociedad en la que vive con una historia atractiva, que consigue mantener la atención del lector de una forma que solo consigue la novela negra.

"Besarte es muy agradable, pero tu padre no me contrató para que me acostara contigo(pg. 170)



Clásicos Inolvidables (LXXIV): Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam

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Para el humanista y filósofo Erasmo de Rotterdam (1466-1536) existe una locura sana, porque loco hay que estar para poder vivir en un mundo donde las causas prescriben y se justifican según la doble vara de medir de los príncipes de la política, diestros y siniestros a la hora de manejar el dinero que no es suyo; o en fin, en un mundo en que el problema principal -ya entonces-, no consiste en poder comunicarse, sino en tener algo interesante que decir. Todo ha sido previsto, y es por ello que tanto el legado literario grecorromano como el humanístico continúan estando de plena actualidad -como lo estarán siempre, si el olvido o el desinterés no hacen presa en él-, ya que está moldeado con materiales muy humanos.

Erasmo supo trasladar al lenguaje moderno muchos de esos tesoros de la antigüedad, entendida esta como una sabiduría de la historia que puede y debe servir como modelo y ejemplo al hombre del presente. Como una buena aliada, la locura sana es aquella que participa de la verdadera amistad y, en definitiva, de la inevitable y contradictoria naturaleza humana, porque no hay goce de las cosas si no se comparte con otros(capitulo 46).

El erasmismo tuvo una gran acogida en España. Gozó de mayor crédito intelectual entre los españoles que en ningún otro pueblo(Introducción), hasta el punto de que Erasmo llegó a acuñar el verbo “hispanizar”. El erasmismo se construye en base a dos pilares básicos: la libertad de conciencia y la religiosidad interior. Principales ramificaciones de una libertad del individuo que se aleja de aquellos que pretenden hacer prevalecer sus buenas razones en base a decretos-ley.

En un tiempo en que, nuevamente, unos cuantos se empeñan en someter a muchos por vía del pensamiento único –aquello que hay que pensar, que sentir, hasta qué películas conviene ver-, no está de más recordar el humanismo como filosofía del ser humano y sus valores, indisolubles a la fuerza de esa libertad. En suma, se trata de un conocimiento o asunción interior de todo lo exterior.

Erasmo de Rotterdam
Como se recuerda en la introducción de Pedro Rodríguez Santidrán para la edición de Alianza Editorial (1984-2011), Erasmo pone la causa de todos los males sociales en el ansia de dinero y aboga por una religión (al que le chirríe la palabra que sobreentienda espiritualidad) de conversión interior (algo no muy diferente a lo que promulgaría, precisamente, Santa Teresa [1515-1582]).

En este sentido, el humanismo coloca a Dios en otros planos y coordenadas y propone el retorno a las fuentes grecolatinas y del cristianismo. Fuentes que Erasmo traduce acudiendo siempre a los documentos originales.

De este modo, frente a los colectivismos ideológicos o religiosos -que tantas veces se dan la mano- entiende al hombre y su libertad de otra manera, que tampoco es la luterana, otra vertiente más con doble filo. Para Erasmo, el hombre es su (ilustrada) libertad. No en vano, Santidrán lo presenta como instrumento de educación y de crítica de la sociedad (yo trocaría la palabra educación por conocimiento), e insta a rescatarloy hasta hacerlo nuestro.


Elogio de la locura se escribió en casa de Tomás Moro (1478-1535), durante la visita de Erasmo a Inglaterra en 1509, aunque “oficialmente” no se publicó hasta 1511.

Su irónico encomio de la auténtica sabiduría es la corrosiva disertación de una locura que, pese a todo(s), acaba por enfrentarse a los ingratos, los aduladores y perseguidores de notoriedad, por ejemplo, académica, lo que proporciona varias de sus páginas más memorables (capítulos 44, 49 o 50); los oscurantistas y simplificadores de la lengua (6), los plagiarios, los dioses, las apariencias –falsas o auténticas- (17), la política (24, 55), el vulgo vulgarizado (48), que fácilmente se forma una opinión, o que vacilante se dispersa entre opiniones diversas(50), o a aquellos que pretenden ser más papistas que el Papa, constreñidos en la figura del teólogo (53, 64), en doctrina adscrita a un buenismo lindante con la irresponsabilidad (66), y siempre tratando de convencer al resto de los mortales de lo que realmente significan las palabras que se acaban de leer o escuchar (Carta a Martín Dorp).

Especialmente simpáticos me resultan los “antónimos de la vida”, divertidos ejemplos de las dos caras de la moneda de la existencia (29, 31); beneficiosa herencia de Platón (427-347 a.C.). Y es que para la locura, la vida humana no es más que el deporte de la insensatez, teniendo en cuenta, eso sí, frente a quienes pretenden que se ha de ser inteligente las veinticuatro horas del día, que sin la insensatez nada agradable hay en la vida(63).


En la alocución distinguimos un estilo de sátira semejante al desplegado por Luciano de Samósata (125-180 d.C.) en sus Diálogos. Una sátira centrada en las “cualidades” de la locura, el instinto, la pasión o el necesario humor para la existencia humana, con la división de la propia locura en dos; la propia (sana) y la que propone la destrucción de las costumbres más civilizadas.

Demostrando que la letra con sarcasmo entra, la locura también asegura que a más sabiduría, más pesadumbre (esto es, un mayor ostracismo; 63) y que, pese a que el número de necios es infinito (cita tomada del Eclesiastés), esta sabiduría es muy temida por los estadistas: los grandes príncipes ven con malos ojos y como a enemigos a hombres demasiado inteligentes. Se deleitan, en cambio, con ingenios más torpes y sencillos(65).

Gracias a ella–Erasmo procede a la personificación- los políticos se comportan como lo hacen, perpetuando sus tropelías bajo la capa de la equidad, cuando quien toma las riendas del gobierno se ha de entregar a los asuntos del estado y no a los suyos propios(55).

Hombre de Vitruvio, de Leonardo Da Vinci
Las divisiones en capítulos fueron introducidas en 1765 y en la presente edición se incluye la muy esclarecedora respuesta de Erasmo al joven teólogo de Lovaina (Bélgica) Martín Dorp (1845-1525), en forma de carta, fechada en 1515. Por sí sola, un meditado elogio de la ironía, donde el autor asegura que me he limitado a registrar lo que hay de cómico y absurdo en el hombre; no lo repugnante; al fin y al cabo, ¿quién mejor capacitada que yo para definirme?(3).

Como rasgo estilístico fundamental, Erasmo retiene al lector por medio del placer, esto es, del entretenimiento, en lugar de hacer uso de la moralina de una supuesta verdad profunda… si bien es cierto que la risa puede convertirse en vehículo indirecto para lo que en psicología se denomina “proyección”; la facultad de darse por aludido casi en cada párrafo. Es por ello que, sobre el sentimiento de superioridad, agrega que hay ocasiones en que la incertidumbre es mucho más provechosa que la misma certeza(Carta).

Goce de doble filo, el Elogio de la locura es también, como advertíamos, un llamamiento a conocer siempre las fuentes originales, en este caso por su lengua, lo que para un filólogo o un filósofo viene a ser algo así como tener libre acceso al auténtico significado de las palabras y, por consiguiente, de las cosas (anhelo al que se sumó el mismo Juan Ramón Jiménez [1881-1958] en nombre de la inteligencia del lenguaje).

Escrito por Javier C. Aguilera


La naranja mecánica, de Stanley Kubrick

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En 1971 apareció en las pantallas una cinta que, aunque considerada ciencia ficción por algunos elementos, se nos presentaba como una sociedad distópica y, como hemos podido comprobar con el tiempo, muy posible y más cercana de lo que cabría pensar: La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971). Una de las grandes obras de Stanley Kubrick (1928-1999), la inmediatamente posterior a 2001: Una odisea en el espacio(2001: A Space Odissey, 1968) y, por tanto, otra de las películas elevadas a un altar para gusto de megalómanos. De lo que sí estamos seguros es que en la trayectoria cinematográfica de Kubrick, esta fue la más polémica por su nivel de violencia y degradación, tanto que aún hoy, transcurridos más de cuarenta años, sigue produciendo sentimientos diversos a quienes la visionan, incluyendo la sorpresa o la repulsión por lo que ve. Quizás una buena señal de que aún no hemos aceptado la violencia como algo natural en nuestras vidas.

En un futuro indeterminado, en Gran Bretaña, Alex DeLarge (Malcolm McDowell) siembra la violencia a su paso con su banda de drugos. Un sociópata que disfruta apaleando, violando, hiriendo y haciendo surgir el terror en sus víctimas, hasta que un asesinato, unido a la traición de su banda, lo llevará a la cárcel, donde se someterá voluntariamente al proceso Ludovico, para ser reeducado y que eliminen el mal de su conducta. 

Sin embargo, las consecuencias desvelarán la verdadera naturaleza de la sociedad a la que pertenece DeLarge. El protagonista nos narra en primera persona este capítulo de su vida juvenil, desarrollado en tres etapas. Hasta la parte central, somos testigos de la violencia de Alex DeLarge junto a sus compañeros drugos, conjuntados con la misma vestimenta, bebedores de leche vitaminada y hablantes de un dialecto propio, nadsat, que en el doblaje español fue fusionado con castellano antiguo y términos rusos. 

Junto a ellos, realizaremos un recorrido por la violencia gratuita, iniciada por el ataque a un vagabundo anciano y borracho, el allanamiento de una casa alejada de la civilización (con el llamativo nombre de Home), con acoso y violación de una mujer a ritmo de Singin’ in the rain, canción de la recientemente comentada Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), que adquiere un carácter siniestro en esta obra; y culminando con la muestra de un salvaje despotismo por parte de Alex hacia sus compañeros, incluyendo una agresión, y un asesinato imprudente.


Se revela aquí la vida en completa libertad del protagonista, mostrándolo como un antihéroe, el antagonista de todas las virtudes morales que suelen regir a la sociedad. No obstante, no está falto de inteligencia e incluso muestra una megalomanía por Beethoven, además de apreciar la música clásica, cuestión que abarcaba mayor número de compositores en la novela homónima de Anthony Burgess en que se basa la obra de Kubrick, pero que aquí queda reducida al músico alemán. No obstante, aunque nos refiramos a él como un antihéroe, no existe ningún personaje que recoja la moralidad vigente. como nos demostrarán a lo largo del intermedio y de la segunda parte de la película. 

El punto central nos lleva a la estancia en la cárcel, donde a través de una elipsis transcurren dos años donde observamos a Alex en su misma estado mental, pero entre rejas. Durante este proceso seremos testigos de la crudeza y la disciplina de la cárcel, pero con gran sutileza en el caso del acoso del resto de presos o en la amistad entre el sacerdote (Godfrey Quigley) encargado de la prisión y nuestro protagonista. Con la intención de conmutar su pena por la libertad inmediata, y haciendo uso de su habilidad social, aún sin saber si su intención sincera era curarse, pues él mismo se revela como un sujeto negativo para la sociedad, aceptará participar en un experimento novedoso, de carácter conductista, para reinsertarse en la sociedad. 


El proceso Ludovico reside en condicionar al sujeto a través de drogas y proyecciones para que su cerebro relacione la violencia con un malestar físico, similar a las náuseas o al vómito. Lamentablemente, durante el tratamiento emplearán música de Beethoven, provocando que escuchar su Novena sinfonía cause los mismos síntomas. Tras el experimento, comienza la etapa final, que será un espejo de la primera, pero el que revele que Alex no es el único capaz de causar daño a la sociedad, sino que esta es igual de perversa.

En realidad, Kubrick a través del relato cinematográfico nos ofrece la imagen de una sociedad violenta, que satisface su venganza en cuanto tiene oportunidad. Los agentes sociales no dudan en usar la fuerza, como observamos en el caso de la policía, o mostrar una fachada de falsedad e hipocresía ante su cometido real, como podemos ver en el tutor legal de Alex. Los carceleros, con el jefe de la guardia (Michael Bates) a la cabeza, muestran frialdad, pero tampoco consideran que su tarea sirva para reconducir a los criminales hacia una vida justa. Los padres (Philip Stone y Sheila Raynor) quedan retratados como seres irresponsables, que no son conscientes de lo que su hijo realmente hace, pero que tampoco se preocupan realmente por él, pese a las lágrimas de la madre. Irónica será la escena en que el padre señale que algo tenía que ver con ellos lo que estaba sucediendo con Alex, tanto antes como después de la terapia.


Resulta igualmente curioso que la prensa o el escritor (Patrick Magee) que fue asaltado en casa acaben ocupando también un lado oscuro en la trama, ya sea tratando de satisfacer su venganza como induciendo al suicidio. Incluso sobre la relación entre Alex y el sacerdote encontramos la sombra de la duda, aunque sea este el primer personaje en posicionarse en contra del experimento al que se somete el protagonista, dado que considera que al tener éxito, estará provocando el fin del libre albedrío en el ser humano, al cerrar su libertad para escoger entre el bien y el mal por sí mismo. Se revela así una crítica al extremo de la psicología conductista en su faceta práctica, así como a las soluciones gubernamentales para acabar con la criminalidad, empleando estas técnicas o reclutando a personas agresivas como policías.

Pero la película no guarda su consideración solo por lo que aborda, sino también por la forma en que lo hace, algo primordial en un medio como el cine. Con el perfeccionismo de Kubrick, además de la típica repetición incesante de tomas, empezó su planificación buscando localizaciones de Inglaterra, teniendo tan solo que construir sets para el bar Korova, la prisión o el baño de la casa del escritor. Se incluyeron algunas innovaciones técnicas que permitieron al director incluir secuencias aceleradas o a cámara lenta, también otras grabadas con cámara en mano, micrófonos para recoger todos los diálogos sin necesidad de volver a grabarlos posteriormente o un equipo de iluminación con reflectores que le permitió giros en las habitaciones sin que apareciera ningún equipo en escena, como se puede observar en el enfrentamiento entre la mujer de los gatos, Miss Weathers (Miriam Karlin) y Alex. 


Pero, además, aunó la fuerza visual con un uso magistral de piezas originales de música clásica con el sintetizador moog, todo obra de Wendy Carlos, otorgándole a la película un carácter aún más vanguardista. Destacan así, además de la Novena de Beethoven, de relevancia argumental, la Marcha fúnebre de Purcell, engarzada con la primera escena, y la Obertura de Guillermo Tell de Rossini, acelerada junto a la escena que acompaña, en el trío que realiza Alex. 

La naranja mecánica resultó ser una obra controvertida, generando encendidos debates y hasta llegando a provocar la decisión de Kubrick de impedir su exhibición pública en Inglaterra hasta después de su muerte. Incluso hubo casos de imitaciones de la violencia de la película. Pero más allá de la inspiración directa, lo cierto es que nuestra sociedad no está libre de este tipo de crímenes, de la ultraviolencia, e incluso podemos afirmar que algunas de las actitudes mostradas por la película se han enquistado en nuestra realidad. Ahí hallamos la indiferencia de los padres, la política interesada o la violencia que aún nos sorprende. Quizás por ello, a pesar de ser una crítica que proviene de inicios de los setenta hacia una sociedad futurista, no en balde la novela original era heredera de autores como Huxley u Orwell, sigue perturbándonos en su visionado y resultándonos terriblemente factible.

Stanley Kubrick junto a Malcolm McDowell en el rodaje de la película
Detrás de la ultraviolencia, del sexo, de las imágenes pop, de la música clásica, detrás de Alex, en definitiva, reside una sociedad que queda retratada en todas sus vertientes, una sociedad que generalmente busca sus intereses personales, mercantiles o políticos, pero no humanos. Kubrick, con desconocimiento inicial, aunque intencionadamente después, eliminó la parte final de la novela, un epílogo redentor que no fue incluida en la edición estadounidense que leyó el cineasta y que ofrecía un matiz distinto a la lectura que finalmente nos legó el director británico. La naranja mecánica, en su versión cinematográfica, nos deja así un mensaje crudo, perturbador, pero quizás mucho más útil que la redención, porque aún nos mueve más a rechazar un futuro como el que nos muestra.




El autocine (XVIII): El hundimiento de la casa Usher, de Roger Corman

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En su ameno y elocuente libro Cómo hice cien films en Hollywood y nunca perdí ni un céntimo (How I made a Hundred Movies in Hollywood and never lost a Dime; Laertes, 1992), el realizador, productor, distribuidor y ocasionalmente actor Roger Corman (1926) recuerda cómo sus trabajos precedentes de bajo presupuesto vinieron a demostrar que podía realizar rápida y económicamente films en un género nuevo, pero que ya estaba maduro para aspirar a producciones de mayor calidad y medios, con calendarios más amplios y dirigiendo a actores más expertos sobre guiones mejores(capitulo VII).

El hundimiento -o la caída- de la casa Usher (The fall of the house of Usher o House of Usher, que por todos estos títulos es conocida, 1960) fue su primera empresa en este sentido y la película que inauguró el ciclo de semi-adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe (1809-1849), que culminaría en 1964 con La tumba de Ligeia (Tomb of Ligeia).

Un ciclo sufragado y distribuido por la productora American International, fundada por Samuel Z. Arkoff (1918-2001) y James H. Nicholson (1916-1972).

Después de lograr la debida financiación para permitirse a un actor de la talla de Vincent Price (1911-1993), uno de los requerimientos del realizador, la producción se puso en marcha. Prosigue Corman: creamos una historia acerca de los últimos y delirantes días de Roderick y Madeleine Usher viviendo recluidos en la mansión familiar, entre unos muros hondamente agrietados y decrépitos. El prometido de ella, Philip Winthrop, viene de visita, pero Usher no quiere que se casen por miedo a que se perpetúe su fatídica demencia hereditaria.

Corman junto a Vincent Price durante la filmación
Roger Corman emplea todos los recursos que le brinda su nueva categoría -incluyendo una secuencia onírica bastante básica y virada en color azul-, acertados a la hora de retratar esa inestabilidad psíquica que, a modo de retroalimentación, también se manifiesta en ese otro personaje que es la casa.

Un material que corre paralelo al plano del inconsciente, de lo simbólico, ilustrado con igual rotundidad por los retratos distorsionados y torturados que pinta Roderick Usher (Vincent Price) -en realidad, unas pinturas creadas por Burt Schoenberg (1933-1977)-, o por la fisicidad de la propia casa, una labor del decorador Danny Haller (1926), para quien el realizador también tiene palabras de reconocimiento en el citado libro de memorias. Hasta qué punto son estos retratos de antepasados el producto de la deformada visión que de la degradación familiar tiene Roderick Usher, es otro planteamiento interesante.


Las contadas imágenes en exteriores se filmaron en un paraje que acababa de ser pasto de las llamas, lo que permitió a Corman aprovechar la situación para mostrar la moribunda geografía en la que se ubica la mansión Usher.

Este entorno encuentra su inicial contraposición en el acogedor interior de la casa, pero como evidencian los referidos retratos, este será solo una máscara que esconde la conexión de dos ambientes -exterior e interior- que se comunican. La atmósfera aparentemente grata de la mansión Usher se irá viciando de forma progresiva conforme aumente el conocimiento de Philip Winthrop (Mark Damon) respecto a sus moradores. El crujir del edificio decrépito es la constatación de que, en cierta forma, se trata de un organismo vivo.

En base a esta premisa, el guión desarrollado con ejemplar eficacia por Richard Matheson (1926-2013) ofrece buenos cimientos para la realización de Corman. Como ejemplo, el picado que muestra a Winthrop penetrando por vez primera en la casa, y en el que es instado por el criado y cocinero Bristol (Harry Ellerbe) a que se descalce. Una imagen que conecta ambos entornos en una sola atmósfera.


Y es que toda la mansión es como un decadente santuario donde únicamente se espera la llegada de la muerte, ya que tanto Roderick como su hermana Madeleine (Myrna Fahey) sufren de una progresiva enfermedad de los sentidos, lo que no impide a Roderick distraerse con un laúd, pero imposibilita que la joven, en palabras de su hermano, pueda aventurarse más allá de la residencia. Ella no puede salir de aquí, especifica. ¿Predestinación o sugestión forzosa?

En este sentido, el romanticismo del relato es dual. De una parte, la adscripción al espíritu del género literario y cinematográfico del gótico, por medio de los elementos más reconocibles -o icónicos- del mismo: ambientes decrépitos y oscuros, pasadizos secretos, visita a la cripta familiar, pérdida de la identidad, personalidades atormentadas en espacios decadentes, la soledad –no deseada, en este caso-, sensibilidades extremadas -herencia del ímpetu y la tormenta- y una fatalidad de raigambre determinista. De otra, está el romance, del que solo se muestran sus consecuencias, entre Philip y Madeleine, cuando esta última tuvo ocasión, en irrepetible oportunidad, de visitar la ciudad de Boston.

Además, interesante es señalar que, tal y como Roderick comenta, la mansión fue trasladada bloque a bloque, ya con el mal en su interior, desde su ubicación original en Inglaterra. Un mal que, de nuevo según Roderick, puede perpetuarse con la muerte sin necesidad de herederos físicos… como un ente real, orgánico y, aún en su mortandad, vitalicio, heredero de sí mismo (ahora el mal es la casa en sí).


No obstante, los cimientos están carcomidos, el suelo es inestable y los habitantes no poseen tales descendientes, así que morirán con la casa, como señala Bristol, otro ocupante que lleva allí aprisionado toda una vida.

Por ello resulta especialmente desoladora la imagen última de los restos de la mansión Usher, contemplados desde un futuro indefinido y envueltos por la neblina, en una composición que recuerda los paisajes más misteriosos y abandonados del pintor romántico Caspar David Friedrich (1774-1840). Un retrato final rematado por la efectiva música de Les Baxter (1922-1996), la lúgubre fotografía de Floyd Crosby (1899-1985) y las luctuosas palabras de Edgar Allan Poe.

Escrito por Javier C. Aguilera


Clásicos Inolvidables (LXXV): El árbol de la ciencia, de Pío Baroja

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El paso del tiempo y esa irremediable necesidad humana de catalogar, unida a la eficacia pedagógica de cierta terminología, acaban por reducir a listados y conjuntos de características a los grandes personajes de nuestra historia. El término generación, tan en boga a principios del siglo XX, se fue diluyendo con los años, y aunque en la actualidad sea siempre tan discutido, se mantiene en las aulas como un recurso para agrupar a una serie de autores que tienen en común, grosso modo, una serie de rasgos a veces excesivamente amplios.

Pío Baroja (1872-1956) llegó a renegar de la existencia de la Generación del 98, a la que perteneció de pleno derecho al pertenecer al Grupo de los Tres, junto a Maeztu y Azorín, y siendo considerado como uno de los más eminentes representantes del espíritu hipercrítico de estos autores que observaron una España decadente, en el polo opuesto del esplendor que tuvo como imperio siglos atrás. Precisamente, 1898 fue el año que España perdió sus últimas colonias con la guerra hispano-estadounidense, finalizando así el que un día fue el imperio donde nunca se ponía el sol.

La visión del mundo por parte de Baroja es escéptica y muestra su falta de fe en la capacidad del ser humano para el cambio. Una forma de pensar que plasmó en su obra a través de un pesimismo reflexivo e individual, como observamos en El árbol de la ciencia (1911), de sus obras más conocidas, que además parte de datos autobiográficos, con numerosos personajes que funcionan como trasuntos de personas reales que conoció el autor. Incluso el protagonista, Andrés Hurtado, se asemeja a Pío, incluyendo sus estudios y profesión como médico, así como su forma de pensar, incluyendo además la cercanía con el pensamiento filosófico de Arthur Schopenhauer, de vital importancia para comprender la parte central de la novela.


La acción de la cultura europea en España era realmente restringida, y localizada a cuestiones técnicas, los periódicos daban una idea incompleta de todo, la tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño fuera de ella y al contrario, por una especie de mala fe internacional. Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España, o hablaban de ellas en broma, era porque nos odiaban; teníamos aquí grandes hombres que producían la envidia de otros países: Castelar, Cánovas, Echegaray… España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. Todo lo español era lo mejor. Esa tendencia natural, a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilificación de las ideas. Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras […] (pág. 39)

Aunque publicado en 1911, la acción narrativa nos sitúa entre 1887 y 1898, donde seremos testigos de las vivencias de Andrés Hurtado, comenzando por sus estudios universitarios en Medicina y su experiencia en las clases hasta su labor como médico de provincias. A través de sus ojos, en una narración en tercera persona parcial, seremos cómplices de los pensamientos del protagonista en su encuentro con la sociedad española a la que pertenece y la que, en cierta forma, reniega. Un paseo por su familia, su círculo de amistades universitarias, sus profesores, los vecinos de Madrid, sus sensaciones en el campo valenciano, el pueblo de Alcolea donde trabajará y todas sus reflexiones filosóficas y sociales.

Una narración lineal que se estructura de forma equilibrada y simétrica, con tres partes iniciales, "La vida de un estudiante en Madrid", "Las carnarias" y "Tristezas y dolores", y tres partes finales, "La experiencia en el pueblo", "La experiencia en Madrid" y "La experiencia del hijo", incluyendo un intermedio, la cuarta parte, "Inquisiciones", que consiste en una conversación entre el tío Iturrioz y Andrés Hurtado. Esta parte central consiste en un diálogo filosófico similar a la técnica que ya emplearon los filósofos clásicos en las que dos posturas distintas (en este caso, la filosofía inglesa práctica del tío Iturrioz frente a la filosofía alemana metafísica de Andrés, cercano al mencionado Schopenhauer) se enfrentan y tratan de convencerse mutuamente sobre dos posturas distintas de ver el mundo y la vida. Una conversación con apenas acotaciones que se diferencia radicalmente del resto de la novela.

Arthur Schopenhauer
Algunos pedantes le decían que Schopenhauer había pasado de moda, como si la labor de un hombre de inteligencia extraordinaria fuera como la forma de un sombrero de copa. (pág. 70)

El resto de la obra permite a Baroja elaborar un rico panorama de su época y de su visión de la misma, partiendo incluso de sus experiencias vitales. Seremos así testigos de la evolución de un esperanzado Andrés que comienza la Universidad hacia lo que pronto será un desilusionado médico, que no solo no encuentra un lugar en la medicina donde asentarse, dado que no está en el país adecuado para sus interés en la fisiología, ni está interesado en la práctica de su profesión, sino que aborrece con el paso del tiempo todo aquello que le rodea. 

No en vano acaba haciéndose amigo de dos compañeros que, en principio, no eran de su agrado, y de los que no siempre aprobará su actitud. 

Precisamente, el reencuentro en lo que podríamos considerar la segunda parte de la novela tras el capítulo de "Inquisiciones" supone la decepción al volver a encontrarse con sus amigos y también al saber de sus otros condiscípulos, la mayoría alejados del mundo de la medicina. Incluso encontraremos de nuevo la crítica a las pocas oportunidades que ofrece España con un personaje que triunfará en poco tiempo gracias a sus experimentos en el extranjero, habiendo sido rechazado constantemente en su país natal.

El repaso al resto de la sociedad se sitúa desde las consideradas cotas altas de la cultura, con los profesores universitarios, hasta los estados sociales más bajos, con los vecinos de los barrios empobrecidos, incluyendo además una crítica dura a la trata de personas, en este caso las prostitutas, pero también hacia quienes aceptan su condición de pobres. Así nos lo mostrará con la conversación con una mujer planchadora, que dedica todo su tiempo a trabajar para lograr salir adelante:

Algunas veces Andrés trató de convencer a la planchadora de que el dinero de la gente rica procedía del trabajo y del sudor de pobres miserables que labraban el campo, en las dehesas y en los cortijos. Andrés afirmaba que tal estado de injusticia podía cambiar; pero esto para la señora Venancia era una fantasía.
-Así hemos encontrado el mundo y así lo dejaremos –decía la vieja […](pág. 118)

Fuente de Cibeles en 1898
La familia del protagonista también será esencial en las tres primeras partes de la novela, quedando además retratada en pocas líneas, esencialmente las buenas o malas relaciones con Andrés. Destacamos aquí el hecho de que Hurtado rechaza prácticamente todo lo que le rodea, lo que al final le hará ser víctima de su forma de pensar. En esta primera mitad observaremos precisamente cómo surge el enfrentamiento entre sus deseos personales, acertados por sus conocimientos, y las decisiones que se oponen a su criterio, conduciendo precisamente a la primera tragedia de la novela. La segunda, de mayor gravedad y hacia el final de la novela, será también una decisión contraria a los auténticos deseos del protagonista, aunque en este caso su aceptación del destino final sea fruto del amor.

En los momentos en que Andrés actúa como desea, causa el rechazo del resto de personajes. Así lo veremos esencialmente en la segunda mitad, durante su trabajo en Alcolea o cuando logra alcanzar el cénit de su existencia, alcanzando su ataraxia deseada, un paraíso ausente del resto del mundo. Si nos detenemos aquí a observar precisamente los sucesos en Alcolea observaremos la descripción del hastío hacia los sucesos cotidianos de la España profunda. Andrés se muestra crítico con la vida ahogada de los pueblos, pero también con sus actitudes machistas, con el embrutecimiento de sus ciudadanos y con un sistema político pactado y cuyo objetivo era enriquecer a los partidos, ya fuera de forma sutil o descarada.

Alcolea se nos representa como un sepulcro, una especie de infierno donde está presente el calor asfixiante, cuya descripción nocturna tiene toques románticos que nos recuerdan a las Leyendas bécquerianas, pero también nos remite a los posteriores grandes pueblos literarios de Hispanoamérica, especialmente la Comala de Pedro Páramo(1955), obra de Juan Rulfo. A la vez, esta visión sepulcral se corresponderá a un presagio ya presente en "Inquisiciones", relativo al final trágico de la novela. Baroja advierte así del futuro negro que observa para su protagonista, pero quizás también para la España de la que es testigo y que no se diferencia tanto de lo que hoy vivimos.

Hundimiento del acorazado Maine, inicio de la guerra hispano-estadounidense en 1898
A Andrés le indignó la indiferencia de la gente al saber la noticia. Al menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y para la civilización, era un patriota exaltado y se encontraba que no; después del desastre de las dos pequeñas escuadras españolas en Cuba y en Filipinas, todo el mundo iba al teatro y a los toros tan tranquilo; aquellas manifestaciones y gritos habían sido espuma, humo de paja, nada. (pág. 237)

Hay también espacio en la novela para la pérdida de las colonias, aceptadas como una realidad lógica para Andrés, pero que le sirve también para criticar la falsedad e hipocresía de una prensa excesivamente optimista y tergiversadora de la realidad, a la par que observa sorprendido el poco efecto que tal derrota causa entre los españoles. Esto sirve también de distinción entre la España real y la España oficial. Tenemos que mencionar también la muerte del bohemio Rafael Villasús, quien acaba ciego y loco, que resulta un trasunto del fallecimiento de Alejandro Sawa (1862-1909), auténtico bohemio, amigo de varios de los escritores de la generación del 98, que también fue hecho literatura como Max Estrella, el protagonista de Luces de bohemia (1924), de Valle-Inclán.

Encontramos también un cierto tipo de antisemitismo que en la actualidad resultará algo grotesco, pero que no tiene relación directa con una cuestión de razas, sino, más bien, con forma de pensar y actuar, podríamos decir judeocristiana, que será despreciada por Baroja, más afín a un espíritu más centroeuropeísta y agnóstico. A pesar de ello, es relevante el título de la obra, El árbol de la ciencia, que se desprende de una de las historias bíblicas más conocidas: la expulsión del Edén de Adán y Eva por consumir del fruto prohibido del mencionado árbol.

Se hará mención expresa del mismo en la parte de "Inquisiciones", pero podemos advertir el carácter simbólico que hay en el final de la novela: cuando Andrés ha alcanzado la ataraxia, su particular "paraíso", aislado felizmente de la sociedad junto a su esposa, será ella quien tenga el deseo de tener un hijo, contraria a los deseos de Hurtado, y lo que conlleve su desastre final. Precisamente, el relato bíblico hace hincapié en el sufrimiento del parto una vez expulsados del paraíso. La crítica final a la actitud excesivamente científica e higiénica de Andrés pondrá de manifiesto la contradicción entre la vida natural, más cercana al paraíso bíblico, y la vida científica, la que supuso la expulsión del mismo.

Adán y Eva en el Paraíso, de Rubens
Salió la luna; la enorme ciudad, con sus fachadas blancas, dormía en el silencio; en los balcones centrales encima del portón, pintado de azul, brillaban los geranios; las rejas, con sus cruces, daban una impresión de romanticismo y de misterio, de tapadas y escapatorias de convento; por encima de alguna tapia, brillante de blancura como un témpano de nieve, caía una guirnalda de hiedra negra, y todo este pueblo, grande, desierto, silencioso, bañado por la suave claridad de la luna, parecía un inmenso sepulcro. (pág. 191)

En El árbol de la ciencia encontramos una escritura concisa, que no desarrolla en exceso ni se detiene en descripciones fútiles. No hay así una elaboración retórica en su narrativa ni una preferencia por el detallismo, al contrario, resulta sobrio, guardando bien el equilibrio con la descripción, que resulta más impresionista que minuciosa, y la narración. Destacan también los diálogos, que resultan naturales y, en este caso concreto, reúne algunas sentencias que se relacionan directamente con el pesimismo de Baroja.

En conclusión, una obra sobria, concisa, pero también filosófica y crítica, que reúne varias de las características que tantas veces se han mencionado en torno a la Generación del 98, pero que revelan en verdad la buena labor literaria de un autor como Pío Baroja, admirado narrador no solo en España, sino también fuera de nuestras fronteras, como muestran John Dos Passos o Ernest Hemingway. El árbol de la ciencia nos transporta a la desdichada vida de Andrés en una España lejana en cien años, pero cuya realidad y crítica nos puede resultar más cercana de lo que pensábamos.




Clásicos Inolvidables (LXXVI): Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer

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Yo podré adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de esta sencilla y terrible historia…(Creed en Dios).

Tan solo treinta y cuatro años pudo vivir Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870). Un periodo breve aunque intenso en cuanto a la literatura se refiere, arte en el que no pocas veces halló el más perfecto modo de comunicación a la hora de traducir la pesadumbre o la cotidianidad amorosa del ser humano, proporcionando obras muy sentidas, y en algunos aspectos formales, también anticipadoras.

Este rasgo de modernidad se concentra de manera muy especial en las leyendas. Relatos desperdigados por diversas publicaciones, pero no tanto en el tiempo: su elaboración los circunscribe al periodo de 1858 a 1864; al menos, en lo que a la catalogación tradicional de las leyendas se refiere (un corpus que posteriormente se ha visto ampliado con otras narraciones).


Decimos que solo treinta y cuatro años vivió Bécquer, pero esto es un reduccionismo que lo circunscribe exclusivamente al plano físico, ya que en el muy idiosincrático mundo de las letras su obra permanece viva (y coleando como la de tantos otros grandes autores: por épocas).

Existen antecedentes, sobre todo dentro de la llamada literatura gótica, un género que sabemos que Bécquer conocía, al menos en parte. Pero también hay consecuentes, ya que, fuera conocido por estos o no, el escritor sevillano dejó una impronta muy personal en dicho género por medio de sus narraciones legendarias, su particular composición de atmósferas y su capacidad descriptiva de raíz tanto localista como universal.

En cualquier caso, el conocimiento o desconocimiento de la obra de un autor determinado no es solo achacable al chauvinismo de los demás; continuamos sin saber aprovechar debidamente el gran caudal artístico, que no solo literario, español en otras latitudes, salvo muy esporádicas incursiones, funcionarialmente circunscritas a los tres o cuatro nombres de costumbre –aunque, sin duda, de primer orden-.

Aunque fuera por necesidad -que en esto no fue primero ni último- Bécquer se toma en serio las evocadoras ensoñaciones que favorecen las leyendas, desarrollándolas en torno a su propio temperamento romántico, y a veces, como señalaremos, llegando a incorporarse en las mismas como un personaje más. Entre tanto, cierta estabilidad encontró el escritor como adaptador y libretista de zarzuela, además de como redactor y, finalmente, director de los diarios El Contemporáneo y El Entreacto, llegando incluso a ejercer de censor de novelas de forma esporádica. Pero pese a iniciar también estudios pictóricos junto a su hermano Valeriano (1833-1870), sus mejores paisajes los dibujaría por medio de la palabra, tanto en poesía como en prosa, apartado en el que también debemos incluir sus crónicas periodísticas, testimonios en los que supo reflejar las contradicciones y fealdades de las ciudades y sus habitantes.

Ambos aspectos, real e imaginario (o mejor, no demostrable empíricamente), quedan inexorablemente imbricados en aquellos relatos en que sobreviene la locura, a la que generalmente ha conducido una transgresión, en una característica argumental que emparenta a Bécquer con el posterior Maupassant (1850-1893) de los relatos de locura y horror, o como también lo relaciona –como espero tener ocasión de abordar en un futuro- con los mistéricos relatos de Hoffmann (1776-1822) y Sheridan LeFanu (1814-1873).

Landscape with castle in ruins, de Arnold Böcklin
Es en el sustrato de estos cuentos legendarios, como los denomina Pascual Izquierdo (-), responsable de la edición para Cátedra (Letras Hispánicas, 2000), donde encontramos elementos que participan del romance tradicional, producto de un autor que sabe emplear una prosa poética, pero prosa auténtica, con sus valores narrativos(Introducción). Si bien, para alabar su perfección formal o estética no nos parece necesario esgrimir la decadencia de un género, salvo que lo circunscribamos a los escasos, aunque magníficos frutos de una España siempre tan encerrada en sí misma -como muchas veces el resto de países poco abiertos a los demás, como recordaba al principio-, en cuyo caso, más que de decadencia, habría que hablar de prodigiosos destellos.

El hecho es que Bécquer acomete estas tradiciones alumbradas por lo maravilloso y por el inmortal paso del tiempo -cierto mágico estancamiento-, sin perderse en digresiones y, como anota Izquierdo, con un sentido cinematográfico del ritmo. En su literatura construye atmósferas de aliento romántico y voz personal recreando el mundo del pasado pero, al mismo tiempo, impregnándolo de tonalidades propias de su microcosmos poético

Así mismo, el autor como cronista anticipa las estructuras narrativas de un M. R. James (1862-1936), pongo por caso, en sus cuentos de arqueología y de fantasmas. Trataremos de desgranar algunas de esas claves de la modernidad de Bécquer a lo largo de nuestro comentario.


Por ejemplo, en El caudillo de las manos rojas (Tradición india), las concisas pero esenciales estampas que componen el peregrinaje del rajá Pulo Dheli, carcomido por el remordimiento de un acto criminal, se nos aparecen como imágenes casi impresionistas. No en vano, como bien se recuerda en la introducción y en diversas notas a pie de página, los recursos de Bécquer llegan a preludiar incluso el modernismo. Basten como ejemplo expresiones como “de su seno brotaba un caudal de armonías”, “gigantes cataratas de sangre negra y espumosa”, “torrente que se derrumba en sábanas de plata”, sin olvidar el componente sobrenatural, “fantasmas que engendra su mente durante las horas de reposo”…, junto a otras preciosistas representaciones del sueño.

Aunque tal vez se alarga en exceso, El caudillo de las manos rojas me recuerda las (también posteriores) fantasías orientales, tales como el cuento Los ojos del hermano eterno (1922) de Stefan Zweig (1881-1942) o la popular Siddharta (también 1922) de Hermann Hesse (1877-1962).

La Creación (poema indio) participa de la misma estructura, si bien su dinámica esgrime un tono más socarrón, erigiéndose en traviesa paráfrasis del mito de la creación, donde la naturaleza glosada es consecuencia de la mente aún no formada de los más pequeños de la casa. Aprovecho para señalar, con respecto a la referida introducción, que el detallado comentario de cada leyenda que se adjunta (estudio unitario), me parece más aconsejable una vez ha concluido el lector la lectura de los textos.


Del endogámico relato del rajá y la bulliciosa glosa de la creación pasamos a la más reconocible estructura argumental que articula el resto de leyendas. Continuando con los rasgos de esa modernidad del autor, debemos señalar la superposición de narradores en La cruz del diablo, donde un lugareño relata la historia al propio cronista, en un escenario que además incluye “unas luces misteriosas y fantásticas cuya procedencia nadie podía explicar”. El relato se desdobla hasta tres veces al retomarse el hilo argumental por medio de la confesión de un malhechor, y las ulteriores aclaraciones del incidente en cuestión por parte de un alcaide. Anotamos, de igual modo, cómo el escepticismo de muchos de los personajes se ve sobrepasado por los acontecimientos de esa otra realidad.

Así, en La ajorca de oro (leyenda toledana) el joven Pedro es preso de un encantamiento por amor, que le fuerza a cometer un acto sacrílego; acción que se verá duramente castigada con la pérdida de una razón que produce monstruos. Pese a todo, el quid radica en la ambivalencia de lo narrado, en hasta qué punto el miedo ha hecho al desdichado protagonista distorsionar la realidad que le rodea… o no; aspecto al que se añade el misterio no resuelto de la naturaleza y procedencia de la inductora del delito.

Un quebrantamiento cuyo desenlace es un pétreo aquelarre que encuentra su individualizada vuelta de tuerca en El beso (leyenda toledana), uno de mis relatos favoritos, aunque no sea de los más recordados. En él, un arrogante oficial francés constata todo el peso de esa otra realidad, durante la Guerra de Independencia (1808-1814), en una “interacción física” que, así mismo, nos remite a La cruz del diablo, si bien en este relato se trataba de un episodio anecdótico y no del sorprendente desenlace. En cualquier caso, de nuevo acontece en El beso la citada ambivalencia de los acontecimientos: “el champagne comenzaba a trastornar las cabezas…”.


La Noche de Todos los Santos no parece la mejor ocasión para merodear por El monte de las ánimas. Aún así, se ven activados los mecanismos del recuerdo, no por medio de ningún bollo o magdalena, sino gracias al doblar de unas campanas. Es por ello que el resto del relato transcurre en retrospectiva y es transcrito por su protagonista, en vista de no poder conciliar el sueño. En esta leyenda de ambiente soriano, no parece baladí el nombre de Beatriz, pues de alguna manera, será el motor que transporte al joven Alonso a un escenario ciertamente dantesco.

Pero además, el narrador se identifica con el propio autor al referirse como colaborador del periódico El Contemporáneo. Esta singularidad respecto a la voz narrativa equipara la presente leyenda con La cueva de la mora, en la que dicha voz puede llegar a corresponderse con la del lector que, separando el ramaje, se aboca al interior de lo desconocido, momentos antes de que, una vez más, se produzca un salto y el relato culmine por boca de un labriego.

A su vez, divertida es la confesión del narrador en el arranque de Los ojos verdes a propósito del título: “no sé si en sueños, pero yo los he visto”, sobresaliendo también las calculadas elipsis de un capítulo a otro (estos suelen ser breves), tal cual sucederá en la transición del segundo al tercero en Maese Pérez, el organista.

De igual modo, presenta El rayo de luna un desenvuelto comienzo, que da cuenta de cómo el carácter del simpático Manrique lo convierte en alguien distinto a los demás. En su soledad de los campos, el noble muchacho vislumbra a una joven iluminada por la luz de la luna… Pero Bécquer anticipa y concluye que, como tantos otros románticos, Manrique “había nacido para soñar el amor, no para sentirlo”. El joven parte en pos de un ideal que se torna en desengaño (el lector descubrirá la razón), frente a una realidad contemplada como la ausencia del elemento imaginativo y maravilloso.

Burg Scharfenberg at Night, de Ernst Ferdinand Oehme
Inolvidable es constatar cómo Bécquer emplea el lenguaje para transmitir la inefable experiencia de las ejecuciones de Maese Pérez, el organista, en cuyas manos la música pasa de los acostumbrados e “insulsos motetes”, a arrancar “lágrimas como puños”. No sabemos por boca de quién habla el narrador hasta bien avanzado el primer capitulo, y como sucede en otras leyendas, la voz de un personaje particular se alterna con la tercera persona omnisciente.

El hecho es que Maese Pérez ya tiene setenta y seis años y no está dispuesto a perderse ni una sola Misa del Gallo, en esta leyenda sevillana que constituye toda una obra maestra que, por sí misma, debiera figurar en todas las antologías -me refiero a las foráneas- del género.

Por su parte, Creed en Dios narra la historia del último e impío barón de Fortcastell, de manos de otro narrador inconcreto. Sobre esta cantiga provenzal recae la sombra del relato Rip Van Winkle (1819) de Washington Irving (1783-1859), además de agazaparse la de -nuevamente posterior- El sabueso de los Baskerville (1902) de Arthur Conan Doyle (1859-1930); concretamente, en lo que se refiere a la preliminar pero detonante figura de sir Hugo de Baskerville; si bien, el camino emprendido por Teobaldo, que así se llama nuestro personaje, le conducirá más allá, a regiones aún más asombrosas.

Monastery in ruins, de Caspar David Friedrich
En la mayoría de esas regiones despunta la visión de un lugar construido y habitado por los seres humanos, pero que ya no es más que un mero recuerdo. Me refiero a las evocadoras ruinas románticas, ya procedan de un monasterio (El miserere), un palacio (El Cristo de la Calavera), un castillo abandonado tiempo atrás (El gnomo) o una fortaleza árabe (La Cueva de la Mora).

Procediendo con El miserere, es este un relato en primera persona que se inicia con el hallazgo de un valioso documento musical basado en un salmo del rey David. Estamos ante un nuevo ejemplo de relato dentro del relato; así, hasta tres veces, puesto que la leyenda religiosa se la refiere al narrador un anciano y, a este último, un pastor. Además de que, tal vez estemos ante un nuevo episodio de sugestión -por mediación de un sueño- o ante la “auténtica” impregnación de un enclave; en este caso, debido a los acontecimientos nefandos que han determinado señalarlo con una cruz en plena festividad del Jueves Santo.

El miserere es la segunda leyenda de ambiente musical, que igualmente destaca por su feliz conclusión con final abierto. Por su parte, La rosa de la pasión (leyenda religiosa) cae de bruces en el maniqueo tópico antisemita, en la figura de toda una comunidad sefardí, practicante de ritos criminales, incluso en Viernes Santo -no es algo privativo de Bécquer como de unos prejuicios que, aún hoy, algunos se empeñan en seguir alimentando haciendo honor a su ignorancia-. Pese a todo, la espectral imagen del culto sacrificial no carece de fuerza (valoración) narrativa.

Eternal Love, de G. Genot
En el irónico y excelente El Cristo de la Calavera, la joven de alta cuna pero baja cama doña Inés de Tordesillas, es pretendida por dos amigos de toda la vida, Lope y Alonso, que de este modo ven peligrar su amistad, en un círculo en el que las pasiones se muestran tan efímeras como eterno es el propio deseo. Afortunadamente para ambos contendientes, el entuerto se resuelve amigablemente.

Una nueva rivalidad amorosa, esta vez entre hermanas, vertebra El gnomo, leyenda aragonesa especialmente poética, en la que incluso los elementos de la naturaleza llegan a entablar un diálogo con los protagonistas. Algo parecido a esas “voces que se acompañan del rumor del aire, el agua o las hojas…” en La corza blanca, donde las risibles experiencias de un pobre pastor son motivo de burla para el hacendado don Dionís y sus monteros, en tanto que la leyenda desarrolla de forma trágica y congruente la relación entre Constanza, la hija de Dionís, y el joven montero Garcés. Finalmente, en La promesa, Bécquer incluye un auténtico romance en verso, que resultará clave en la resolución del dilema amoroso.

Retomando la idea de las ruinas, podemos asegurar, para concluir, que las leyendas de Bécquer están cinceladas en el material más noble y duradero que existe, la piedra, y que con su magisterio, esta no solo habla, sino que además suele tener la última palabra.

Escrito por Javier C. Aguilera 


La vida es bella, de Roberto Benigni

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La popularidad de una obra no siempre equivale a una conjunción de grandiosidad de sus elementos, sino a una conexión extraña con el público. Cuando esta conexión se crea, o resulta unánime, lo cual no suele ocurrir, o crea una división entre quienes aman y quienes odian la obra. Suele suceder sobre todo con el arte que se sirve de recursos evidentes para alcanzar al espectador, pero pese al desprecio que esto supone para ciertos sectores, no resulta tan fácil hallar el éxito de esta forma. E incluso, en muchas ocasiones, sucede inesperadamente.


El optimismo y el sentimentalismo de La vida es bella (1997) seguramente fueron la clave de su éxito. Para una muestra de cómo de inesperados son los acontecimientos, Roberto Benigni alcanzó la fama con esta película, pero no logró mantener el interés internacional, incluso hundiéndose en taquilla y crítica con su visión de Pinocho (2002). Su labor como actor también ha pasado desapercibida, aunque en su Italia natal sí mantenga fama como humorista, incluyendo un espectáculo de éxito, TuttoDante, donde recurría a la inmortal Divina Comedia

Ahora bien, cabe preguntarnos qué tiene de especial esta comedia dramática con la que Benigni encandiló al público e, incluso, a la Academia de Hollywood, alzándose con tres Óscars: mejor película extranjera, mejor actor y mejor banda sonora. La historia nos traslada a los momentos previos de la Segunda Guerra Mundial. El joven y extravagante Guido (el propio director, Roberto Benigni) llega a Arezzo con la intención de abrir una librería. Allí se enamorará de la maestra Dora (Nicholetta Braschi), a quien conquistará gracias a su forma de ser, su optimismo y su sagaz inteligencia. Sin embargo, la felicidad de la familia que conforman años más tarde con un hijo (Giorgio Cantarini) se truncará cuando sean internados en un campo de concentración y exterminio por ser judíos. Guido pondrá entonces todo su esfuerzo en mantener una ilusión para su hijo, intentando simular que aquella terrible situación es tan solo un juego.


Podemos observar claramente dos partes en la película: el inicio de la relación entre Guido y Dora y la estancia en el campo de concentración. Ambas se relacionan en la forma, pero se distancian en la intención. La primera parte es prácticamente una comedia romántica, carente de drama, aunque el espectador sea entrever cómo se introducen elementos que avisan sobre el fascismo y el nazismo. Como mencionábamos, ambas partes se relacionan en la forma, y no en vano toda la película hereda un hacer cinematográfico que nos retrotrae a las comedias clásicas del cine mudo. Observamos en Guido a un personaje chaplinesco (un referente ejemplar y evidente, aunque Benigni también recoge elementos de la comedia típicamente italiana), con continuos despistes, cierta astucia bondadosa y mucha suerte para salir airoso de circunstancias difíciles, incluso gracias a las casualidades. También logra enfadar generalmente a los malos, es decir, a los representantes de la autoridad fascista, como el funcionario Rodolfo (Amerigo Fontani), rival también en el amor, un inspector escolar o un tendero que revela su ideología con el nombre de sus hijos, Adolfo y Benito. 

La relación entre Guido y Dora se forja a través de diversas circunstancias que permiten también observar el crecimiento del antisemitismo, pero también un mundo de desigualdad y clasismo que tan solo el amor, en este caso, logra superar; una idea, que, por otra parte, ha estado presente en el arte desde hace siglos. Lamentablemente, la construcción de este relato, que finaliza con una elipsis temporal hacia la mitad de la película, parece no llegar a sustentar la segunda parte. Nada más comenzar somos testigos de la evolución de la relación romántica, pero también del extremo alcanzando por el control fascista en Italia. Sin embargo, no hay aquí una muestra de venganza personal (Rodolfo ni siquiera aparecerá tras la elipsis), y la única unión con la primera parte será la figura de la madre de Dora (Marisa Paredes), justamente en un momento de reconciliación truncada por las circunstancias, y un personaje de escasa presencia, pero interesante para el tramo final: el médico Lessing (Horst Buchnolz).


A partir de este momento clave en la película, se sucederán los momentos más histriónicos de Guido a la par que los acontecimientos más inverosímiles de la obra gracias a una trama, la del campo de concentración, falta de realismo y seriedad. No obstante, debemos considerar que no era la intención de Benigni atender a ambos factores, pues cuando lo pretende, logra introducir algunas escenas de un gran potencial dramático. Seguramente el tema del nazismo y de los campos de concentración no eran la finalidad de la obra, sino, por el contrario, la del sacrificio de un padre, la de la esperanza y la humanidad en medio de la barbarie. 

El problema reside en que resulta difícil creer al personaje principal, que frente no ya a su hijo, sino al resto de personajes, parece vivir en otra realidad. Un recurso eficaz en la primera parte, que, sin embargo, no alcanza a levantar la sonrisa e incluso se vuelve monótono. De la misma forma que la célebre escena del megáfono resulta irreal si atendemos a auténticos relatos de la supervivencia en estos campos, como Si esto es un hombre(1956), de Primo Levi, también se nota la ausencia de un momento dramático para Guido, una segunda cara que aunque se vislumbra en dos ocasiones, no llega a sostener el doble papel que el personaje debería estar padeciendo. Por contra, tanto Dora como el tío Eliseo son mostrados con toda esa miseria, sin apenas esbozo de alegría, aunque sí esperanza en el caso de la primera gracias, precisamente, a la acción de Guido con la música o el megáfono.


El espíritu de La vida es bella está en esos momentos de optimismo y esperanza, una forma de pensar que impregna todo el relato cinematográfico gracias a Guido y que supera todas las barreras. Pero detrás de este velo que crea Benigni, se observan las carencias antes mencionadas unidas a otras de corte técnico (en muchos aspectos, la película parece más antigua de lo que realmente es). Este tipo de obras se basan en la emoción del espectador, en aceptar lo que nos cuentan y reír o llorar según la ocasión. Estela bajo la que se cobijan otros títulos aún más próximos en el tiempo y sobre el mismo escenario del nazismo, como El niño con el pijama de rayas (tanto libro, publicado por John Boyne en 2006, como adaptación, de Mark Herman, estrenada en 2008).

En definitiva, un ejercicio de escapismo en tiempos difíciles. Quizás haya quien considere que el tema de fondo es demasiado serio para tomárselo con esta ligereza. No es tampoco la primera vez, El gran dictador (1940) no se hubiera realizado de conocerse toda la verdad sobre el nazismo, según declaró Chaplin. Pero, aceptando la ficción, Benigni recupera un modo de hacer cine que nos recuerda a otra época y cuyo contenido queda inmortalizado en muchas de sus secuencias: la mujer que decide subirse al tren por voluntad propia, el tío judío que ayuda a una oficial que le repudia, el último acertijo del médico y el buenos días, princesa. Y un aprecio colectivo superior al auténtico valor de la obra italiana.





¡A ponerse series! (XXIV): Penny Dreadful

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Aunque aún sigue en curso, una producción como Penny Dreadful (título que podríamos traducir como “penique espantoso”, y que hace referencia a una antigua publicación británica de ficción con temas escabrosos y truculentos; Showtime, 2014-15), puede servirnos para comentar tanto lo mejor como lo peor que ofrece una serie actualmente, pues aunque adscrita al género de terror y misterio, algunas de sus características son extrapolables.

Un extraño mal se cierne sobre la ciudad de Londres. Estamos en el año 1891 cuando una enigmática joven que responde al nombre de Vanessa Ives (Eva Green) reclama la ayuda del trotamundos Ethan Chandler (Josh Hartnett), un norteamericano que sobrevive tomando parte en espectáculos que muestran a los londinenses el lado más circense del Salvaje Oeste (un posible guiño a lo que Edison [1847-1931] hizo con Buffalo Bill [1846-1917]). Ambos personajes son “fabuladores” a su modo, por mucho que pertenezcan a ámbitos diferentes, unidos finalmente por el lazo de lo sobrenatural (como elemento oculto de la realidad).

Sin embargo, Vanessa no es ninguna farsante, posee acusadas capacidades de videncia y mediumnidad, y sus aptitudes parecen llevarle más allá de lo “habitual”, como pieza clave de un mundo en el que, al igual que sucediera en los entrañables cócteles de monstruos ofertados por Universal a mediados de la década de los cuarenta, se toman ideas prestadas de aquí y allá, con el fin de desarrollarlas y elaborar un tendido narrativo propio. La idea no está exenta de interés, habida cuenta del sustancial atractivo que siempre han tenido tales propuestas.


De este modo, entran en escena los principales y más reconocibles iconos clásicos -no solo monstruos- de la literatura y el cine de dicho género, proponiendo la serie, más que una relectura, una puesta al día -o noche- de la naturaleza más bipolar de todos ellos (de todos, atención). En este sentido, la renovación propuesta por el guionista norteamericano John Logan (1961) es relativa, y se evidencia más en la forma que en los conceptos.

Pese a todo, los personajes, en su totalidad, presentan otros nexos de unión, aún más fuertes que la mera adscripción a lo heterodoxo, que los emparenta con la esencia vital del ser humano: tanto personas como criaturas “tienen sed” de lo sobrenatural, pues de este conocimiento depende su propia existencia; además de que todos aspiran a su porción de felicidad, aún a riesgo de comprometer esa parte de humanidad que los compone o que pervive en ellos. Pero el polo magnético (y como todo magnetismo, variable) será Vanessa Ives, que se ha asociado con el explorador sir Malcolm Murray (un estupendo Timothy Dalton), el cual trata de recuperar a su hija Mina (Olivia Llellewyn), raptada por fuerzas malignas.

La ambientación se circunscribe a escenarios reconocibles de la época, ya sea debido a la pervivencia de algunos entornos (un club privado), a una labor historicista o al legado proporcionado por el cine o la literatura. Buenos ejemplos son el fumadero de opio que oculta en sus entrañas un peligro aún mayor que el de la droga, la elegante pero “vacía” mansión de sir Malcolm, o las populosas calles de Londres.


Mencionábamos aspectos tanto positivos como negativos. Para comenzar con lo menos grato, empezaré diciendo que -siempre a mi modo de ver- existe un exceso de “pose” en algunos de los personajes, cuyo arquetípico y rígido trazo parece irse suavizando conforma la serie avanza. Un aspecto al que se suman las consabidas secuencias de acción, demasiado entrecortadas y, por lo tanto, visualmente confusas (la equiparación entre velocidad y ritmo parece haberse perpetuado a partir de la década de los ochenta como una maldición).

Pero pese a la impersonal uniformización de las tareas de realización (lo mismo da quien dirija el capitulo, no se aprecian diferencias estilísticas), existe una grata excepción: la secuencia de la visita nocturna al zoológico (episodio III), que retiene la suficiente atmósfera de inquietud.

Por suerte, las instantáneas que remiten a Jack the Ripper, la fotografía azulada y el abuso del montaje entrecortado que se empeña en encorsetar la emoción -todas ellas-, no duran demasiado, y la serie prosigue a buen nivel.


La primera temporada (en esta fastidiosa división, determinada no por necesidades narrativas, sino de producción y emisión) acapara buenos momentos, como la autopsia al ser vampírico en el primer episodio (en cualquier caso, demasiado apresurada, toda fascinación queda sofocada), con la excelente idea de los jeroglíficos egipcios grabados en su interior; la sesión de espiritismo en casa del arqueólogo y lingüista Ferdinand Lyle (Simon Russell Beale), morceau de bravoure olvidada con demasiada prontitud o de nulas resonancias emocionales en el futuro más inmediato de los personajes; o en fin, las terroríficas apariciones de Mina, la desaparecida hija de sir Malcolm.

Especialmente reseñable es la carta que Vanessa escribe a Mina (y a sí misma), si me permiten la redundancia, especialmente bien escrita, y que revela sus inicios como médium (esto en el notable capítulo V, y a pesar de que Vanessa comente, y muestre, que sale a carta diaria, en una exagerado recurso folletinesco).

Por otro lado, la estampa del Museo Británico como lugar “solo para estudios académicos”, se convierte en pura fachada al albergar en su interior el misterio por un periodo de tiempo. Las imágenes tampoco olvidan mostrar la miseria y el hacinamiento de una ciudad en plena expansión socioeconómica.


Pero las transformaciones no solo se refieren a lo físicamente monstruoso, también afectan a la personalidad de unos personajes convertidos en demiurgos. Por ejemplo, el retrato del anatomista Victor Frankenstein (Harry Treadaway), de carácter anti-social, arrogante y centrado solo en “su verdad”, no es precisamente muy halagüeño. El descubrimiento de que su criatura está viva es un momento emocionante que se contrapone a la revelación de que aquel no es su primer experimento.

Respecto a este último, constituye todo un ensayo en el que los comentarios en off resultan prescindibles, puesto que las diferencias con la segunda resurrección (la primera en ser mostrada) son lo suficientemente explícitas, si bien, el diálogo que se establece a continuación entre criatura y progenitor sí que posee la necesaria fuerza dramática: la creación achaca al creador su actuación y naturaleza hipócrita.

Abundando en este personaje artificial (Rory Kinnear), llamado en un principio Calibán, pero más tarde bautizado a sí mismo con el nombre del poeta John Clare (1793-1864), es de destacar su encuentro y relación con el manager de espectáculos de gran guiñol Vincent Brand (excelente Alun Armstrong); una tesitura que lo convierte en una suerte de fantasma de la ópera.

Por su parte, la transformación de Vanessa será la más compleja, tanto por ser psíquica como física (durante un enfurruñado periodo de cohabitación con el maligno). Y es que su constatación de ese otro mundo, mostrada en buena parte por medio del flashback que abarca el referido capitulo quinto, es traumática y le depara la pérdida de más de un ser querido. Por el contrario, la muerte del mítico caza-vampiros Abraham Van Helsing (mantengamos el anonimato) está desprovista de toda dignidad.


Esta primera temporada presenta a otros personajes, como Dorian Gray (Reeve Carney) y sus orgias de qualité, la prostituta Bronna (Billie Piper), el ayuda de cámara y cocinero Sembene (Danny Sapani), al servicio de sir Malcolm, y un joven y simpático acólito de vampiro, llamado Fenton (Olly Alexander).

De breve pero buena presencia es el hematólogo interpretado por David Warner, que pone sobre aviso a Frankenstein acerca del peligro real que suponen los vampiros (IV). Unos vampiros nada glamurosos, sino de aspecto y carácter animalizado, como seres situados en un estadio intermedio, en el que, sin embargo, si existe lo malo ha de existir lo bueno. Razón por la que Vanessa regresará de forma esporádica a terreno sagrado al término de esta primera tanda de capítulos.

Como curiosidad, durante una pelea clandestina e ilegal entre animales (los que asisten a ella y los que luchan), Chandler hace referencia al mítico pueblo desaparecido de los anasazi, situado en su país de origen, los EEUU (IV). Otras asociaciones poseen una resolución aún más visual pero menos imaginativa, como sucede con el laberinto de los setos (V).

La línea entre humanos y bestias se presenta siempre difusa, aunque no necesariamente exenta de atractivo. Por ejemplo, respecto a Dorian y su magnetismo animal (¡eficacia probada al cien por cien!), este no es óbice para que estemos ante un personaje que atesora, de forma muy humana, innumerables retratos en las paredes de su mansión, como testigos estáticos, no tanto de su depravación, como de su soledad.


Otros aspectos destacan en la segunda temporada. En primer lugar, la renuencia de Vanessa a aceptar cualquier tipo de ayuda por parte de sus compañeros (por ejemplo durante la excursión al parque, temporada II, capitulo I), escindida en una naturaleza dual y cruel, que la forzará a decantarse en uno u otro sentido para poder hallar una salida, no solo para ella, sino también para las personas que le rodean.

Una deriva personal que también se focaliza en el personaje de Victor Frankenstein, ahora menos estereotipado, convertido incluso en feliz Pigmalion. El viaje del doctor a la compasión y la comprensión de aquello que no se palpa (algo muy distinto a la mera credulidad), le confrontará con sus propias palabras: no hay misterio inextricable, yo supero las batallas de la vida; todos se rinden frente a mí.

También advertimos un mayor refinamiento en el tratamiento del paisaje urbano y la figuración, si bien, esta no deja de ser eso, una figuración tan pasiva que ni siquiera se inmuta cuando un carruaje se desboca y alguien está a punto de morir atropellado en plena calle. Circunstancia a la que se agrega el desvaído espectáculo de una sociedad burguesa siempre dispuesta a rellenar los salones a ritmo de vals, pese a no haber cultivado el trato con los anfitriones (debe ser lo que se llama la masa sin rostro, probablemente, otro tipo de monstruo).


Pese a ese distanciamiento vital -o a causa de él- se produce una mayor interacción entre los personajes. Así sucede con Vanessa y John Clare, Vanessa y Victor, este último y su nueva criatura, Lily (de nuevo Billie Piper); esta y Dorian (de forma incipiente), Sembene y Chandler, y por descontado, entre Vanessa y Chandler.

En esta ocasión, la amenaza se perpetúa en forma de unas brujas, seres asociados directamente con el maligno in person, que, como final de temporada, propician el particularísimo descenso a los infiernos de Vanessa (un lugar en el que Gray lleva confortablemente instalado largo tiempo), seguida muy de cerca por Victor, y pese a su victoria pírrica sobre dichas brujas.

Tras la feliz idea de evocar el teatro de grand gignol (a pesar de la disparidad cronológica con la ficción: el teatro se inauguró en 1897, el mismo en que vio la luz la novela Drácula de Bram Stoker [1847-1912]), este da paso a la exhibición de un museo de figuras de cera, en el que se recrea e inmortaliza el horror que ha acontecido realmente en la ciudad.

Podemos añadir aquella por la cual John Clare, que en su proceso de “humanización” sigue una senda paralela a la de otros personajes, se interesa por unos enfermos del cólera -y del progreso mal entendido-, que han sido trasladados a unas catacumbas a las afueras de la ciudad. Unos parias apartados del resto de la sociedad atendidos por otro paria. A la semántica de la palabra monstruo se incorporan continuamente nuevas acepciones.

Así mismo, y ya que hicimos mención de la gramática, destaca la incorporación en la trama de una “lengua del diablo”, contemplada como un lenguaje mítico aunque real, plasmado en los rituales de distintas culturas. Se concreta en algunos diálogos y en forma de un mensaje cifrado y segmentado en objetos de diversa índole (II: VI). Todo un enigma lingüístico cuya descodificación y traducción desvelará otra naturaleza desdoblada; esta vez, la del propio mal (II: VIII). De igual modo, rituales ciertamente viscerales evidencian todo un simbolismo de la sangre.


No obstante, entre los aspectos más descompensados de la narración, en esta segunda temporada, Penny Dreadful hace equilibrios continuos entre dos posturas fácilmente antagónicas: tomar en vano el factor sacro, pero a su vez, presentarlo como verdadero (II: IV), en atención, seguramente, a mantener el escepticismo que es preceptivo en estos casos, encaminado a sostener un enfrentamiento del bien contra el mal sin excesivos matices teológicos (lo que como agnóstico siempre me ha llamado mucho la atención). Concepción filosófica algo maniquea en la que el reverso bondadoso (o Dios) solo se esgrime para reprocharle todo lo que de malo ocurre –que para eso está-, mientras que el mal (o lo diabólico) comparece de forma más definida o presencial y, por descontado, más tentadora. En este sentido, el diablo solo se puede manifestar a través de su legión de ángeles caídos en combate, todos ellos a su ciego servicio y, a veces, como en el caso de las brujas, mostrando una apariencia física de andar por casa que no se corresponde con la realidad.

Debo proseguir esta labor de abogado del diablo y señalar otra torpeza narrativa, como es el hecho de que, visto lo visto -y vivido-, sir Malcolm acuda solo a la (por otra parte, estupenda) morada de la bruja, o que la policía que vigila la mansión del trajinado explorador, de repente, brille por su ausencia, cuando el resto del grupo la abandona para, precisamente, acudir al rescate de sir Malcolm (II: IX).

Hasta aquí las lamentaciones, pues aunque uno tiene, a veces, la impresión de estar escuchando a personajes del siglo XXI y no del XIX, no podemos dejar pasar por alto otros buenos momentos, como el nuevo flashback de Vanessa, que refiere su iniciación con la bruja buena Joan Clayton (Patti LuPone; II: III), en su cabaña del páramo (¿de Dartmoor?).


A estos aspectos positivos debemos añadir la incorporación del inspector Bartholomew Rusk (Douglas Hodge; II: V) o la bien traída equiparación de las figuras del museo de cera –que parecen tener vida- con los fetiches de las brujas -que de hecho, la tienen-.

Un museo regentado por una auténtica familia de desaprensivos, en la que es de agradecer la revelación del típico personaje invidente (Tasmin Topolski), como una figura nada al uso (otro tipo de monstruo con un disfraz diferente, el de dechado de bondad; II: IX).

Como guinda del pastel, sobresale el duelo final entre Vanessa, el diablo y su mediadora, madame Kali (Helen McClory; II, X; no obstante, hasta llegar a él, la resolución se ralentiza en exceso con el acoso de los fantasmas familiares de sir Malcolm); sin olvidar otros acertados apuntes como la observación de Sembene de que el pasado nunca se va (II: I), los desvencijados y oxidados instrumentos y receptáculos de Victor Frankenstein, el muy distintivo comportamiento de este frente a su nueva criatura (la tercera), la imagen que emparenta a madame Kali con la sangrienta condesa Bathory (1560-1614), por medio del plano que la muestra en el baño; la doble personalidad de Ethan Chandler hasta la hora de su transformación, Lily y los efectos secundarios de su renacimiento (una vez recobrada la memoria, II: VII), la charla entre Victor y sir Malcolm (II: VIII), diametralmente opuesta a la de su primer encuentro en el club; o el instante en que Gladys (Noni Stapleton), la esposa de sir Malcolm, decide cortar por lo sano, recobrando la cordura momentos antes de morir (¡al menos en este plano!), y constatando cómo la imagen de pesadilla que la acosaba no era real (II: V).


Los misterios se contraponen, todos ocultan los suyos propios y, en principio –si la tercera temporada no lo remedia-, todos se encuentran incapacitados para ayudarse a sí mismos aunque lo deseen (II: VIII).

En definitiva y pese a sus imperfecciones, Penny Dreadful añade a la cuidada atmósfera un guión salpicado de ideas brillantes: un nuevo ejemplo lo encontramos en la necesidad de Chandler de hallar un testigo de su propia transformación, ya que desconoce la imagen de la misma; solo las consecuencias (II: VII).

Ya conocemos todos los delitos y faltas. Ahora solo nos cabe, deseando que la serie no se prolongue ad infinitum, ver cómo van a afrontarlas los atormentados personajes de Penny Dreadful.

Escrito por Javier C. Aguilera 


Clásicos Inolvidables (LXXVII): Fuenteovejuna, de Lope de Vega

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La vida de Félix Lope de Vega y Carpio (1562-1635) ha estado teñida de novelescas historias personales, generalmente relacionadas con sus relaciones amorosas, fundidas con una prolija producción literaria, especialmente teatral. La fama alcanzada en las tablas como muestra de su genialidad escritora le valieron el sobrenombre de Fénix de los ingenios, a la par que la denominación de Monstruo de la Naturaleza, en palabras de Cervantes, por la ingente cantidad de obras, esencialmente teatro y poesía.

No obstante, el nombre de Lope de Vega está íntimamente ligado al del teatro del Siglo de Oro, debido no solo a sus grandes dotes dramatúrgicas, que le valieron el favor del pueblo, sino también porque su poesía ha procedido generalmente de sus obras teatrales. Además, debido a la cantidad (por ejemplo, se especula que escribió más de mil comedias o tres mil sonetos), no siempre se le ha prestado la suficiente atención, a pesar de ser uno de los grandes poetas de lírica barroca, junto a Góngora y a Quevedo. De la misma forma, hoy prestaremos atención a una de sus obras más conocidas: Fuenteovejuna.

La trama de la obra nos transporta a 1476, momento de tensiones políticas y sociales por la Guerra de Sucesión Castellana entre Isabel la Católica y su sobrina, Juana de Trastámara, popularmente conocida como la Beltraneja. Durante esta guerra, la Orden de Calatrava tomó posesión de Ciudad Real por la fuerza, ocasionando una brecha en las defensas castellanas contra las portuguesas (aliadas de Juana), hecho por el que finalmente el Maestre de la Orden se disculparía a los Reyes Católicos al ser derrotado. La obra dramática de Lope sitúa como ideólogo de esta acción al Comendador Mayor de la Orden, Fernán Gómez, el tirano de esta comedia. Al regresar victorioso de Ciudad Real a su encomienda, Fuente Ovejuna, mantendrá un dominio basado en la fuerza y en la lujuria. Ante el desarrollo de diferentes injusticias, incluyendo la deshonra de distintas mujeres, el pueblo se alzará contra él para matarlo. 

Lope de Vega
Como hiciera siglos más tarde Federico García Lorca con obras como Mariana Pineda(1928) o Bodas de sangre (1933), Lope de Vega se basará en un suceso real para la creación de esta obra. En este caso, Lope pudo beber de la fuente de la Crónica de las tres Órdenes y Caballerías de Santiago, Calatrava y Alcántara (1572), de Frey Francisco de Rades y Andrada, que recoge tanto la toma de Ciudad Real por parte del Maestre de Calatrava, subtrama político-militar en la obra, como el caso insólito de Fuente Ovejuna, centro argumental. Además, y de manera posterior, el acontecimiento fue también tomado como argumento para otra obra barroca, Fuente Ovejuna, de Cristóbal de Monroy y Silva (1612-1647).

En la clasificación clásica, esta obra podría ser considerada una tragicomedia, en tanto que a pesar de los sucesos trágicos, con respecto al asesinato del Comendador, se sobrepone un final feliz. El propio Lope la identificó, sin embargo, como una comedia histórica, el primer término por ser un término más laxo en su época, el segundo por partir, como hemos visto, de un hecho histórico, a pesar de los numerosos sucesos inventados por el autor.

Fuenteovejuna muestra el saber hacer de Lope en la dramaturgia, aún cuando ciertos elementos, como la construcción de algunos personajes, se asienten sobre la base de su copiosa producción, al reconstruir algunos caracteres similares con otras obras de su autoría. La trama se desarrolla entre dos planos asimétricos en longitud: el del pueblo de labriegos y el de la corte real (principalmente por Don Fernando y Doña Isabel, los Reyes Católicos, y por Don Manrique, padre de Jorge, a quien dedicó sus célebres coplas) y la nobleza, notándose la diferencia esencialmente en el lenguaje empleado y en la métrica.

Sin duda, el apartado más interesante y rico es el relacionado con el pueblo de Fuenteovejuna, donde se desarrollan todos los sucesos relevantes en la obra, incluyendo características de la poesía pastoril. Así, cuando se introduce en la comedia al pueblo, representado en esta primera ocasión por los jóvenes Laurencia, Pascuala, Mengo, Frondoso y Barrildo, se dará pie a dos situaciones seguramente atípicas en la realidad: el recurso del tópico de menosprecio de corte y alabanza de aldea durante el diálogo, criticando la hipocresía de los círculos sociales elevados, y un debate filosófico (que sirve para mostrar una imagen elevada de los personajes pastoriles) en torno al concepto del amor, incluyendo hasta tres líneas de pensamiento distintas. Esta primera mención al amor también permitirá situar en contexto las actitudes de dos de los personajes centrales, por su relevancia a lo largo de la obra, Frondoso y Laurencia.

Tristán e Isole. La Muerte, de Rogelio de Egusquiza (1845-1915)
Comendador: Ya es ida. Infame, alevoso,
suelta la ballesta luego.
Suéltala, villano.
Frondoso: ¿Cómo?
Que me quitaréis la vida.
Y advertid que Amor es sordo,
y que no escucha palabras
el día que está en su trono.(pg. 41)

Ambos serán los amantes de la comedia. Ella negará en un principio toda clase de amor, especialmente cuando se muestre el deseo lascivo del Comendador en sus intentos por deshonrarla; serán dos las ocasiones, la primera provocando la huida de Lucrecia y la segunda, frustada por Frondoso al defenderla con una ballesta. Solo surgirá en ella la admiración en el labriego cuando este muestre sus buenas intenciones, relacionadas con la mención al matrimonio. Precisamente, el amor será la excusa empleada por Lope para permitir que Frondoso se enfrente al Comendador, al que, como su señor, no debería poder ofender según las relaciones de vasallaje medievales.

Resulta imprescindible hacer mención a este hecho dado que el atropello que cometerá Fernán Gómez hacia los recién casados será la apertura de la caja de Pandora hacia la referencia de otros crímenes similares (cuestión que se había vislumbrado en otros diálogos), originando una unión basada en el amor social que permite al pueblo alzarse contra su señor. Debemos tener en cuenta, además, que el pueblo en sí se considera deshonrado y que, para el pensamiento de la época, la honra suponía la vida, dado que era otorgada por Dios, y su ausencia, por tanto, te apartaba de la existencia. Esa es la lógica que mueve a caballeros de las gestas medievales, como el Cid (tanto por el destierro como por la afrenta de Corpes), a recuperar la honra perdida, o lo que moverá a Rosaura, en La vida es sueño(Calderón de la Barca, 1635), a vengarse de quien la había deshonrado, viviendo hasta cumplir tal cometido en una existencia incompleta.


Comendador: Conquistará poco amor.
Es llave la cortesía
para abrir la voluntad;
y para la enemistad
la necia descortesía.(pg. 19)

Por otra parte, Lope justificará la acción del pueblo centrando en el Comendador todas las características negativas posibles, como el orgullo vanidoso, mostrada al inicio de la obra, cuando espera impacientemente al Maestre de su Orden; la lujuria, principal origen del abuso hacia el pueblo, llegando a enviar a sus siervos a por sus víctimas o incluso compartiéndolas con ellos; o la deslealtad a la Corona, relativa a la conquista de Ciudad Real. El dramaturgo pondrá en boca de Laurencia la definición de Fernán Gómez: de no veros con la cruz (de Calatrava, bordada en sus vestimentas), os tuviera por demonio.

Sobre el desarrollo final de la obra, debemos mencionar la falta de truculencia en escena, desdoblando la acción entre lo que se presenta al espectador y lo que se oye o se explica a través de los personajes. Se presentarán así descripciones varias sobre las acciones contra el Comendador y parte de sus siervos así como las posteriores menciones a las torturas que recibirá el pueblo para que confiese el culpable, incluyendo a niños (aunque sin resultado, siempre responderán que Fuenteovejuna lo hizo, convirtiendo así al pueblo en un personaje -colectivo- más de la obra). Tan solo la cabeza del Comendador hará aparición insertada en una pica y como parte del escenario. En este sentido, el sentido dramático de Lope es más cercano al Manierismo que al Barroco, algo sobre todo visible si comparamos esta versión de la historia con la realizada años más tarde por Cristóbal de Monroy.


Flores: [...] Rey supremo,
mis heridas no consienten
dilatar el triste caso,
por ser mi vida tan breve.
De Fuente Ovejuna vengo,
donde, con pecho inclemente,
los vecinos de la villa
a su señor dieron muerte. (pg. 133)

Debemos destacar el control de la escena que mantiene Lope durante toda la comedia, insertando elementos paulatinamente, como la mención a los delitos del Comendador así como manteniendo la intriga al concluir los actos con momentos de clímax. A continuación, incluirá conversaciones anticlimáticas, bien narrando lo sucedido anteriormente (debemos recordar que entre la representación de la obra se podía realizar un entremés, por lo que era necesario resituar al espectador en la acción) o incluyendo escenas dedicadas al amor o al humor. En este sentido, debemos mencionar a Mengo, personaje labriego que permite relajar la acción dramática con sus chanzas. Por último, la inclusión de letrillas que simulan ser populares, acompañados por música, sirven también como recurso contra la tensión, siendo empleada, por ejemplo, tras el cruento asalto al Comendador.

Por otra parte, debemos comentar algunos aspectos sobre la popularidad de esta obra. A través de los estudios métricos de la obra, se ha determinado que tuvo que ser escrita entre 1612 y 1614, siendo una de las numerosas producciones que Lope escribió sin tener un enorme éxito entre el público de la época. La obra obtendría fama durante el siglo XIX tanto por ser descubierta, gracias a traducciones, y representada en el resto de Europa (curiosamente, la primera representación moderna sería en Moscú, en 1876) como por la reivindicación y el entusiasmo de Menéndez Pelayo hacia la misma. A partir de entonces, sería empleada en el siglo XX como ejemplo del uso del pueblo como personaje colectivo, entendiendo a Lope como el descubridor de este concepto, aunque también sería manipulado para adaptarse al ideal de la lucha por la libertad contra la tiranía de cualquier condición, llegando incluso a suprimir el papel de los Reyes Católicos. Ello ha dado pie a numerosas interpretaciones y, también, a acrecentar la fama de la obra, incluyendo numerosos estudios sobre la misma.

Los Reyes Católicos administrando justicia (1860), de Víctor Manzano.
No obstante, no debemos perder la perspectiva de las intenciones y de la ideología del autor, muy distates de la opinión e interpretación generalizada en el siglo XX. Aunque haya podido ser considerada como una gran obra teatral democrática, en tanto a que el pueblo se rebela contra la tiranía del comendador, lo cierto es que Lope sigue situando la necesidad del pueblo de tener un señor, pasando del Comendador a un señor superior, el rey, representado en esta época por los Reyes Católicos.

Aún cuando hoy nos resulte más acorde la lucha contra el poder corrupto, no debemos recriminar al autor ser hijo de su tiempo, aún menos si tenemos en cuenta que Lope fue defensor de la nobleza, además de servir como secretario al Duque de Sessa. En este sentido, es curiosa la concepción de Menéndez Pelayo sobre la obra, que la consideró reveladora sobre el carácter español, tan sentidamente democrático como monárquico. A pesar de ello, podemos entender Fuenteovejuna como un acercamiento a la justicia, una justicia representada por un pueblo que se siente ultrajado y que requiere soluciones, aunque resulten dramáticas. El triunfo social del pueblo es celebrado entre gritos contra la tiranía.

En conclusión, una muestra a partes iguales del ingenio de Lope, cuya lectura en la actualidad nos ofrece un nuevo punto de vista, distante seguramente del que tuvo su autor, pero no por ello incorrecto. Las letras se renuevan a cada lector que se embarca entre las páginas de un libro. En el caso de la brillantez de ciertos clásicos, la clave se sitúa en ser capaces de ofrecernos aún hoy algo nuevo sobre nosotros o sobre el mundo que nos rodea.

Ocaso (Fotografía de LJ)
LAURENCIA: Amando, recelar daño en lo amado
nueva pena de amor se considera;
que quien en lo que ama daño espera
aumenta en el temor nuevo cuidado.

El firme pensamiento desvelado,
si le aflige el temor, fácil se altera;
que no es a firme fe pena ligera
ver llevar el temor el bien robado.

Mi esposo adoro; la ocasión que veo     
al temor de su daño me condena,
si no le ayuda la felice suerte.

Al bien suyo se inclina mi deseo:
si está presenta, está cierta mi pena;
si está en ausencia, está cierta mi muerte. (pg. 138)



Otros mundos (XV): Experiencias en la frontera, de Paloma Navarrete

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A lo mejor tenemos más compañía de la que creemos. Aunque no la podamos ver a simple vista, es posible que no estemos tan solos cuando estamos solos.

De hecho, ¿y si realmente existen personas para las que, merced a una capacidad más desarrollada y cultivada, esa compañía no resulta tan invisible y silenciosa como para los demás? ¿Y si realmente estamos compartiendo con otros nuestro universo más cotidiano?

Hoy les propongo un documento de excepción. Un testimonio de primera mano -y mente- titulado Experiencias en la frontera (Cúpula Enigmas, 2014) de la psicóloga y licenciada en farmacia Paloma Navarrete (-).

Su interés se centra en las capacidades como sensitiva de la autora, bien en solitario, bien como miembro destacado del equipo de investigación de fenómenos paranormales Hepta, creado en 1987 por el jesuita José María Pilón (1924-2012), con el fin de abordar el estudio científico de toda esta fenomenología.

Y es que la experiencia con la energía que conocemos nos remite continuamente a un plano físico, circunscrito a la práctica del medio que nos rodea. Pero esa energía se puede transformar, incluso conservar los rasgos más vitales del carácter y trascender dicho medio. Al menos, esta es la tesis que, en principio, explicaría los sucesos de los que participan los sensitivos, por medio de una “sintonización energética”.

En este sentido, la labor desarrollada con el Grupo Hepta o el Estudio XIII, se distancia notablemente de meras indagaciones “esotéricas”, más o menos folclóricas (Una difícil negociación). Nuestras estructuras neurológicas procesan la realidad de forma diversa en cada uno de nosotros, estableciendo distintas realidades, como resume en su prólogo el doctor José Miguel Gaona (-).

Navarrete propone un somero repaso por los distintos soportes de la videncia para, a continuación, adentrarse en su formación y experiencia de la mano de un chamán (don Diego) a lo largo de sus tres años de permanencia en Guatemala. Un aprendizaje que incluye su muy interesante contacto con los cuatro elementos primordiales de la naturaleza, tierra, aire, fuego y agua, que afianzarán su particular modus operandi, expuesto con precisión en el epígrafe La bola de cristal, un objeto tan propio como de los otros

Son las suyas experiencias siempre expuestas con humildad y colmadas de humanidad, como asevera su colaboración en el paradero de personas desaparecidas (en una de las cuales no es difícil reconocer al atracador apodado el Nani [1954-1983]). Con una prosa tan cordial como natural, y en el caso de los ejemplos más sobrecogedores, conscientemente desdramatizada, Paloma Navarrete aborda por medio de sus experiencias, y no por vía teórica o ensayística, cuestiones trascendentales que nos interesan prácticamente a todos los mortales: la posibilidad de vida después de la vida, y el probable tránsito de una existencia a otra.

Our ends are beginnings por Paradisiacpicture
Desfacedora de entuertos a ambas orillas de lo que denomina la interfase, es esta otra dimensión o estación de tránsito, poblada por lo que antes conocíamos como almas en pena, personajes que interaccionan con nuestro presente, hasta el punto de llegar a contestar preguntas muy concretas.

Y curiosamente, muchas de estas manifestaciones encuentran a veces una confirmación bastante empírica a este lado de la realidad, no solo por medio de la investigación histórica (por parte de familiares, amigos, la policía o los propios investigadores), sino también con el concurso de diversos aparatos de medición, como magnetómetros, cámaras, termómetros o magnetófonos… buena ilustración de ello la encontramos en Los miedos); aunque el más complejo y satisfactorio aparato de análisis siga siendo el cerebro humano. Como ejemplos de corroboraciones de tipo histórico (registros de la propiedad, etc.), remitimos a los casos de La bella Catalina, Los peregrinos o Túneles y mazmorras.

Llama además la atención algo que generalmente no suscita nuestro interés, como es el apego que otorgamos a determinados objetos. Un cariño inadvertido pero peculiar que parece cargarlos de un valor muy especial de cara al futuro.

La importancia de olores, sabores… impresiones de fisicidad muy vívidas y plenas de detalles, más la posibilidad de volver a sentir o estar junto a las personas que realmente han significado algo para nosotros, forman parte de un tiempo y un espacio que dejaron de ser fronteras infranqueables(pg. 32).

Dream Network por Noisecraft
Es por ello que no podemos dejar de recordar, al menos de cuando en cuando, a todos aquellos que gozaron y padecieron antes que nosotros, pero igual que nosotros. Algunos de ellos reclaman la justicia que no lograron en vida, o bien no quieren que se produzca una deslealtad -o lo que ellos consideran tal-, ahora que están al otro lado. Incluso el motor de algunas de las investigaciones las proporciona una motivación tan humana como es la localización de un tesoro (¡o de ambas cosas, probidad y peculio!, como sucede en La casa de las sirenas).

Tampoco deja de ser conmovedora la precisión en las fechas que ellos rememoran y que refieren acontecimientos de la vida que tuvieron. Esta información se nos muestra como un inapreciable tesoro de su paso por este mundo.

Significativamente, el libre albedrío también funciona en la interfase; nada se puede hacer si ellos no lo aprueban o deciden permanecer aquí, en su estadio intermedio. En este sentido, existen casos verdaderamente espeluznantes, aunque sin duda, los más dramáticos (¿crueldad del más allá?) se refieren a los niños.


De hecho, más que dada a las premoniciones, como se asegura bienintencionadamente en la cubierta, parece que las premoniciones son muy dadas a Paloma Navarrete. Su auténtico don de gentes queda perfectamente evidenciado en Experiencias en la frontera, su autobiografía esotérica, como ella misma la ha denominado. Un libro de memorias que se desdobla en una maravillosa percepción de lo que conocemos como vida real, y donde hacen acto de presencia imágenes, canales y percepciones que fluyen de forma natural y no traumática. La representación de un destino que hace que dos personas puedan encontrarse siempre.

Inigualable sensitiva y conocedora de muchos arcanos mayores, con su ejemplo y confianza, Paloma Navarrete es la persona que nos ha enseñado a todos los interesados en estos temas a no tener miedo.

Escrito por Javier C. Aguilera


Adaptaciones (LII): Los mundos de Coraline, de Henry Selick

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Cuando no dependemos de nosotros mismos y estamos atados a las circunstancias familiares podemos encontrar nuestra libertad y, sobre todo, nuestra felicidad secuestrada. De niños, somos víctimas de las decisiones de los adultos, aún cuando ellos no se plantean exactamente cómo nos afectan. No son pocas las ocasiones en que se ha planteado esta angustia infantil, que suele transformar en rebeldía adolescente, en algún medio artístico. Una de las más decisiones más habituales con respecto a este tema es la mudanza, el desgarro del lugar que se considera un hogar, de unas relaciones establecidas, hacia otro sitio que, en principio, supondrá un choque y, después, un necesario reinicio de nuestras vidas.

En esos momentos vitales, los niños pueden recurrir a la imaginación, a la lectura o, en definitiva, a un mundo interior, rico y fantástico. Varias historias de muy distinta calidad han tratado esta temática del sentirse fuera de lugar, podemos mencionar Del revés (Inside Out, 2015) como una película de animación reciente que ha tratado no solo el tema del desgarro del hogar, sino también del paso de la infancia a la adolescencia. 

Pero si nos adentramos en los mundos de fantasía, hay precedentes tan claros y célebres como Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll, 1865; así como sucesivas adaptaciones, destacando la producida por Disney en 1951) o El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001). Por no mencionar narraciones que hacen referencia a otra realidad a la que los protagonistas, siempre niños o jóvenes adolescentes, son capaces de llegar: El mago de Oz(Frank Baum, 1900; adaptación de Victor Fleming, 1939), Peter Pan (J.M. Barrie, 1904; adaptación de la factoría Disney en 1953), Crónicas de Narnia (C.S. Lewis, 1950-1956) o Un puente hacia Terabithia (Katherine Paterson, 1977; adaptación de Gabor Csupo, 2007) pueden servir de muestra. La propuesta de hoy tiene un tono más oscuro (aunque los ejemplos anteriores proporcionen cierto espacio a temas escabrosos), debido esencialmente a una íntima relación con los intereses del autor original, al que nos referiremos luego, y una estética que se relaciona con la trayectoria de su director, Henry Selick (1952-). 

Aunque la sombra de Tim Burton sea alargada, debemos recordar que la dirección de una obra tan conocida y popular como Pesadilla antes de Navidad(Nightmare before Christmas, 1993) fue de este cineasta estadounidense. Animador formado en la compañía Disney, su debut como director fue la película de Jack Skeleton y, posteriormente, James y el melocotón gigante (James and the Giant Peach, 1996), también producida por Burton y con distribución de Disney. Este binomio, especialmente la primera, reveló el arte de Selick para el stop-motion, aunque debemos tener en cuenta que no todo fueron éxitos: Monkeybone (2001) fue un desastre en taquilla y en crítica.


El director se realzaría con Los mundos de Coraline (-errática traducción del sencillo- Coraline, 2009), con producción del estudio de animación Laika, responsables de otros largometrajes de stop-motion como El alucinante mundo de Norman(ParaNorman, 2012) o Los BoxTrolls (2014), y basándose en la novela juvenil homónima, publicada en 2002, de Neil Gaiman. Resulta relevante mencionar al autor en el que se basa el guion, escrito por el propio director, dado que algunos temas propios de Gaiman están presentas en la adaptación final, a pesar de los cambios con respecto a la fuente original.

Ambos, Gaiman y Selick, nos demuestran con esta obra dos cuestiones claras: por una parte, que este tipo de propuestas no son patrimonio exclusivo de Burton (quien, por cierto, continuó de forma similar con La novia cadáver en 2005), lo cual no quiere decir que Coraline se asemeje a Pesadilla antes de Navidad, pero sí podemos señalar que habita en parámetros similares; y, por otra parte, que el género del cuento, en este caso del cuento de terror, sigue vigente y pudiendo hacernos disfrutar, heredando fórmulas de los cuentos clásicos, pero también de autores como Carroll.


Tras mudarse con sus padres a los Pink Palace Apartments, una casa parcelada en varios departamentos, Coraline se siente aburrida e ignorada tanto por el cambio como por la actitud de sus padres, entregados al completo a su trabajo: un catálogo de jardinería. La vida en este nuevo lugar se torna gris, incluyendo a unos vecinos estrafalarios (en la buhardilla, un ruso obsesionado con el ejercicio y con un circo de ratones; en el sótano, unas viejas glorias del teatro)  y a Wybie, de su misma edad, pero con una actitud un tanto repelente para nuestra protagonista. Sin embargo, cuando Wybie le regale una muñeca con su mismo aspecto, Coraline será capaz de adentrarse a través de una misteriosa puerta a un mundo distinto, un mundo hecho para maravillarla: sus padres se muestran atentos, sus vecinos son impresionantes y tiene todo lo que quiere a su alcance... Pero pronto se dará cuenta de que este sueño tiene un precio que no está dispuesta a pagar.

El tema clave al que se enfrenta la obra es la insatisfacción de Coraline ante su vida, asunto que realmente no se soluciona, sino que trata de mostrar la necesidad de apreciar lo que tenemos a la par que a tener cuidado con aquello que deseamos. Cuestiones poco originales, aunque bien planteadas en la película. No obstante, y como nota a tener en cuenta, la resolución no es positiva, sino más bien conformista: sí se plantea un cambio en los padres, por haber finalizado su trabajo, pero realmente el cambio esencial se ha producido en Coraline, de forma interna.


Ante el argumento presentado, podemos percibir una estructura de doble realidad. La primera, real, donde debemos aceptar un mundo triste y gris, un lugar donde Coraline no es feliz y donde ella destaca, precisamente, por aportar la luz. Así lo señala su chubasquero amarillo, pero también su interés por los guantes naranjas frente al uniforme escolar grisáceo. No es una realidad atractiva, ni tampoco fácil para ser feliz. Por contra, el mundo mágico, una realidad colorida donde Coraline es continuamente satisfecha sin ningún esfuerzo y todo parece hecho a su medida. 

Sin embargo, no estamos ante dos planos que no se toquen, sino ante una visión bipolar de un mismo mundo. En cierta forma, el mundo mágico está creado como antítesis positiva del mundo real, pero conforme avanza el tiempo, se revela como un lugar aún más terrible que esa realidad de la que se pretendía escapar. No es tampoco extraño encontrar en una historia de Gaiman un mundo mágico que entremezcla entes malignos con seres bondadosos, y aquí seremos testigos de algunas criaturas que, a pesar del mal que pueden sufrir, se atreven a ayudar a Coraline cuando el sueño se torna en pesadilla.


Desde la escena inicial, la presencia del personaje malévolo es inquietante y parece estar presente desde un pasado lejano, sintiéndose como si siempre hubiera estado ahí, como una amenaza sempiterna no solo para Coraline, sino para cualquier niño insatisfecho. En este sentido, podemos entenderlo como un trasunto de bruja similar a la del cuento de Hansel y Gretel, incluso como un flautista de Hamelin o un reverso oscuro de Peter Pan. Realmente, esta otra madre está envuelta en el misterio más absoluto, como los personajes clásicos, al no existir explicación alguna para el mundo mágico en sí, que acaba por ser aceptado por Coraline con total naturalidad, a pesar de un primer extrañamiento y una necesaria huida final.

Resulta también extraño el viaje entre ambos mundos, ya que encontramos a nuestra protagonista cruzando físicamente un túnel, para después regresar a su casa a la mañana siguiente de forma no física. Una elipsis que va contra otras ideas mostradas posteriormente y que se debe, sin duda, a un agujero en la trama por un fallo de adaptación: en el libro todas las vivencias del mundo mágico suceden en una misma noche. A pesar de ello, la continuidad de los días y la comparativa entre ambas realidades permite aumentar tanto la insatisfacción del personaje como la inquietud que provoca el otro lado del túnel.


La película derrocha ocasiones en las que advertir de algo funesto, como los ratones que comentan peligros cercanos o las lecturas de posos de té. Precisamente, los estrafalarios vecinos serán justamente necesarios como símiles a los que recurrir en el mundo mágico, pero también como señales de queno todo es lo que parece. Centrándonos en las dos ancianas actrices, estas muestran algunas claves, incluyendo un objeto vital para el desarrollo de la trama, a la par que ofrecen al espectador algunos chistes negros, como los perros disecados.

Sin embargo, cabe mencionar el hecho de que la película es enteramente Coraline: el resto de personajes secundarios están presentes a partir de su aventura y no aportan ninguna subtrama. En este sentido, están desaprovechados, especialmente Wybie, creado ad hoc para la película y que aporta una especial conexión con el personaje central, pero con una forma de ser y una historia muy desdibujadas. Se nota también el intento por provocar que la casa sea un personaje más, como pudiera suceder en Monster House (Gil Kenan, 2006), pero solo funciona en el tramo final de la obra y no, por ejemplo, en las partes relativas a la realidad cotidiana. Mejor suerte corre Gato, que resulta un gran contrapunto como acompañante de Coraline.


Ahora bien, la película está falta de cierta desarrollo, se queda ciertamente corta y le falta cierta capacidad de conexión con el espectador. Si bien es cierto que los paralelismos encajan a la perfección, incluyendo una secuencia desde el mundo real, pasando por un mundo mágico y, finalmente, un mundo mágico destruido, la obra da la sensación de poder haber dado más. El espectador puede seguir interesado en obtener más claves o más puntos de unión con lo que se supone que debe sentir. Incluso la aventura final resulta breve y no nos proporciona un clímax total. 

Así pues, se siente algo reducido y carente. Por señalar un ejemplo, la oportunidad para vencer a la villana, en este caso, resulta irrisoria: un trato que no implica acción para el malvado, un juego de búsqueda sin sentido donde incluso la protagonista recibe ayuda en lo más evidente. No obstante, cabe destacar el encuentro final, con la simulación arácnida, y sus postrimerías, situadas ya en el plano real (comprobación definitiva de que el mundo y la experiencia que Coraline ha vivido es auténtica).


Finalmente, el cuento cuenta con las carencias propias no solo de su género, sino también del estilo de animación empleado. El stop motion supone un gran esfuerzo para filmar algo mínimo, lo que supone que las historias no sean siempre tan redondas como podrían resultar. No obstante, no estamos ante una mala narración de terror, incluyendo algunos elementos propio de fobias, sin faltar los insectos, la araña o las extrañas y peculiares muñecas. También colabora una banda sonora compuesta por Bruno Coulais, también responsable de la música de Los chicos del coro(Les choristes, Christophe Barratier, 2004), que concurre con las escenas con naturalidad y aportando aún un tono sombrío gracias a las voces corales.

En definitiva, no estamos ante una mala película, quizás viviendo desapercibida bajo la sombra alargada de Pesadilla antes de Navidad, sino, más bien, ante una historia que pedía más, lo cual no es un aspecto negativo: supone que ha logrado captar el interés, aunque al final no haya cumplido con todas las expectativas. Como último comentario, no podemos más que decir que a pesar de las escenas de miedo, el auténtico terror se sitúa en no encontrarnos a nosotros mismos en nuestra realidad o perdernos a otros mundos porque no hallamos ninguna respuesta en quienes deberían estar ahí.

Escrito por Luis J. del Castillo


Para el sábado noche (XLVII): Noche de miedo, de Tom Holland

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Menudo susto se lleva el joven Charley Brewster (William Ragsdale) cuando descubre que su flamante vecino es en realidad un vampiro. Esa noche, no solo no ha estudiado un solo ejercicio de trigonometría para el examen, sino que ni siquiera ha aprovechado la ocasión de meterle mano a su novia, cuando esta finalmente se muestra dispuesta. ¡Una noche de verdadero espanto!

El fenómeno del vampirismo se nutre de los fundamentos de la naturaleza humana y, aún con distintos nombres, ha venido siendo así desde siempre. Lamias, empusas, súcubos o la strix de la antigüedad son la representación grecolatina, hebrea y cristiana de los anhelos reprimidos y de un poder de atracción en el que la sangre (e incluso otros fluidos) se convierte en expresión del lado oscuro de esa naturaleza y en símbolo real de la energía vital de cada individuo.

El tema del vampiro pronto quedó asociado a la imaginería de los tebeos norteamericanos de posguerra, proponiendo a veces mixturas de géneros, como el terror y el humor, o el terror con toques de humor, como en el caso que nos ocupa.

El video y la televisión por cable compendiaron todas las formas y ofertaron un contacto espiritual entre adeptos, que hoy pervive en determinadas páginas o blogs de interés. Lugares de encuentro para connoisseurs que, como los shows supervivientes del medio televisivo, han acabado reemplazando la tradicional carpa de feria. A todo ello podemos añadir el valor que poseen los personajes mediáticos, ficticios o no, en la vida de las personas, llegando a convertirse en personalidades o creaciones sumamente influyentes.


En Noche de miedo (Fright Night, Columbia Pictures, 1985), saludable ejercicio del efímero Tom Holland (1943), la influencia del actor caza-vampiros interpretado por el entrañable Roddy McDowall, no es muy numerosa, pero abarca todo un género literario y cinematográfico -¿de vida?-.

El personaje responde al nombre -por supuesto apócrifo- de Peter Vincent (huelga el especificar en honor de quiénes), y su descreimiento hará que continúe actuando hasta que tome contacto verídico con esa otra zona de la realidad, adentrándose en la mansión de Jerry Dandrige (Chris Sarandon), el vecino acusado por Brewster de ser un vampiro.

El joven también arrastrará allí a su novia Amy (Amanda Bearse) y a su amigo Edward (Stephen Geoffreys), otro compañero desclasado y víctima del poder de sugestión del vampiro.


El hecho es que Charley Brewster es participe de ese afecto y consideración hacia el género, ejerciendo como portavoz de todos aquellos que reclaman algo de misterio en esta vida. Por ello, cuando esgrime un símbolo como el de la cruz, es consciente de que esta representa un poder auténtico y definido, algo que, en principio, no le sucede a Peter Vincent, más mayor -no necesariamente más maduro- y más escéptico.

Con obvios remedos de La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954) o La ventana, a secas (Ted Tetzlaff, 1949), Noche de miedo ofrece otros detalles atractivos, como el hecho de que cuando Brewster observa de cerca la casa de su vecino, él es observado a su vez. O el guiño de Jerry Dandrige silbando Strangers in the night en el instante de penetrar en la habitación de Charley, la imagen de los relojes que señalan la llegada de un nuevo día en el salón del vampiro, la traumática metamorfosis animal de Edward, o el hecho de que Vincent regrese a la mansión portando, precisamente, la estaca que ha puesto fin al sufrimiento del chico. Además, como en sus ilustres antecedentes, todo comienza para Charley Brewster con un grito.


De este modo, por medio de un simpático y ecléctico tono de opereta que no pretende ser otra cosa, pero que se deja seguir viendo con agrado, Noche de miedo pone en marcha todo el arsenal del mito: la niebla, el agua bendita, la invitación al vampiro, el amor redivivo, el poder inhibidor del crucifijo y el purificador de la luz, el reflejo en el espejo, el ataúd y la estaca, la fuerza y ubicuidad del vampiro, su poder hipnótico e ingrávido, así como de transformación en otros seres…

Toda una parafernalia cuya finalidad esencial es deleitarse con los miedos y fenómenos difícilmente abarcables con la razón.

Escrito por Javier C. Aguilera


Tenemos que hablar de Kevin, de Lynne Ramsay

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Eva (Tilda Swinton) tenía una vida brillante e independiente, pero alcanzada cierta edad, decide tener un hijo con su marido Franklin. Esta decisión, tan corriente y normal para tantas otras personas, será el inicio de una larga travesía por la indiferencia, la frialdad, la violencia y el desencanto. Tiempo después de un suceso que le cambió la vida, Eva decide reflexionar sobre su vida desde que nació Kevin (Ezra Miller) e intentar buscar una explicación para el comportamiento de su hijo a través de su infancia y su adolescencia.

Lynne Ramsay es la encargada de situarse en la dirección de esta historia, adaptando ella misma la novela homónima de Lionel Shriver. Esta cineasta escocesa quizás no resulta muy conocida en los círculos más comerciales, aunque sus películas han recibido generalmente excelentes críticas. Comenzó su carrera en los años noventa con cortometrajes, siendo Ratcatcher (2002) y Morvern Callar (2002) sus dos primeros largometrajes. Después, tan solo realizaría un vídeo musical en 2005 y no volvería al cine hasta Tenemos que hablar de Kevin (2011), su último largometraje hasta el momento, que fue seguido por la realización del cortometraje Swimmer (2012). Como podemos observar, una todavía breve carrera.

Lynne Ramsay durante el rodaje de la película
La película en la que nos adentramos juega con su argumento entremezclando los tiempos cronológicos a partir de una memoria confusa, la de Eva Khatchadourian. La estructura de este relato nos sitúa en un inicio donde Lynne Ramsay juega con el metraje, tratando de simular un puzzle narrativo que hilvane escenas sin demasiado sentido, al menos aparentemente. Así, tenemos una primera parte caótica que entremezcla partes del pasado más cercano y partes de una vida que parecía olvidada por Eva (como ese viaje a la tomatina de Buñol).

No obstante, la poética clásica gana el pulso al intento vanguardista pasado el primer tramo y comienza una narración cronológica a partir del nacimiento de Kevin junto a su infancia y crecimiento a partir de los flashbacks que recuerda su madre desde su actual estado de apartada social. Precisamente, somos conscientes de dos líneas narrativas. Por una parte, el intento de Eva por formar parte de la sociedad a pesar del rechazo y la continua observación y cuestionamiento de sus vecinos; por otra parte, la relación entre madre e hijo, centrada en la continua sospecha de la primera y la actitud del segundo.


Ahora bien, el relato es parcial: solo vemos la visión de la madre a través de pequeñas escenas de toda una vida, una especie de justificación de lo que finalmente ocurrió, como si la culpa residiera en la naturaleza de su hijo y no en lo que ella pudo haber hecho. Precisamente, habrá ocasiones para comenzar esa conversación pendiente, ese tenemos que hablar de Kevin, aunque cuando se inicie su visión de las cosas, nadie parezca creerla, especialmente su marido, Franklin (John C. Reilly), que parece obstinado en tener una familia idílica, pero ajena a partes iguales a lo que su mujer le dice y a quién es realmente su hijo.

En este sentido, Eva se encuentra sola no solo al ser tachada de madre de un criminal, sino también cuando nadie consideraba a su hijo como un ser malvado y ella mantenía sus sospechas sobre la auténtica naturaleza de Kevin, que se van acrecentando conforme crezca, especialmente en lo relativo a su hermana Celia Khatchadourian (Ashley Gerasimovich). Tras el culmen de su violenta trayectoria, quien queda libre es su madre, que sufrirá una culpabilidad deslizada por parte de vecinos, víctimas y hasta compañeros de trabajo. Unas secuencias que nos hacen plantearnos en cómo (sobre)vive la familia de un criminal, de un asesino.


Como hemos podido observar hasta ahora, hay dos personajes esenciales: Eva, la madre, que es el personaje sobre el que se enfoca la historia, mientras que Kevin es el motor que mueve todo lo que sucede, aunque no esté presente en escena. Precisamente, él es el personaje más complejo, por lo distante que resulta para el espectador. Mientras que podemos empatizar con Eva, que, como mencionábamos, es quien a través de sus recuerdos nos transmite la historia, no podemos más que encontrar en Kevin actitudes impropias tanto de un niño como de un adolescente.

Así pues, comenzando por circunstancias tan corrientes como un bebé que llora continuamente, para estrés de su madre, continuaremos por ver cómo su personalidad se va formando llevando la contraria continuamente a su madre. Un niño que tarda en hablar, que no desprende cariño o necesidad por su madre, que mantendrá enuresis hasta una edad avanzada o que muestra un odio irracional hacia Eva y todo lo que le gusta. Pero, precisamente, solo ante ella se muestra cómo realmente es, incluso mostrando que la necesita cuando está enfermo o señalando que ha salido a ella. Quizás por todo ello, ella es su principal víctima, pues a ella es a quien más hace sufrir. Si lo analizamos de forma psicológica, estaríamos seguramente ante la representación evidente de un psicópata, capaz incluso de alterar su forma de ser según con la persona con la que se encuentre.


Eva es encarnada por Tilda Swinton, que logra alcanzar a la perfección la actitud desesperanzada y desesperada que el personaje necesitaba, así como una mezcla de emociones que incluyen la culpa, la pérdida o la sospecha. Por su parte, Kevin es finalmente interpretado por Ezra Miller, a quien hemos podido ver en un papel muy diferente en Las ventajas de ser un marginado(The Perks of Being a Wallflower, Stephen Chbosky, 2012). El actor logra incorporar a su actuación un tono nihilista, una especie de furia contenida que encaja con el rol del personaje. Tampoco evitaremos mencionar a los pequeños Rocky Duer y Jasper Newell, este último logrando resultar inquietante.

Y todo ello a pesar de que el diálogo es mínimo en la película, pretendiendo contar y aumentar la tensión a través de las imágenes y el simbolismo. En este sentido, Ramsay evita el gore o las escenas violentas, insinuando al principio, haciendo hincapié en ciertos símbolos relevantes para el final, y mostrando finalmente lo mínimo, pero más relevante y necesario. En este sentido, la fotografía es impresionista, destacando esencialmente el rojo, que es omnipresente en la obra. Desde el inicio veremos la tomatina, como posteriormente la pintura roja lanzada a la casa y al coche de Eva, el rojo de la ropa, el rojo de las latas de tomate en la tienda, un rojo que finalmente será sangre, y que forma tanto parte de ella como de él. Una representación de un color opresivo y angustioso.


Frente a este uso de color, encontramos el uso de la música, que recoge canciones conocidas y de tono alegre, que ejercen un gran contraste con lo que nos cuenta la historia y con lo que expresan los personajes. Un argumento que es áspero e incómodo, unido a una estética muy marcada y a una estructura parcialmente caótica. Lástima de un final que no resulta tan culminante, aunque sí logre mostrar la sinrazón de la violencia y ofrecer una respuesta que, aunque poco deseada, es fruto de la reflexión sobre el dolor y la crueldad. Una respuesta abierta para el espectador.

Sin duda, una película que nos muestra el alcance de la violencia, con una resolución que nos golpea directamente hacia donde no estamos preparados. Un estudio sobre un estado mental deteriorado que justamente invita a buscar el morbo; unas escenas morbosas que, por cierto, no están presentes en la obra. Quizás sobraría cierta pretensión narrativa, pero ello no resta valor a la obra. Definitivamente perturbadora, como solo lo son los relatos que no buscan los monstruos en el factor fantástico, sino en nuestra realidad más cotidiana.


Escrito por Luis J. del Castillo


Clásicos Inolvidables (LXXVIII): Don Juan Tenorio, de José Zorrilla

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Para comprender cabalmente la personalidad y obra de José Zorrilla (1817-1893), debemos imaginárnoslo joven, vagando de noche por los cementerios como un vampiro y dejándose crecer el pelo como un cosaco, tal cual lo describió un amigo de su padre, para pasmo de este último.

Como se suele decir -y no hacer-, de sus peripecias juveniles podría extraerse material para una película, tal vez no demasiado aleccionadora (coexiste cierta aquiescencia con el personaje re-creado), pero sin duda divertida (remito a la concisa biografía de Aniano Peña para Cátedra [Letras Hispánicas, 1992], o, por descontado, a los comentarios del propio Zorrilla en sus fabulosas memorias, descritas en esa prosa de desprejuiciada afinidad que solo proporciona un espíritu romántico frente al mundo). 

El conflicto dramático: un padre magistrado que se opuso toda su vida a la ocupación del hijo, incluso cuando este obtuvo el éxito. El escenario: su propia y desbordante imaginación, sus mundos y ensoñaciones, con el aliciente que supuso el abordar, bajo ese prisma, los entresijos vallisoletanos de su juventud, junto a los sevillanos y toledanos de su adolescencia. La obra: uno de los textos (referentes aparte) más universales e inmortales de toda la literatura española: Don Juan Tenorio, publicado y representado por primera vez en 1844.

La conclusión sería obvia, y es que por mucha técnica de que uno disponga, todo está en la mirada. Y la de José Zorrilla fue tan personal como apasionante.

De Don Juan Tenorio siempre me llamó la atención la interactuación con el elemento fantástico. Zorrilla apodó esta pieza como drama religioso-fantástico, entendiendo su naturaleza redentora -o de toma de conciencia-, con la notable particularidad de que sobrevuela continuamente el componente ético o piadoso: para el pendenciero Juan existen los actos sin consecuencias -morales- hasta que entra en juego ese elemento misterioso, en este caso, ligado a una determinada visión o interpretación de lo religioso: la materia realmente se transforma bajo el nombre del dios o de la corriente espiritual que cada cual prefiera.

Arrepentimiento in extremis, cuando la vida física está periclitada y la espiritual parece perdida, un aspecto que, personalmente, me retrotrae al final del vizconde de Valmont en la novela Las amistades peligrosas (1782), de Pierre Choderlos de Laclos (1741-1803). Pese a que esta identificación no se suele establecer, es muy probable que Zorrilla conociera la obra. 

Por lo demás, este ingrediente fantástico es contemplado como una auténtica violación de la realidad, dentro del espacio de lo visible.

Cuando Don Juan aparece en la vida de José Zorrilla, el autor ya tenía un considerable bagaje en cuanto a obras dramáticas se refiere; dramas históricos, comedias al estilo del siglo de oro y hasta imitación de tragedias clásicas, y al igual que le sucediera a Arthur Conan Doyle (1859-1930) y a otros personajes que acabaron detestando alguna de sus creaciones más populares, a Zorrilla no le agradaba que le recordaran como el autor del Tenorio, exclusivamente.

Don Juan and the statue of the commander, A. E. Fragonard
Pero, si bien es cierto que el resto de su obra no carece de interés, en modo alguno (ya tendremos ocasión de abordar las leyendas en un futuro), no es menos cierto que, tanto en los tiempos que corren como en los que han corrido, el mero hecho de ser recordado y haber sido representado año tras año, es en sí mismo un logro indiscutible que, en muchas ocasiones, los propios autores son los menos indicados para valorar.

Podemos añadir aquí a determinados críticos y literatos que llegaron a considerar como incomprensible la salvación del personaje principal, desde sus propios puntos de vista ontológicos o, peor aún, políticamente ideológicos, cuando lo realmente incomprensible estriba en afear a un autor su propia cosmogonía o tratar de trasladar los parámetros del presente a la antigüedad, como instrumento de valoración crítica. Ciertamente, es un error especialmente grave en un estudioso de la literatura el negar las cualidades de una obra de ficción atendiendo a condicionamientos que, además, constriñen la libertad del creador.

Representación de Don Juan Tenorio
Por su parte, juventud y atractivo son dos cualidades que, en el arte, a veces se han asociado a cierto concepto de lo diabólico, como imagen del irreprimible poder seductor del libertino (o el macarra). No es extraño, por tanto, que Inés reproche a Juan el poseer algún tipo de amuleto que la atrae como un imán (Acto IV, escena III).

En el caso de Juan e Inés -permítaseme prescindir de los don formales-, dicha salvación incluso conlleva la transmutación de los cuerpos físicos en otra forma de ser que, pese a todo, es capaz de conservar la identidad de que se hizo gala en esta vida (rebasamos pues el ámbito de lo estrictamente religioso para adentrarnos en el terreno de lo genérico trascendente, como rasgo relevante de la modernidad del autor –aún fijado en una religiosidad muy concreta-). Tal cual lo expone Zorrilla, el amor presenta un lado oscuro (fisiológico, de conquista, vanidad y presunción), pero también de entrega y plenitud. En este sentido, son muy destacables las palabras de Inés que se refieren al enamoramiento como cualidad universal (Primera parte, acto III), por mucho que estas estén sujetas a su experiencia individual.

Pero el lazo afectivo expuesto y desarrollado por el autor es más complejo aún (o romántico). Conlleva asuntos como el libre albedrío o la predestinación, y el nacimiento del amor en Inés corre paralelo al de una conciencia no cultivada en Juan, que desembocará en la confirmación de dicho amor. Un acto de pura alquimia anímica, lejos ya de las presiones y circunstancias estrictamente sociales (el otro material no corpóreo empleado por Zorrilla).

Los rasgos de modernidad no terminan aquí. Otros elementos argumentales convierten Don Juan Tenorio en una pieza extraordinaria. Tales como la muerte aparente de Juan a manos del capitán Centellas, sin saberlo el primero; el hecho de que la presencia de Inés, en forma de sombra (II: I, IV), se deba a que aún no ha concluido su misión en este mundo; o cierto juego (para los menos fantasiosos, desaliño) con el tiempo, que incluye el acierto de la alternancia de acciones (escenas) entre Luis y Juan, junto a sus criados, en el acto II de la primera parte. 

Posteriormente (comienzo de la segunda parte), una vez desencadenados los funestos acontecimientos principales, el salto temporal se encomienda a la figura de un escultor, a su vez, transformador de la carne en otra materia, en este caso, la piedra. De igual modo, sobresale la invitación chulesca al comendador por parte de un Juan desatado, “pues podré saber de ti / si hay más mundo que el de aquí / y otra vida en que jamás / a decir verdad, creí”.

Es por ello que el joven achaca todo lo que de extraño le acontece a la ilusión de los sentidos y al vino y, en última instancia, a un ardid pergeñado por Centellas y su criado. En el acto tercero (escena dos de la segunda parte), Juan acaba acudiendo a la invitación que le ha devuelto el comendador en el mausoleo erigido sobre el palacio familiar de los Tenorio, ¡pero ya como manifestación personificada de esa otra vida que anteriormente ha negado, es decir, convertido en un fantasma!

Podemos añadir el preliminar e inesperado pistoletazo al comendador, don Gonzalo de Ulloa, padre de Inés, por medio de un arma que Juan ha mantenido a buen recaudo hasta ese preciso instante, propiciando con ella el tan actual efecto sorpresa.


Desacuerdos con los progenitores, bravuconadas entre colegas, un entorno follonero (ya descrito en el primer verso de la obra) se encaminan hacia un clima de iniquidad y de enfrentamiento con la realidad, en todas sus manifestaciones y derivaciones. “Apostaron, me es notorio, a quién haría en un año más daño, Luis Mejía y Juan Tenorio(I: I, II).

En efecto, los jóvenes Juan y Luis son una perla: “por doquiera que voy va el escándalo conmigo”, señala el primero (I: I, XII). Nada les arredra, como demuestran esos carteles con los que se anuncian ambos en el extranjero, haciendo alarde y anticipando sus correrías (un genial detalle que tendría su correspondencia en los perfiles que algunos se fabrican hoy día en internet). Y es que, rizando el rizo, hay que destacar la amenaza que supone Juan para Luis, que ha manifestado su intención de seducir a la prometida de este, Ana de Pantoja (una consumación en off), antes de medirse con una novicia.

Una amenaza perfectamente delineada por Zorrilla en base al suspense que destila la situación, y una actitud que va unida, como advertía antes, a un afán de notoriedad, cuya prueba más física es la lista de conquistas y “caídos en combate” que esgrime cada uno de los contendientes en amores y algarabías.

Escrito por Javier C. Aguilera



Noticias: Próximamente en BdC

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Palacio de Carlos V (fotografía de MB)
Nos adentramos por octubre hacia el frío y los días cada vez más breves, finalizando con el especial de Halloween de cada año. Avanzamos un mes más con 16 entradas y visitas que superan las 11.000 mensuales. En seguidores, nos mantenemos en Blogger, con 171, y en Facebook, con 165 totales, y subimos 5 seguidores en Twitter, con 539 totales. Debemos agradecer las visitas de estadounidenses y de rusos, cuya afluencia ha aumentado durante octubre, a la par de españoles y mexicanos.

Un mes otoñal donde han destacado los clásicos literarios, hasta seis nuevos han entrado a formar parte de nuestros Clásicos Inolvidables, desde la novela negra estadounidense El sueño eterno, de Chandler, pasando por el ensayo de Erasmo, Elogio de la locura, hasta novelas como El árbol de la cienciau obras teatrales como Fuenteovejuna, de Lope de Vega. Tampoco ha faltado el cine, como La vida es bella, aunque la mayoría han estado ligados a la temática del ciclo de Halloween, como sucede con El hundimiento de la casa Ushero la serie Penny Dreadful.

Henry Selick y Tim Burton rodando Pesadilla antes de Navidad
Nuestro ciclo de Halloween dio comienzo con la animación stop-motion de Henry Selick basándose en una historia de Neil Gaiman, Los mundos de Coraline, y concluyendo con la obra teatral Don Juan Tenorio, de Zorrilla. Entre medias, Noche de miedo, de Tom Holland, y Tenemos que hablar de Kevin, de Lynne Ramsay; este último formando un díptico sobre la violencia con La naranja mecánica, de Stanley Kubrick.

Como podéis ver, un mes completo en cuanto a contenido y terror. Ahora nos acercamos a los dos últimos meses de 2015, un noviembre que se avecina con más clásicos literarios, más cine, ¡e incluso algún cómic! No faltará tampoco la psicología, con un tema relacionado con este ciclo de Halloween.

Un saludo,
Luis J. del Castillo

PD: Aunque con poca relación con Halloween, os presentamos en esta ocasión el primer videoclip del octeto Sietemásuno, interpretando en este caso el tema Suéltalo de la película Frozen (2013).


"No es necesario creer en lo que dice un artista, sino en lo que hace"

                  -David Hockney



La caja de Psique (IV): Fobias, un miedo irracional

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Posiblemente, sin el miedo y el dolor, dos auténticos centinelas de la supervivencia, la especie humana no existiría hoy en día. Cumplen un valor preventivo y prevalecen cuando se activan sobre otras muchas funciones neurofisiológicas, emocionales, cognitivas o conductuales. Cuando hablamos de miedo adaptativo nos referimos a un conjunto de sensaciones ante peligros reales. Sentir miedo, por ejemplo, cuando vemos cómo un tigre hambriento corre hacia nosotros, es adaptativo; nos hace correr y tratar de ponernos a salvo. Esta reacción pone a nuestra disposición todos los recursos energéticos disponibles para afrontar la situación, escapando o afrontándola. Sin embargo, cuando estas sensaciones se experimentan en situaciones que no suponen una amenaza real, nos encontramos ante un miedo que ya no es adaptativo.


Habitualmente solemos confundir términos a la hora de expresar que una situación nos desagrada o nos hace sentir mal, englobándolos en miedos o fobias. No obstante, no es lo mismo hablar de sentir pánico que tener ansiedad ante un mismo estímulo, como pueda ser hablar en público o asomarse desde una gran altura. Por ello, distinguimos entre:

Miedo: Presentimiento agitado ante algún peligro real.
Ansiedad: Tenso estado emocional que anticipa una amenaza futura.
Fobia: Miedo exagerado y a menudo incapacitante ante la presencia o anticipación de un estímulo.
Pánico: Temor abrumador súbito acompañado por elevados intentos de garantizar la seguridad.

Son especialmente relevantes para la diferenciación entre fobia y miedo adaptativo la persistencia, la magnitud y el carácter desadaptativo del primero frente al segundo: una reacción de miedo fóbico se caracteriza por la incapacidad ante el contacto o la anticipación con la situación temida, poniendo en marcha, incluso, un patrón típico de reacciones fisiológicas, cognitivas y motoras.


Existen numerosos tipos de fobias, tanto frecuentes como insospechados. Podemos encontrarnos con algunas tan comunes como a los espacios abiertos (agorafobia), a las alturas (acrofobia) o a la oscuridad (nictofobia), hasta los más variopintos, como a los espejos (catoptrofobia), al cabello (tricofobia), a dormir (hipnofobia) e, incluso, a los libros (bibliofobia). Fundamentalmente, se clasifican en tres categorías. En primer lugar, se hablará de fobias sociales si lo temido y evitado tiene que ver con situaciones sociales o actuaciones en público, evitando el ridículo, las críticas o el rechazo. En segundo lugar, se considera agorafobia si lo temido y evitado son espacios públicos o síntomas incapacitantes, como mareos o desmayos. Y en tercer lugar, se tratará de fobia específica si tiene que ver con situaciones específicas y claramente circunscritas, como a volar, a la sangre o a las alturas.

Esta clasificación posibilita que el número y tipo de situaciones temidas dentro de cada una de las categorías no sea siempre el mismo para todos los individuos.

Así, por ejemplo, un individuo con un trastorno de ansiedad social puede sentir temor únicamente a la hora de hablar en público, mientras que otro sea al ser observado mientras come. Curiosamente, en torno al 75% de los individuos con fobia específica siente temor ante más de un objeto o situación. Además, la edad en la que prevalecen distintos tipos de fobias suele ser desigual en la mayoría de ellas. Ocurre, por ejemplo, con la fobia a los animales, que es más frecuente que surja durante la infancia temprana, frente a la claustrofobia (miedo a los lugares cerrados), que es más probable que tenga lugar en la etapa adulta de la persona.

Entre los tipos de fobias que suelen comenzar en la infancia y que se mantienen hasta la vida adulta se encuentran la fobia a la sangre y al dentista. Distintas investigaciones indican que en la infancia dichas fobias se adquieren con mayor facilidad y con menos causas aparentes, mientras que cuando se adquieren en la vida adulta, normalmente se ven precipitadas por algún tipo de acontecimiento traumático (además de una predisposición genética determinada).

Por otra parte, las fobias también varían en función del sexo. Es cierto que son más frecuentes en mujeres que en hombres (sobre todo a las enfermedades o a los animales), aunque podemos encontrar ciertas fobias que predominan más en hombres, como a las alturas (acrofobia) o a las multitudes (enoclofobia). No obstante, en la medida en que se trata de miedos muy limitados, las personas que padecen una fobia específica normalmente pueden evitar con facilidad la confrontación directa con el objeto o la situación, de ahí que no se planteen buscar ayuda con tanta frecuencia como en el caso de otros tipos de fobias. Por todo ello, la calidad de vida no se ve influida sobremanera, especialmente si las probabilidades de encuentro son escasas (como la fobia a las serpientes o a las arañas).

Pero, ¿cómo podemos llegar a desarrollar una fobia? No se dispone de mucha información de cada una de las fobias específicas, salvo distintos estudios retrospectivos basados en la propia descripción de los propios fóbicos. No obstante, las que se observan con mayor frecuencia son las que tienen su origen en experiencias de naturaleza traumática (condicionamiento directo), en experiencias vicarias y en testimonios influyentes cercanos a la persona. Algunos fóbicos, además, informan de que la han tenido toda su vida y son incapaces de señalar el momento de su aparición, mienras que otros atestigüan que su comienzo fue incierto pero lento y gradual.


Además de la existencia de distintas formas de comienzo de las fobias, la forma de comienzo tiende a ser diferente en función del contenido de los miedos. En cualquier caso, se necesita un mayor volumen de investigación sobre este aspecto para establecer con mayor seguridad cualquier supuesto sobre su origen. En la intervención terapéutica hay una gran cantidad de estudios que muestran la eficacia de las estrategias conductuales para la reducción de las manifestaciones fóbicas, pero todavía se desconocequé mecanismos producen el éxito terapéutico.


Escrito por Mariela B. Ortega

Blake y Mortimer, de Edgar Pierre Jacobs

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Edgar Pierre Jacobs
Las parejas no solo funcionan en el cine o la literatura, también en el cómic, que tiene bastante de ambos.

Definir un mundo alternativo que nos devuelve a un escenario de gentes con sombrero, capaz de entroncar con los aspectos más atractivos de la “vida real”, y saber plasmarlo sobre el papel por medio de la denominada línea clara, es lo que logró el ilustrador belga Edgar P. Jacobs (1904-1987), en un principio cantante de ópera, profesión que abandonó pronto para dedicarse a dibujar por entero.

En España, las aventuras de Blake y Mortimer son actualmente editadas por la casa Norma Editorial.

Philip Mortimer es un físico nuclear escocés, algo confiado, pero finalmente intuitivo y resuelto. El capitán Francis Blake, más flemático aunque igualmente hombre de acción y principios, es un oficial galés de los servicios de inteligencia británicos (MI-5). Su principal antagonista a lo largo de numerosos relatos será el “indestructible” coronel Olrik (físicamente, un trasunto del propio Jacobs).

Blake y Mortimer hicieron su aparición por primera vez en la revista Tintín, el 5 de septiembre de 1946. De hecho, Jacobs había trabajado como ilustrador de decorados en los álbumes de Hergé (1907-1983). Aunque ello no conlleva una ruptura de estilo -como ha sucedido en otros casos-, vamos a distinguir entre dos periodos creativos, puesto que, tras la muerte del progenitor (primera fase), la serie ha venido siendo vivamente continuada por otros artistas (segunda fase, aún en activo).

Blake y Mortimer
PRIMERA FASE: LOS RELATOS CLÁSICOS

La primera aventura de Blake y Mortimer es El secreto del Espadón (1947), que se divide en tres tomos. Se trata de un relato, huelga decirlo, primerizo pero enérgico, definidor y de tono hiperbólico (la destrucción de una ciudad como Roma), con acción a raudales y una considerable tensión desde la primera viñeta, con el indiscriminado ataque de una potencia totalitaria al conjunto de naciones. El suspense lo proporciona una narrativa de cuenta contra reloj que, en su mayor parte, tiene lugar en el interior de la base secreta del Espadón (un avión de combate que aglutina a científicos y militares), situada bajo una inmensa masa de roca (tomo III).

Pero a pesar de tan trágicos acontecimientos, derivados de los sucesos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Jacobs no olvida introducir en las peripecias de sus protagonistas, simpáticos giros de suerte o infortunio, marca característica de la casa belga (o, al menos, reconocible herencia de Hergé). La narración se desarrolla en secuencias y hasta en planos totalmente cinematográficos, con influencia de la literatura pulp y de los seriales de espías. Posteriormente, el ostensible trazo a lápiz dará paso al más detallado empleo de la plumilla.


El sugerente y enigmático mundo egipcio será el escenario para la siguiente aventura de Blake y Mortimer, que ya enlaza con la parte más mistérica de sus aventuras. El misterio de la gran pirámide: El papiro de Manetón se ambienta hacia 1948, tras los trágicos acontecimientos relatados en el Espadón.

El origen de la civilización egipcia se pierde en la noche de los tiempos”, dicen las palabras introductorias del autor, a las que se añade cierta información acerca de quién fue Manetón, personaje relacionado con otras figuras históricas como Akenatón (Amenofis IV) o Tutmosis IV (con su famosa estela en la Esfinge). Así, hasta el III A.C., cuando Egipto se hallaba bajo la dominación griega.

Al misterio de la desaparición del papiro en cuestión, se suma el suspense acerca del paradero del capitán Blake, al término de este primer volumen. Las respuestas a estas preguntas las encontraremos en la continuación del relato, La cámara de Horus, nuevamente pródigo en golpes (¡ciertamente!) de azar y de humor (por ejemplo, Mortimer no se da por aludido cuando alguien se refiere a un “barbudo entrometido que anda por ahí”, lo que le ocasionará más de un disgusto). Un buen hallazgo argumental es el procedimiento del olvido inducido, por el que los protagonistas acaban por no recordar nada de lo acontecido, ni del gran misterio que, en efecto, se oculta en el interior de la Gran Pirámide, para de ese modo, poder salvaguardar su (benéfico) secreto.

La marca amarilla
La marca amarilla es una de las más célebres aventuras de Blake y Mortimer. La trama transcurre en pleno Londres, capital de la niebla y de atractivos rincones, como el Club Centaur, frecuente punto de reunión de nuestros protagonistas, donde además se puede almorzar o cenar. Cual Mabuse fritzlangiano, el autor de las tropelías que ensombrecen la ciudad parece poder controlarlo todo sin facilitar a cambio la menor pista acerca de su paradero. Lo que sí conoceremos será la vivienda de los dos amigos, situada en Park Lane y regentada, of course, por una british ama de llaves, la eficiente Mistress Benson.

Muchos recordarán la secuencia, enormemente cinematográfica, que transcurre en Limehouse Dock, los muelles de la ciudad, y que se extiende por las alcantarillas de la urbe. Sobresale, además, la excelente idea de la búsqueda del ejemplar de un libro que se tiene por “inencontrable” (en un tiempo en que aún no existían los buscadores online). El relato culmina felizmente en Nochebuena.

A continuación, El enigma de la Atlántida es una aventura que da inicio de forma inmediata, cuando Blake y Mortimer avistan un OVNI (del que nosotros solo podemos distinguir su estela), atravesando el cielo de la noche. Los dos amigos se encuentran en una isla de las Azores, aunque el grueso del relato transcurre bajo tierra, un espacio en el que los expedicionarios van a redescubrir toda una civilización olvidada por los libros de historia, y a la que tratarán de echar una mano, evitando una felonía que podría acabar con la existencia de ambos mundos.

No podemos dejar de hacer mención del bosque subterráneo, o de la capacidad de Jacobs para desarrollar un acertado cliffhanger (situación límite) a cada salto de página (un peligro que queda imaginativamente resuelto en la siguiente).


En S.O.S. Meteoros, un accidentado viaje conduce a Mortimer ante la presencia de otro colega, el profesor Labrousse de París. Un atropellado recorrido que, más tarde, el científico escocés tratará de reconstruir a pie. La incorporación de Blake, mediada la acción, permite a Mortimer vagar por las afueras de la capital francesa en unas gratas imágenes de contemplativa incertidumbre, en contraposición con el no menos tortuoso periplo del capitán Blake, en su intento por alcanzar la ciudad. Ambas “set pieces” convierten el álbum, en mi opinión, en uno de los más memorables.

Como consecuencia de esta peripecia, todo un “regalo envenenado” le es legado al profesor Mortimer en La trampa diabólica, de manos de uno de los científicos involucrados en la anterior aventura. Pero como no hay mal que por bien no venga, el artefacto en cuestión servirá al físico para trajinar por la prehistoria, el Medievo y un destartalado futuro, para asombro de los habitantes del porvenir y desesperación del capitán Blake.

Se trata de un relato de pura acción, sinopsis más gruesa y la (in)oportuna presencia de otro traidor (sito en el futuro del ser humano), en el que, si acaso, cabe destacar el estupendo requiebro final, por el cual Mortimer salva la vida en su propio espacio-tiempo por el hecho de ser portador de un elemento proveniente del mañana. Ciertamente, ¡el presente también puede llegar a convertirse en una constante e impredecible incógnita!


El caso del collar es un enigma “a la antigua usanza”: el robo de un objeto valioso, en esta tercera aventura de Blake y Mortimer ambientada en tierras francesas. Destaca el (nuevo) recorrido por las alcantarillas de París, que nos retrotrae a folletines como Los misterios de París de Eugène Sue (1804-1857), junto a la descripción gráfica del refugio secreto de los delincuentes. Esta “ausencia de pretensiones”, convierte el álbum en otra grata andanza, perfectamente delineada por el autor. 

Finalmente, Las tres fórmulas del profesor Sato fue la última aventura desarrollada por Jacobs (el tomo segundo hubo de ser completado por Bob de Moor [1925-1992], años más tarde). En esta ocasión, Mortimer se encuentra en el escenario de un Japón ancestral y legendario, lo que proporciona un novedoso y cálido ambiente al relato.

Durante la primera parte de una trama sostenida por androides y el mundo de la incipiente cibernética, como posible nuevo orden mundial manejado por el consabido grupo alternativo “en la sombra”, destaca la casa-laboratorio al borde del mar del profesor Akira Sato. Por su parte, en la continuación, será la secuencia en lo alto del Hotel New Otani, ¡mientras se desatan conjuntamente una tormenta y un terremoto!; junto al sostenido clímax que acontece en la referida casa del acantilado.



SEGUNDA FASE: LOS NUEVOS RELATOS

Una nueva trama relacionada con el espionaje -y el contraespionaje- vertebra El caso Francis Blake, primera aproximación a los personajes de Jacobs por manos ajenas; en este caso, las del guionista Jean van Hamme (1939) y el ilustrador Ted Benoit (1947).

Una de las primeras características que advertimos es que, sin mayores consecuencias que vulneren la naturaleza de los personajes y su contexto, se han aligerado considerablemente los rótulos descriptivos (a veces innecesarios o redundantes) insertos en las viñetas. En este caso, la acción entre Blake y Mortimer se va alternando cada dos páginas, en la mejor tradición del relato de suspense, hasta desembocar los dos personajes en las hermosas tierras de Yorkshire, donde acabarán desmantelando un complot conspirativo. Estamos en junio de 1954, tal y como tenemos ocasión de comprobar por el almanaque de una comisaría.

Tres años más tarde, en 1957, acontece La maquinación Voronov, obra de Yves Sente (guionista, 1964) y André Juillard (historietista, 1948), cuyo telón -de acero- de fondo, es la competición por la conquista del espacio. Estamos ante una nueva y bien hilvanada trama de espionaje e infiltrados, secuestros y traidores a porrillo, encuentros clandestinos en parques o auditorios… que nos muestra a un capitán Blake colaborando estrechamente con su organismo gubernamental hermano, el MI-6 (ministerio de exteriores), en tanto que Mortimer se encuentra en el Centro de Investigaciones Científicas e Industriales de Moscú, asistiendo a un congreso.

La premisa me recuerda bastante a La amenaza de Andrómeda (1969), de Michael Crichton (1942-2008); en este caso, se trata de sacar de la Unión Soviética una muestra de la temible bacteria “Z”. Una excelente idea la hallamos en esa “isla privada” (un compartimento aislado) que se sitúa en el interior de la embajada británica en la URSS.


Una serie de saltos temporales o flashbacks nos conducen en La extraña cita (Benoit y Van Hamme) al encuentro con un antepasado de Mortimer, el cual ha sido hallado en (o devuelto a) EEUU, país al que acude el científico escocés para la identificación y demás (inusitados) trámites. El tándem Blake-Mortimer se bifurca nuevamente por sendas paralelas. Conviene tener en cuenta que la aventura se sitúa un año antes de El enigma de la Atlántida, en que la actitud de Mortimer respecto a los “platillos volantes” es bastante más abierta (aquí peca a veces de cientifismo hermético), por lo que destaca la charla de este con su colega, el profesor Walter Kaufman, que tratará de abrirle los ojos, en el porche de su casa.

El misterio está convenientemente servido, e incluso teóricamente bien rematado. La naturaleza de los sorprendentes infiltrados bien podría ser la descrita, aún siendo complementaria al origen claramente extraterrestre de los referidos habitantes de La Atlántida o, al menos, no excluyente de otras hipótesis, como la teoría de la superación -o burla- de la velocidad de la luz a manos de otros vecinos del cosmos; un aspecto al que se añade la presencia de los conocidos “hombres de negro”. El relato también enlaza con El secreto del Espadón y con la sociedad humana mostrada en el posterior -según la cronología de la ficción- La trampa diabólica, cuyo futuro aún no se ha visto alterado por el presente. En cualquier caso, es el de La extraña cita un enigma que Mortimer habría estado en disposición de aclarar con mayor prontitud si hubiera conocido el idioma español (la pista final se la proporciona su colega, el profesor Ramírez).

Elementos como la incorporación del aparato de televisión en los hogares, el desfile de vehículos de época y otros detalles de ambientación de la década de los cincuenta (en la casa del profesor Kaufman), incluyendo un cine que proyecta Tierras lejanas (1954) de Anthony Mann, o el complejo dedicado a la investigación aeroespacial, perdido entre las llanuras de Kansas, enriquecen un álbum superlativo, ejemplarmente narrado e ilustrado. Hasta los cuadros de la habitación del hotel en que se aloja Mortimer se me antojan una “reproducción” de las pinturas de Remington (1861-1909).

Mortimer frente al villano Olrik
En la primera parte de Los sarcófagos del Sexto Continente, La amenaza universal (Sente-Juillard), asistimos al tan esperado primer encuentro entre Philip Mortimer y Francis Blake -asunto no abordado por Jacobs-. Es decir, al modo en que ambos personajes se conocieron y forjaron una amistad que coincidirá con la pérdida del “primer amor” para uno de ellos, al estilo de lo que le sucediera a Sherlock Holmes. Para ser participes de ello, hemos de trasladarnos a la India colonial de 1933, aunque el “presente histórico” de la aventura se sitúa durante los preparativos de la Exposición Universal celebrada en Bruselas en 1958.

De nuevo, se presta la debida atención a los detalles de ambientación (Jacobs ilustró sus obras en un tiempo que ahora debe ser reconstruido). Elementos que también incluyen aspectos relativos a los núcleos familiares de ambos personajes. Si acaso, el exceso de credulidad por parte de los hindúes al tragarse el regreso a la tierra de un antiguo y pérfido emperador redivivo, que les promete la libertad y que se contrapone a un cameo del líder Gandhi (1869-1948), supone un discurso algo plano, pero a cambio, de vuelta al presente, podemos asistir al reencuentro con el sirviente y hombre de confianza de Blake y Mortimer, el diligente Nasir, o con los profesores Labrousse y Ramírez, todos ellos conocidos de anteriores episodios.

La segunda parte del relato, Duelo de espíritus, sitúa a los personajes en plena Antártida, con el fin de enfrentarse al cerebro virtual con el que el coronel Olrik, en otra de sus muchas vidas y cual viajero astral, ha podido llevar a cabo toda una serie de tropelías en los sistemas eléctricos de la referida Exposición, un poco en la línea de lo expuesto en La marca amarilla.

Unos jovencitos Blake y Mortimer se conocen
El santuario de Gondwana (de los mismos autores que el anterior) será el próximo destino de la pareja. Se trata de un mítico continente para determinadas culturas. Como ya sabemos, conocemos muy poco de nuestro remoto pasado; descubrimientos fortuitos han permitido construir rígidas taxonomías donde apenas se ha contemplado la posibilidad de otras civilizaciones ya desaparecidas, procedieran de donde procedieran, y realmente lejanas en el tiempo. Esta es la línea argumental de la presente aventura, directamente dedicada, por medio de uno de los personajes, al antropólogo y arqueólogo Louis Leakey (1903-1972).

De este modo, se organiza una expedición a Nairobi (Kenia) con el fin de concretar la posibilidad de hallar los restos de una cultura apenas conocida, en tanto que, volvemos a ser partícipes del pasado de Mortimer. La pirueta argumental final hace que la secuencia precedente con el científico, releyendo las memorias que anda escribiendo a trompicones, se cargue con un nuevo significado.

A esta conclusión se añade una resolución deus ex machina, de marcado carácter fortuito, como tantas de las cosas que tienen que ver con el proceloso proceso de la vida, junto a un nuevo “lavado de memoria” de los protagonistas, tal cual sucedía en El misterio de la Gran Pirámide(tomo II). Todo ello, encaminado a preservar ciertos misterios inextricables de nuestra existencia.

Blake y Mortimer en compañía del fiel Nasir
En La maldición de los treinta denarios, nuevamente desarrollada en dos tomos, nos retrotraemos al año 1955. Un nuevo descubrimiento debido al azar pone a Mortimer tras la pista de otro hallazgo histórico: la posibilidad de que Judas sobreviviera a su “ahorcamiento” y llevara su arrepentimiento hasta las costas griegas, junto con el precio de su traición.

En una nota inicial, el guionista Jean van Hamme explica la ardua elaboración de este nuevo relato, tras el fallecimiento del dibujante René Sterne (1952-2006) en pleno proceso. Pero lo cierto es que el álbum no se resiente de tan trágica circunstancia, a pesar de contar con un guión algo más endeble que el de La extraña cita. No obstante, en el segundo volumen las situaciones parecen quedar mejor resueltas, y corregidos ciertos “golpes de efecto”, incluso inocencias, achacables al guión de Van Hamme. Tras el refuerzo adicional de Chantal de Spiegeleer (1957) en esa primera parte, las ilustraciones fueron continuadas por Antoine Aubin (1967) y Étienne Schréder (1950), y entre ellas destacan las de la cueva donde, presumiblemente, fue sepultado el malhadado apóstol, así como todo el entramado de los prosélitos nazis y su querencia por el misticismo de los artilugios revestidos con una pátina mágica.

El recorrido por el interior de la caverna Aquerusia es el preludio de un final a lo Indiana Jones, con fulminación de villano incluido (lo que, por cierto, contradice de modo fulminante la idea de que el cristianismo “se limitó a copiar otras creencias pretéritas sin aportar nada nuevo a cambio”; un tópico –más que una opinión- puesto en boca de Mortimer, que en modo alguno habría suscrito el científico -al menos en semejantes términos-, a lo largo de las indagaciones matrices).


Excelente resulta El juramento de los cinco lores (Sente-Juillard), no solo por evitar la enésima aparición del villano Olrik, sino también por su atractivo argumento. Como tuvimos ocasión de recordar en su día, hubo un momento en la vida y carrera de Thomas Edward Lawrence (1888-1935) en que se sintió traicionado. El relato pone nombre al autor de dicha traición, antes de que la acción se traslade a 1954.

En esta ocasión, será Blake el personaje del cual dispongamos de una valiosa información adicional. El escenario es la incomparable ciudad inglesa de Oxford, auténtico contrafuerte del relato gracias a las esmeradas ilustraciones. A modo de curioso (y merecido) remate, Mortimer es admitido “por primera vez” en el exclusivo Club Centaur como miembro honorífico.

El siguiente álbum es La onda Séptimus, de Aubin y Schréder, en base a un guión de Jean Dufaux (1949) que sitúa los hechos un mes más tarde de los conocidos y sonadísimos acontecimientos de La marca amarilla. No en vano, la presente historia es una continuación de aquella aventura. Nuevamente se emplean con acierto los recursos de una acción progresiva y en paralelo (Blake por un lado y Mortimer por otro, hasta que convergen; aquí habría que incluir también la personal deriva de Olrik); todo ello, en base a una trama algo más compleja de lo habitual, en la que se entremezclan realidad y ficción, junto a estilísticos toques de surrealismo, como sucede con el nada encubierto homenaje al pintor Magritte (1898-1967).

La insania mental de algunos de los personajes de soporte también tiene su lugar específico en la ficción. En esta ocasión, la celebérrima onda inventada por el profesor Séptimus (La marca amarilla) es aplicada a un ingenio extraterrestre, con el fin de provocar una invasión en la que los humanos serían, muy a su pesar, unos meros conectores e instrumentos (en efecto, el homenaje se extiende a las películas Hammer del profesor Quatermass, de las que también nos ocupamos en este blog, e incluso al propio Jacobs, por medio de una serie de guiños al Espadón y otras aventuras). Destaca la nueva secuencia por el subsuelo de Londres.


La vara de Plutarco (Sente-Juillard) es el último álbum publicado en español hasta la fecha. Retrocedemos hasta el año 1944, en plena conflagración mundial, y unos años antes de que acontezcan los terribles pero sorprendentes sucesos imaginados por Jacobs en sus tres volúmenes seminales del Espadón.

Esta precuela ofrece, en su primer tercio, un enfrentamiento en los cielos de Londres, a modo de reducida pero ejemplar Batalla de Inglaterra, entre el capitán Blake y sus compañeros de vuelo, y el piloto de una nueva y mortífera arma volante. Pero el relato pronto se centra en los sugestivos entresijos de los métodos de cifrado y decodificación (algunos de considerable antigüedad), propios de la segunda contienda mundial. Lo que no evita un percance en las comunicaciones, cuando Blake y Mortimer se dirigen a Gibraltar en avión; una estupenda ocurrencia de guión, a la que se suma el ardid de las balizas, o la llamada Estancia Tracer, un búnker en el interior de la misma fortaleza.

En La vara de Plutarco, Blake retoma su amistad con Mortimer tras los episodios descritos en la aventura de Los sarcófagos del sexto continente. Ambos hallarán apoyo en personajes tales como el comandante Benson -una de las ideas más felices del álbum- y otros miembros del Estado Mayor. Así mismo, destaca el escenario de las tres bases secretas de los británicos. La primera, en una zona remota en el distrito de los lagos; la segunda, situada en el interior de un (hasta entonces) gran parque público, y la tercera, en el Peñón de Gibraltar, tal cual resolvió Jacobs en el tercer volumen del Espadón.


A estas alturas, funciona al dedillo la tensión que se deriva de la identidad de los característicos personajes de soporte: ¿serán quiénes aparentan ser?

La idea base es que tras los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), se produce la variable de los hechos bélicos con que arrancan oficialmente las aventuras de Blake y Mortimer, sin escatimar nuevos aspectos relacionados con la Guerra Fría, tan certeramente ilustrados en posteriores (¡o anteriores!) relatos. Sin duda, una ingeniosa forma de enlazar con la historia “real” de nuestros personajes, y de ahondar en sus características, sin caer en el mero formulismo.

La acción desplegada en La vara de Plutarco queda debidamente clausurada, si bien, abierta a la prolongación de otra aventura, que se anuncia como un nuevo volumen del ciclo de El secreto del Espadón.

Simpática caricatura con los principales protagonistas 
Para finalizar, proporcionamos una relación de los álbumes que componen toda la serie, con el año original de su publicación en francés:
  • El secreto del Espadón (1947)
  • El misterio de la Gran Pirámide (1950)
  • El misterio de la marca amarilla (1953)
  • El enigma de la Atlántida (1955)
  • S.O.S. Meteoros (1958)
  • La trampa diabólica (1960)
  • El caso del collar (1965)
  • Las tres fórmulas del profesor Sato (1970-1990)
  • El caso Francis Blake (1996)
  • La maquinación Voronov (2000)
  • La extraña cita (2001)
  • Los sarcófagos del sexto continente (2003-2004)
  • El santuario de Gondwana (2008)
  • La maldición de los treinta denarios (2009-2010)
  • El juramento de los doce lores (2012)
  • La onda Séptimus (2013)
  • La vara de Plutarco (2014)
  • El secreto del Espadón (2015)
Escrito por Javier C. Aguilera


Pic-Nic, de Fernando Arrabal

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Puede resultar curioso considerar cómo algunos hechos aislados unidos a una forma de ser excéntrica consiguen crear un velo en torno a las personas que existen detrás de los personajes. De cara al mundo televisivo, en muchas ocasiones considerado el mundo que es, Fernando Arrabal se ha convertido con el paso del tiempo en una especie de fantoche que pulula por entrevistas y programas varios. 

No nos sorprende si tenemos en cuenta que su fama en España aumentó debido precisamente a un acto de pura excentricidad, unido a la evidente ebriedad de la ocasión: 5 de octubre de 1989, de madrugada en el programa El mundo por montera, presentado por Fernando Sánchez Dragó, trata de debatir sobre el milenarismo de una forma no absurda, sino completamente borracho. Sin embargo, ni debemos juzgar una obra por hechos tan anecdóticos, ni la calidad por el personaje creador. Detrás de Arrabal, hay una persona formada que encontró su espacio en el país vecino, Francia, huyendo del régimen franquista, donde se sentía aprisionado. 

Nacido en 1932, podemos destacar cómo su infancia estuvo marcada por las figuras paternas, representantes contrarios que bien pudieron convertirse en el joven Arrabal en polos opuestos de la realidad: un padre aprisionado por negarse a colaborar con el bando nacional, posterior vencedor de la guerra civil española, y mantenerse fiel a la II República, que logra huir de prisión y del que nunca se volverá a saber; y una madre que debe regir sobre su casa a la par que trabajar para el gobierno franquista, claramente de ideología contraria a la de su marido. Ideas contradictorias que ayudarían en un niño a idealizar al padre y a considerar autoritaria a la madre, especialmente cuando esta regía sobre su vida. 

Tras su amistad con diferentes artistas, como los poetas postistas, logró finalmente instalarse en Francia gracias a una desgraciada suerte: enfermar de tuberculosis durante una estancia becada de tres meses. Comenzó entonces un recorrido artístico ascendente en el país galo, incluyendo contactos con el grupo surrealista de André Breton, la amistad de artistas como Andy Warhol o Tristan Tzara, y, en definitiva, una postura cercana al surrealismo y, finalmente, heredera de la vanguardia hacia una corriente más personal. De ahí, precisamente, el surgimiento del movimiento Pánico, entre otras acciones similares.

Una introducción que nos sirve para hablar de su primera obra teatral, actualmente conocida como Pic-Nic (1952). Una breve pieza de teatro que parte de un entramado absurdo, pero mordaz, una forma de hacer crítica partiendo del humor. En escena, durante un domingo, el soldado Zapo, aburrido de una guerra que no entienda, es sorprendido por sus padres, quienes han decidido realizar un pic-nic junto a su hijo, al que hace tiempo que no ven por culpa de las batallas. Durante el transcurso de la comida, otro soldado del bando contrario hará aparición, uniéndose finalmente a la familia.

Este representación supone un alegato contra la guerra y su sinsentido, en clara defensa del pacifismo. Los dos soldados protagonistas, Zapo y Zepo, son espejos de la misma realidad: un soldado que ocupa un puesto sin saber por qué ni haber querido estar allí: luchar por luchar, guerrear por guerrear. Ambos personajes tenían una vida despreocupada previa, ajena a las noticias bélicas, pero recibieron la llamada al combate pese a no estar preparados ni entender las razones. Los señores Tepán, padres de Zapo, se muestran conformes con los sucesos, aunque no pueden evitar las comparativas con cómo eran las guerras antes, con cómo luchaban también sin saber por qué, solo rojos contra azules, mientras las mujeres veían por la ventana las batallas.

Zepo: Intenté aprender a hacer otra cosa, pero no pude. Así que seguí haciendo flores de trapo para pasar el tiempo.
Sra. Tepán: ¿Y las tira?
Zepo: No. Ahora les he encontrado una buena utilidad: doy una flor para cada compañero que muere. Así ya sé que por muchas que haga, nunca daré abasto. (pg. 72)

La catarsis alcanzada por el lector, o por el público en su caso, supone observar desde fuera una situación que se considera alocada y absurda, con unos personajes que tienen un comportamiento pueril, pero que sirve para abordar la realidad, no menos loca ni disparatada. Zapo (y Zepo, como espejo de este) tiene una actitud de niño, como Arrabal nos muestra con la conversación telefónica del inicio, escena inicial que nos recuerda a los célebres monólogos de Miguel Gila (humorista de estilo similar al de esta obra de Arrabal), en un elemento del costumbrismo ingenuo. Pero incluso el comportamiento de los señores Tepán resulta incomprensible, adentrándose en mitad de una campaña militar para realizar un pic-nic con su hijo.


Sr. Tepán: Entonces, ¿cómo ha venido a la guerra?
Zepo: Yo estaba un día en mi casa arreglando una plancha eléctrica de mi madre cuando vino un señor y me dijo: "¿Es usted Zepo? Sí. Pues que me han dicho que tienes que ir a la guerra". Y yo entonces le pregunté: "Pero, ¿a qué guerra?". Y él me dijo: "Qué bruto eres, ¿es que no lees los periódicos?". Yo le dije que sí, pero que no lo de las guerras.
Zapo: Igualito, igualito me pasó a mí. (pg. 69)

Por otra parte, también podemos percibir una crítica a la repetición cíclica de la necedad de la guerra, así como contra el orgullo del concepto de todo lo pasado es mejor, en representación aquí de los batallas con caballos de los padres. La explicación de tal peligrosa hazaña sorprende al espectador, habiendo podido llegar al campo de batalla sin que nadie se lo impidiera. Es más, ningún personaje, excepto Zapo, parece sorprendido de la presencia de estos personajes, ni siquiera los camilleros que andan recogiendo a los muertos con una eficacia comercial. Estos últimos también infantilizados: temen el castigo del general por no llevar nuevos cadáveres.

El final de la obra redunda en el absurdo de la guerra, de la que los personajes desconocen el origen y motivo, a la par que ofrece un giro drástico e irónico. Un giro que frente a las risas que podían despertar las escenas anteriores, nos golpea para despertar de la ensoñación provocada por el humor.

Guernica, de Pablo Picasso
Comienza de nuevo la batalla con gran ruido de bombazos, tiros y ametralladoras. Ellos no se dan cuenta de anda y continúan bailando alegremente. (pg. 73)

La respuesta artística a la represión, al absurdo de las guerras, a los bandos de vencidos y vencedores es capaz de adoptar distintas formas. Frente a la postura tomada por el teatro social, de códigos sobreentendidos por el público, de dramaturgos como Buero Vallejo, encontramos la del exilio de Arrabal y sus recursos vanguardistas basados en el humor, en la ruptura con lo convencional y con la realidad. Este teatro de la sátira de la realidad que representa Pic-Nic resulta magnífico por su capacidad de contraste, aunque en su conjunto no sea tan rico ni tan cercano como otras propuestas.

No obstante, y en definitiva, estamos ante una obra primeriza del que era un joven autor, a pesar de lo cual consigue una digna función. En este sentido, no temáis acercaros a un libro (o cualquier manifestación artística) solo porque la figura de su autor esté sepultada de excentricidad. Los prejuicios no os permitirán acercaros a la realidad y descubrirla por vosotros mismos.

Escrito por Luis J. del Castillo



El señor de Bembibre, de Enrique Gil y Carrasco

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Uno de los rasgos característicos del escritor romántico es la incursión en los distintos géneros literarios existentes. Poeta y articulista, el leonés Enrique Gil y Carrasco (1815-1846) cohesionó, además de géneros, estados de ánimo. Su melancolía y personajes están en simbiótica armonía con el paisaje descrito, en comunión con una naturaleza netamente romántica, como ya hemos tenido ocasión de abordar en otras ocasiones.

Esta poetización del marco geográfico propone notables fragmentos de prosa poética, base de una indudable originalidad(Introducción).

Enrique Gil y Carrasco
Gil y Carrasco falleció joven, pero nos legó una novela por la que merece ser recordado, El señor de Bembibre, curiosamente publicada el mismo año que Don Juan Tenorio, en 1844 (una buena edición la hallamos en Cátedra, Letras Hispánicas, 1986-2008, a cargo de Enrique Rubio [1920-2005]).

Aún participando de un carácter soñador e inadaptado, su sentido ecléctico le conduce a mostrarse partidario del clasicismo, en independiente conexión con los demás, es decir, desarticulando la extendida idea de que todo escritor adscrito al romanticismo socava el orden establecido olvidándose de la tradición cultural.

Muy al contrario, la soledad y la nostalgia por el pasado vertebran el carácter contemplativo de la obra, en un tiempo en que el público sentía predilección por aquellas obras teatrales que describían hechos y aventuras maravillosas(Introducción).

Los románticos protagonistas son don Álvaro Yáñez y doña Beatriz Osorio (de nuevo preferiré eludir su tratamiento formal). Pero también hay un tercer protagonista de importancia, al que hacíamos referencia: el marco geográfico y anímico, que forma un todo y se concreta, no solo en la imposible consolidación del amor entre los dos jóvenes, sino también en la desaparición de todo un modo de vida, representado por la influyente y mítica orden de los Templarios. El señor de Bembibre es, por encima de todo, la constatación del final de una época; una de tantas que resultan irrepetibles.

Los trágicos desenlaces quedan imbricados en un marco histórico cuya principal referencia es la desintegración de la orden. Álvaro es, precisamente, sobrino del maestre de Castilla, don Rodrigo, situándose la acción a comienzos del siglo XIV.

Gil y Carrasco hace uso, además, del conocido y muy efectivo recurso de la aparición de unos legajos y manuscritos para, en este caso, cerrar la historia a modo de epílogo. A los criados (montero, palafrenero y paje) corresponde introducir al resto de personajes principales y el mismo conflicto dramático, en el primer capítulo del libro.

Interesante es constatar como, lejos del estereotipo o el tópico al uso, los personajes padecen una deriva personal muy “humana”, esto es, cambian de parecer, son conscientes de sus errores, se pliegan o se enfrentan a los diversos reveses, o mudan de carácter (XVI). Es el caso de los padres de Beatriz, doña Blanca y don Alonso. Todo un proceso psicológico atento a determinaciones, vanidades o la consecución de un ideal (amoroso o social).

Abundando en el vínculo entre los referidos estados de ánimo y el paisaje, no faltan ejemplos en los que el sentimiento de los protagonistas se funde con el espacio físico de la naturaleza. Una equiparación tan clara como fulminante que también atañe al cuerpo (no solo el espíritu) de la persona (XIV, XXIX, XXXI, XXXIII, XXXV, XXXVII, y XXXVIII).

Ello no quiere decir que dicho espacio natural se muestre necesariamente desolado o despojado de vida. Tal y como comenta Beatriz, con ocasión de la llegada de la primavera, “la naturaleza se viste de gala para una eterna despedida(XXXV).

En cualquier caso, hasta tal punto se interiorizan y somatizan las circunstancias desfavorables en el ánimo de Beatriz, que casi cabría hablar de un suicidio (XXXVII). Creyendo muerto a Álvaro, Beatriz se casa con el conde de Lemus a instancias, no solo del padre, sino de la madre, doña Blanca, que cede ante sus iniciales reticencias. Es por ello que, a la tragedia de la desaparición del Temple, se suma la del linaje de los jóvenes (XVII).


Con la determinación puesta en la celada a los templarios, aumenta el desamparo y la soledad de todos los personajes principales de la novela, ya que “el jefe de la Iglesia no puede errar(IV); una coyuntura a la que el autor agrega la tergiversación y maledicencia del pérfido Pedro Fernández de Castro, el conde de Lemus (XXV y XXVI).

De igual modo, junto al sitio y asalto al castillo templario (XXVI, XXVII), y el enfrentamiento en las almenas entre Álvaro y el conde -proseguido por el comendador Saldaña- (XXVIII), coexisten otros duelos, no a espada, sino por medio de la palabra y las intenciones, como el sostenido entre don Alonso de Arganza y su hija Beatriz (V), o cuando esta se las ve con el referido conde (VIII); un lance reanudado mediante el espléndido y ya conciliador diálogo entre Beatriz y don Alonso (XXXIII).

Así mismo, nuestro narrador se traslada con frecuencia al futuro, contemplando las ruinas de los escenarios (reales) de la novela, para hacer notar, no solo el paso del tiempo, sino la futilidad de las ambiciones humanas. Nuevas alusiones emplazadas en el porvenir las encontramos en los capítulos XXII, XXV, XXX; una circunstancia que incluye la contemplación de unas ruinas romanas por parte de los protagonistas, ya desde su propio presente histórico (IV). También es de destacar el flashback que narra el cautiverio de Álvaro a manos de otro de sus contrincantes, don Juan de Lara, tras ingerir un bebedizo (XX); un ardid propio de la novela gótica.

Existe otra dualidad en El señor de Bembibre, pues a la espiritualidad personal se superpone la crítica a la obediencia ciega a una religión o un precepto ideológico, destacando el hecho, totalmente voluntario, de que Álvaro tome los “hábitos” en las peores circunstancias para la orden del Temple. Por supuesto, la simpatía del autor -y el lector- recae en la acosada comunidad, como ejemplifica el capítulo XXXII, en que se narra el proceso contra lo templarios. Trance, pese a todo, mucho más benévolo en España; en este sentido, Gil y Carrasco pulsa con gran precisión los motivos reales (y papales) de esta caza de brujas(XXIV).

Y como anticipábamos, en el último capítulo o conclusión, el autor introduce un manuscrito “que es como un libro de defunciones”, junto a un códice en latín que da cuenta del destino final del resto de personajes principales. Este epílogo es la constatación de que todo periodo, como toda vida, tiene su crecimiento, su cénit, y un declive muchas veces anunciado por la melancolía de su anticipación (ya que no hablamos de senectud, sino de afectos).

De este modo, El señor de Bembibre se convierte en una novela sobre la culpa, la desilusión y la política que, “como la razón de estado sin escrúpulo, trastornan las esperanzas más legítimas y se burlan de todos los sufrimientos del alma(XXXIV).

Escrito por Javier C. Aguilera



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